08 diciembre 2016

Alessandro Baricco (Océano mar, 1993)

Título original: Oceano mare
Editorial Anagrama, 2015

—Os lo ruego, no os mováis —dice.
Después acerca el pincel al rostro de la mujer, vacila un instante, lo apoya sobre sus labios y lentamente hace que se deslice de un extremo al otro de la boca. Las cerdas se tiñen de rojo carmín. Él las mira, las sumerge levemente en el agua y levanta de nuevo la mirada hacia el mar. Sobre los labios de la mujer queda la sombra de un sabor que la obliga a pensar «agua de mar, este hombre pinta el mar con el mar» —y es un pensamiento que provoca escalofríos.
Ella hace un rato que se ha dado la vuelta, y está ya midiendo de nuevo la inmensa playa con el matemático rosario de sus pasos, cuando el viento pasa por la tela para secar una bocanada de luz rosácea, flotando desnuda sobre el blanco. Uno podría pasarse horas mirando ese mar, y ese cielo, y todo lo demás, pero no podría encontrar nada de ese color. Nada que se pueda ver.

Deja la pluma, dobla la hoja, la mete en un sobre. Se levanta, coge de su baúl una caja de caoba, levanta la tapa, deja caer la carta en su interior, abierta y sin señas. En la caja hay centenares de sobres iguales. Abiertos y sin señas.
Bartleboom tiene treinta y ocho años. Él cree que en alguna parte, por el mundo, encontrará algún día a una mujer que, desde siempre, es su mujer. De vez en cuando lamenta que el destino se obstine en hacerle esperar con obstinación tan descortés, pero con el tiempo ha aprendido a pensar en el asunto con gran serenidad. Casi cada día, desde hace ya años, toma la pluma y le escribe. No tiene nombre y no tiene señas para poner en los sobres, pero tiene una vida que contar. Y ¿a quién sino a ella? Él cree que cuando se encuentren será hermoso depositar en su regazo una caja de caoba repleta de cartas y decirle
—Te esperaba.
Ella abrirá la caja y lentamente, cuando quiera, leerá las cartas una a una y retrocediendo por un kilométrico hilo de tinta azul recobrará los años —los días, los instantes— que ese hombre, incluso antes de conocerla, ya le había regalado. O tal vez, más sencillamente, volcará la caja y, atónita ante aquella divertida nevada de cartas, sonreirá diciéndole a ese hombre
—Tú estás loco.
Y lo amará para siempre.

—Son estudios fatigosos, y también difíciles, no puede negarse, pero es importante comprender.
Describir. La última voz que he escrito ha sido Crepúsculos. ¿Sabéis?, es genial eso de que los días acaben. Es un sistema genial. Los días y después las noches. Y de nuevo los días. Parece banal, pero detrás hay talento. Y ahí donde la naturaleza decide colocar sus propios límites, estalla el espectáculo. Los crepúsculos. Los he estudiado durante semanas. No es fácil comprender un crepúsculo. Posee sus tiempos, sus medidas, sus colores. Y puesto que no hay un crepúsculo, ni uno, insisto, que sea idéntico a otro, el científico debe saber discernir entonces los detalles y aislar la esencia hasta poder decir esto es un crepúsculo, el crepúsculo. ¿Os aburro?
Ann Deverià no se aburría. Es decir: no más de lo habitual.
—De este modo he llegado al mar. El mar. Él también acaba, como todo lo demás, pero veréis, aquí también ocurre en parte como con los crepúsculos, lo difícil es aislar la idea, o sea, resumir kilómetros y kilómetros de acantilados, orillas, playas, en una única imagen, en un concepto que sea el final del mar, algo que se pueda escribir en pocas líneas, que pueda estar en una enciclopedia, para que después la gente, al leerla, pueda comprender que el mar acaba, y cómo, independientemente de todo lo que pueda suceder a su alrededor, independientemente de…

