25 septiembre 2009

John Fowles (El coleccionista, 1963)

Ediciones Selectas, 1967

Era una muchacha imprevisible. Siempre estaba criticando mi modo de hablar. Recuerdo que un día me dijo: - ¿Sabe lo que hace usted? ¿Sabe cómo la lluvia le arrebata el color a todo? Pues eso precisamente es lo que hace usted con el idioma inglés. Cada vez que abre la boca para decir una palabra, la esfuma, la borra, la emplasta.

… A mí me encantaba siempre verla dibujar: lo hacía rápidamente con enorme facilidad, y uno recibía la impresión de que no podía esperar para expresar con líneas lo que pensaba. Naturalmente, mis pensamientos de aquel día distaban mucho de ser alegres. Era típico de mi carácter no haber trazado plan alguno para la emergencia. No sé que pensaba que iba a suceder. No sé siquiera si no pensé en cumplir el convenio que teníamos, aunque el mismo me había sido impuesto, y las promesas forzadas no son promesas, según suele decirse.

Quiero decir que la belleza lo confunde a uno, hasta que llega el momento en que ya no sabe qué es lo que quiere hacer, ni lo que debe hacer.

- Por que no puedo casarme con un hombre al cual no me es posible pensar que pertenezco totalmente. Mi mente tiene que ser suya, mi cuerpo tiene que pertenecerle. De la misma manera que tengo que estar completamente segura de que él me pertenece. - Yo le pertenezco, Miranda – le dije. – Totalmente, en cuerpo y alma absolutamente. - ¡Pero no, no me pertenece! – dijo ella rotunda. – Pertenecer significa dos cosas, o en este caso dos personas: una que da y otra que acepta lo que se da. Usted no me pertenece porque yo no puedo aceptarlo, y porque no puedo darle nada a cambio. - Yo no pretendo nada, o muy poca cosa. - Ya lo sé, ya lo sé. Sólo las cosas que yo tengo para dar. La manera que tengo de mirar, de hablar, de moverme. Pero yo soy otras cosas además de eso. Tengo otras cosas que dar y no puedo dárselas a usted, porque no lo amo. - Entonces – respondí – me parece que eso cambia todo, ¿no es así? - Me puse de pie. Me latían dolorosamente las sienes. Ella comprendió de inmediato lo que quería decirle. Lo adiviné en su rostro. Pero fingió no comprenderme. - ¿Qué quiere decir? – preguntó. - Usted sabe muy bien lo que quiero decir - contesté. - Me casaré con usted… ¡Me casaré con usted en cuanto quiera! – exclamó ella con evidentes señales de miedo. - ¡Ja, ja, ja! – reí.

Me hace cambiar de ropa quiere que baile con él metafóricamente hablando, que le intrigue, le encandile, le asombre. ¡Es tan mentalmente lerdo tan falto de imaginación, tan carente de vida! Blanco como el zinc. Veo que lo que ejerce sobre mí es una especie de tiranía. Me obliga a mostrarme cambiable a obrar. A alardear. Es esa odiosa tiranía de las personas débiles…

Siempre he intentado ocurrirle yo a la vida, pero comprendo que ha llegado el momento de dejar que la vida, con todas sus cosas, me ocurra a mí.

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