Suspendida sobre la última comisa del mundo, a un paso del fin del mar, la posada Almayer dejaba que la oscuridad, una noche más, enmudeciera poco a poco los colores de sus muros, y de la tierra toda y del océano entero. Parecía —allí, tan solitaria— como olvidada. Casi como si una procesión de posadas, de todo tipo, hubiera pasado un día por allí, bordeando el mar, y de entre todas se hubiera separado una, por cansancio, y, dejando que pasaran a su lado las compañeras de viaje, hubiera decidido pararse sobre aquel barrunto de colina, rindiéndose a su propia debilidad, reclinando la cabeza y esperando el final. Así era la posada Almayer. Tenía esa belleza de la que sólo los vencidos son capaces. Y la limpidez de las cosas débiles. Y la soledad, perfecta, de lo que se ha perdido.

Mi adorada:
Dios sabe cuánto echo en falta, en esta hora melancólica, el consuelo de vuestra presencia y el alivio de vuestras sonrisas. El trabajo me cansa y el mar se rebela a mis obstinados intentos por comprenderlo. No me había imaginado lo difícil que podía ser estar delante de él. Y vago, dando vueltas con mis instrumentos y mis cuadernos, sin hallar el principio de lo que busco, la entrada a una respuesta cualquiera. ¿Dónde empieza el final del mar? O más aún: ¿a qué nos referimos cuando decimos mar? ¿Nos referimos al inmenso monstruo capaz de devorar cualquier cosa o esa ola que espuma en tomo a nuestros pies? ¿Al agua que te cabe en el cuenco de la mano o al abismo que nadie puede ver? ¿Lo decimos todo con una sola palabra o con una sola palabra lo ocultamos todo? Estoy aquí, a un paso del mar, y ni siquiera soy capaz de comprender dónde está él El mar. El mar.
Hoy he conocido a una mujer bellísima. Pero no debéis estar celosa. Yo vivo sólo para vos.
Ismael A. Ismael Bartleboom

Un día, seis años antes, trajeron ante el almirante Langlais a un hombre que, decían, se llamaba Adams. Alto, robusto, pelo largo que le caía sobre los hombros, piel quemada por el sol. Habría podido parecer un marinero como muchos otros. Pero para que se mantuviera en pie tenían que sostenerlo, ni siquiera era capaz de caminar. Una repugnante herida ulcerosa le marcaba el cuello.
Estaba absurdamente inmóvil, como paralizado, ausente. Lo único que traslucía algún resto de conciencia era la mirada. Parecía la mirada de un animal en agonía.
«Tiene la mirada del animal al acecho», pensó Langlais.
Dijeron que lo habían encontrado en una aldea en el corazón de África. Había otros blancos por allí, esclavos, Pero él era algo distinto. Él era el animal predilecto del jefe de la tribu. Permanecía a cuatro patas, grotescamente decorado con plumas y piedras de colores, atado con una cuerda al trono de aquella especie de rey. Comía los restos que él le arrojaba. Tema el cuerpo martirizado por las heridas y los golpes. Había aprendido a ladrar de un modo que divertía mucho al soberano. Si seguía vivo era, probablemente, sólo por eso.
—¿Qué tiene que contarme? —preguntó Langlais.
—Él, nada. No habla. No quiere hablar. Pero los que estaban con él…, los demás esclavos… y también otros que lo han reconocido, en el puerto…, en fin, que cuentan de él cosas extraordinarias, es como si este hombre hubiera estado en todas partes, es un misterio… si uno creyera en todo lo que se dice…
—¿Qué es lo que se dice?
Él, Adams inmóvil y ausente, en medio de la habitación. Y a su alrededor la bacanal de la memoria y de la fantasía que explota para pintar el aire con las aventuras de una vida que, dicen, es la suya / trescientos kilómetros a pie en el desierto / jura que lo ha visto transformarse en un negro y después volverse de nuevo blanco / porque tenía tratos con el chamán local, ahí es donde aprendió a hacer el polvillo rojo que / cuando los capturaron, los ataron a todos a un único árbol enorme y esperaron a que los insectos los cubrieran completamente, pero él empezó a hablar en una lengua incomprensible y fue entonces cuando aquellos salvajes, de repente / jurando que él había estado en aquellas montañas, donde no desaparece nunca la luz, y por eso nadie ha vuelto nunca sano de mente, excepto él, que, al volver, dijo solamente / en la corte del sultán, donde había sido aceptado por su voz, que era bellísima, y él, cubierto de oro, tenía la misión de permanecer en la sala de torturas y de cantar mientras los otros hacían su trabajo, todo para que el sultán no tuviera que oír el fastidioso eco de los lamentos, sino la belleza de aquel canto que / en el lago de Kabalaki, que es tan grande como el mar, y allí creían que era el mar, hasta que construyeron una barca hecha de hojas enormes, hojas de árbol, y con ella navegaron de una costa a la otra, y en aquella barca estaba él, podría jurarlo / recogiendo diamantes en la arena, con las manos, encadenados y desnudos, para que no pudieran huir, y él estaba justo allí en medio, tan cierto como / todos decían que había muerto, la tempestad se lo había llevado consigo, pero un día a uno le cortan las manos, delante de la puerta Tesfa, a un ladrón de agua, y yo me fijo bien, y era él, él sin duda / por eso se llama Adams, pero ha tenido miles de nombres, y uno, una vez, se lo encontró cuando se llamaba Ra Me Nivar, que en la lengua local quería decir el hombre que vuela, y otra vez, en las costas africanas / en la ciudad de los muertos, donde nadie osaba entrar, porque había una maldición, desde hacía siglos, que hacía que le explotaran los ojos a todos los que
—Es suficiente.

Langlais sabía todo eso. Y sin embargo tomó a Adams consigo. Se lo robó a la miseria y lo llevó a su palacio. Fuera cual fuere el mundo adonde había ido a refugiarse su mente, hasta allí iría a buscarlo. Y se lo traería de regreso. No quería salvarlo. No era exactamente eso. Quería salvar las historias que estaban escondidas en él. No importaba el tiempo que necesitara: quería aquellas historias y las obtendría.
Sabía que Adams era un hombre deshecho por su propia vida. Imaginaba su alma como una tranquila aldea saqueada y dispersa por la invasión salvaje de una vertiginosa cantidad de imágenes, sensaciones, olores, sonidos, dolores, palabras. La muerte que aparentaba, cuando uno lo veía, era el resultado paradójico del estallido de una vida. Un caos irrefrenable era lo que crepitaba bajo su mutismo y su inmovilidad.

… mientras Langlais dejaba que mi mente huyera siguiendo el rumbo de un navío bajel que voló, literalmente, sobre las aguas de Malagar, y Adam calibraba la posibilidad de detenerse ante una rosa de Borneo para observar los esfuerzos de un insecto absorto en escalar un pétalo hasta el momento de renunciar a la empresa y volar lejos, en esto semejante y conforme al navío, que el mismo instinto había tenido al remontar las aguas de Malagar, hermanos ambos en el implícito rechazo de lo real y en la elección de aquella fuga aérea, y unidos, en aquel instante, por ser imágenes simultáneamente posadas en las retinas y en las memorias de dos hombres a los que ya nada podría separar y que precisamente a aquellos dos vuelos, el del insecto y el del velero, confiaban en el mismo instante igual zozobra por el áspero sabor del final, y el desconcertante descubrimiento de lo silencioso que es el destino cuando, de repente, estalla.

Lo primero es mi nombre, Savigny.
Lo primero es mi nombre, lo segundo es la mirada de los que nos abandonaron —sus ojos, en aquel momento —los mantenían clavados en la balsa, no lograban mirar hacia otra parte, pero no había nada en el interior de aquella mirada, la nada absoluta, ni odio ni piedad, remordimiento, miedo, nada. Sus ojos.
Lo primero es mi nombre, lo segundo esos ojos, lo tercero un pensamiento: voy a morir, no moriré. Voy a morir no moriré voy a morir no moriré voy —el agua llega hasta las rodillas, la balsa se desliza bajo la superficie del mar, aplastada por el peso de demasiados hombres— a morir no moriré voy a morir no moriré —el olor, olor de miedo, de mar y de cuerpos, la madera que cruje bajo los pies, las voces, las cuerdas a las que agarrarse, mi ropa, mis armas, la cara del hombre que— voy a morir no moriré voy a morir no moriré voy a morir —las olas por todas partes, no hay que pensar ¿dónde está la tierra?, ¿quién nos lleva?, ¿quién tiene el mando?, el viento, la corriente, las plegarias como lamentos, las plegarias de rabia, el mar que grita, el miedo que
Lo primero es mi nombre, lo segundo esos ojos, lo tercero un pensamiento y lo cuarto es la noche que se acerca, nubes sobre la luz de la luna, horrible oscuridad, ruidos solamente, es decir, gritos y lamentos y plegarias y blasfemias, y el mar que se levanta y empieza a barrer por todas partes aquel amasijo de cuerpos —sólo queda sujetarse a lo que se pueda, una cuerda, los tablones, el brazo de alguien, toda la noche, dentro del agua, bajo el agua, si hubiera una luz, una luz cualquiera, esta oscuridad es eterna, e insoportable el lamento que acompaña a cada instante —pero un momento, recuerdo, bajo el golpe de una ola imprevista, muro de agua, recuerdo, de repente, el silencio, un silencio escalofriante, un instante, y yo que grito, y que grito, y que grito,
Lo primero es mi nombre, ….

He comprendido lo que es verdaderamente el odio sobre estos tablones ensangrentados, con el agua del mar encima, pudriendo las heridas. Y no sabía lo que es la piedad antes de haber visto nuestras manos de asesinos acariciando durante horas los cabellos de un compañero que no acababa de morir.
He visto la fiereza en los moribundos arrojados a patadas de la balsa, he visto la dulzura en los ojos de Gilbert mientras besaba a su pequeño Léon, he visto la inteligencia en los gestos con que Savigny bordaba su masacre, y he visto la locura en aquellos dos hombres que una mañana abrieron sus alas y se marcharon volando, por el cielo. Aunque viviera mil años más, amor sería el nombre del leve peso de Thérèse, entre mis brazos, antes de deslizarse entre las olas. Y destino sería el nombre de este océano mar, infinito y hermoso. No me equivocaba allá en la orilla, en aquellos inviernos, al pensar que aquí se encontraba la verdad. He tardado años en descender hasta el fondo del vientre del mar, pero he hallado lo que buscaba. Las cosas ciertas. Incluso la más insoportable y atrozmente cierta entre todas. Esta mar es un espejo. Aquí, en su vientre, me he visto a mí mismo. He visto de verdad.

—Bastaría con que tú lo quisieras para salvarte.
Cómo decírselo a una mujer así, que tú querrías salvarte, y todavía más, querrías salvarla a ella contigo, y no hacer otra cosa que salvarla y salvarte, toda una vida, pero no es posible, cada uno tiene un viaje que realizar, y entre los brazos de una mujer se termina recorriendo caminos enrevesados, que ni siquiera comprendes tú, y en el momento preciso no puedes contarlos, no tienes palabras para hacerlo, palabras que estén bien, ahí, entre esos besos y sobre la piel, palabras apropiadas no las hay, puedes pasarte una vida buscándolas en lo que eres y lo que has sentido, pero no las encuentras, tienen siempre una música errónea, es la música lo que les falta, ahí, entre los besos y sobre la piel, es cuestión de música. Así que al final dices algo, pero resulta poca cosa.

De Langlais aprendió que de entre todas las vidas posibles hay que anclarse a una para poder contemplar, serenamente, todas las otras. A Langlais le regaló, una a una, las mil historias que un hombre y una noche habían sembrado en ella, Dios sabe cómo, pero de una forma indeleble y definitiva. Él la escuchaba, en silencio. Ella contaba. Terciopelo.
De Adams no hablaron nunca. Sólo en una ocasión Langlais, levantando la vista de sus libros, dijo con lentitud
—Yo amaba a aquel hombre. Si sabéis lo que quiere decir, yo lo amaba.
Langlais murió una mañana de verano, devorado por un dolor infame y acompañado por una voz — terciopelo— que le hablaba del perfume de un jardín, el más pequeño y bello de Tombuctú.
Al día siguiente, Elisewin se marchó. Era a Carewall adonde quería regresar, lardaría un mes, o toda una vida, pero allí regresaría. De lo que la esperaba no conseguía imaginarse gran cosa. Solo sabía que todas aquellas historias, custodiadas en su interior, las tendría consigo, y para siempre. Sabía que en cualquier hombre que amara buscaría el sabor de Thomas. Y sabía que ninguna tierra escondería, en ella, la huella del mar.
Todo lo demás no era nada todavía. Inventarlo —eso sería lo maravilloso.

Uno tiene sus sueños, cosas suyas, íntimas, y después la vida no quiere seguir jugando contigo, y te lo desmonta, un instante, una frase, y todo se desvanece. Suele ocurrir. Por esa razón y no otra vivir es una tarea dolorosa. Hay que resignarse. La vida no resulta grata, no sé si me explico.
Grata.

Pero en fin.

04 diciembre 2016

Jon Krakauer (Hacia rutas salvajes, 1996)

Into the wild
Ediciones B., S.A., 2008

  
Quería movimiento, no una existencia sosegada. Quería emoción y peligro, así como la oportunidad de sacrificarme por amor. Me sentía henchido de tanta energía que no podía canalizarla a través de la vida tranquila que llevábamos.
Leon Tolstoi, Felicidad Familiar. 

Nadie podría negar (…) que el nomadismo siempre nos ha estimulado y llenado de júbilo. En nuestro pensamiento, la condición de nómada está asociada a escapar de la historia, la opresión, la ley y las obligaciones agobiantes, a un sentimiento de libertad absoluta, y el camino del nómada siempre conduce hacia el oeste.
Wallace Stegner, The American West as Living Space. 

Antes de partir, regaló a Westerberg su preciada edición de 1942 de Guerra y paz de Tolstoi y escribió en la primera página: “Transferido a Wayne Westerberg por Alexander. Octubre de 1990. Haz caso a Pierre.” Esta última frase era una referencia al protagonista de la novela y alter ego de Tolstoi, Pierre Bezujov, hijo ilegítimo, generoso, altruista, siempre en busca de aventuras. 

Estaba solo, despreocupado, feliz, cerca del corazón salvaje de la vida. Estaba solo con su juventud, terquedad y valor, solo en medio de una inmensidad de aire libre y agua amarga, de una cosecha marina de algas y conchas, de la luz velada y gris del sol. 

Es en las experiencias y recuerdos, en el inconmensurable gozo de vivir en el sentido más pleno de la palabra, donde puede descubrirse el significado auténtico de la existencia. ¡Dios, qué fantástico es estar vivo! Gracias, gracias. 

La poderosa bestia primitiva se hacía fuerte en el interior de Buck y, bajo las terribles condiciones de vida de la traílla del trineo, no dejaba de crecer. Pero crecía en secreto, pues su recién adquirida astucia le proporcionaba equilibrio y control de sí mismo.
JACK LONDON,
La llamada de la selva.
¡Saludos a la poderosa bestia primitiva! ¡Y también al capitán Akab!
Alexander Supertramp Mayo de 1992
[Inscripción hallada en el interior del autobús abandonado en la Senda de la Estampida.]
Akab: El protagonista de Moby Dick, de Herman Melville 

Ningún hombre se guió jamás por su genio hasta el punto de equivocarse. Aunque el resultado fuera la postración física, o incluso en el caso de que nadie pudiera afirmar que las consecuencias habían sido lamentables, para tales hombres existía una vida conforme a unos principios más elevados. Si recibes con alegría el día y la noche, si la vida despide la fragancia de las flores y las plantas aromáticas, si es más flexible, estrellada e inmortal, el mérito es tuyo. La naturaleza entera es tu recompensa, y has provocado por un instante que sea a ti mismo a quien bendiga. Los grandes logros y principios son muy difíciles de apreciar. Dudamos de su existencia con facilidad. Pronto los olvidamos. Pero son la más elevada de las realidades […]. La auténtica cosecha de la vida cotidiana es tan intangible e indescriptible como los matices de la mañana o la noche. Es como atrapar un poco de polvo de las estrellas o asir el fragmento de un arco iris.
HENRY DAVID THOREAU,
Walden o la vida en los bosques
[Pasaje subrayado en uno de los libros que se encontraron junto al cadáver de Chris McCandless.] 

Franz se atrevió entonces a plantearle una singular petición: «Mi madre era hija única, como mi padre, y no tengo hermanos. Ahora que mi hijo ha muerto, sólo quedo yo. Cuando me vaya de este mundo, mi familia habrá desaparecido para siempre. Así que le pregunté si podía adoptarlo, si quería ser mi hijo.»
La petición incomodó a McCandless, que eludió dar una respuesta.
—Hablaremos de ello cuando vuelva de Alaska, Ron —dijo.
El 14 de marzo llegaron a las afueras de Grand Junction. Franz lo dejó en el arcén de la interestatal 70 y regresó a California. McCandless se sentía lleno de ilusión por encontrarse ya camino del norte, pero también aliviado; aliviado por haber vuelto a sortear la amenaza inminente de establecer unos lazos de amistad demasiado estrechos, demasiado íntimos, con toda la complicada carga emocional que ello conlleva. Había huido de los claustrofóbicos límites de su familia. Había conseguido guardar las distancias con Jan Burres y Wayne Westerberg, alejándose de sus vidas sin darles tiempo a esperar nada de él. Y en ese momento también acababa de salir sin mayores problemas de la vida de Ron Franz.
Sin mayores problemas desde su perspectiva, pero no desde la del anciano, claro está. 

En lo que respecta a mi regreso a la civilización, no creo que se produzca pronto. Todavía no me he cansado de los espacios salvajes; al contrario, cada vez estoy más entusiasmado con su belleza y la vida de vagabundo que llevo.
Prefiero una silla de montar antes que un tranvía, el cielo estrellado antes que un techo, la senda oscura y difícil que conduce a lo desconocido antes que una carretera de asfalto, y la profunda paz de la naturaleza antes que el descontento que alimentan las ciudades. ¿Me culpas de que siga aquí, en el lugar al que siento que pertenezco y donde yo y el mundo que me rodea somos uno? Es cierto que añoro la compañía inteligente, pero hay tan pocas personas con quienes compartirlas cosas que tanto significan para mí que he aprendido a contenerme. Me basta con estar rodeado de belleza […].
Incluso por lo que deduzco de tus breves comentarios, sé que no podría soportar ni la rutina ni el ajetreo de la vida que estás obligado a llevar. Creo que nunca podré echar raíces. A estas alturas he buceado tanto en las profundidades de la vida, que preferiría cualquier cosa antes que tener que conformarme con una existencia sin emociones.
[Pasaje de la última carta que Everett Ruess envió a su hermano Waldo, fechada el 11 de noviembre de 1934.] 

He decidido que voy a dejarme arrastrar por la corriente de la vida durante un tiempo. La libertad y la simple belleza de la vida son algo demasiado valioso como para desperdiciarlo.

A poca distancia de la costa del sureste de Islandia hay una pequeña isla rocosa, sin árboles y barrida por los fuertes vientos del Atlántico Norte. Se llama Papós y toma su nombre de los primeros pobladores, unos monjes irlandeses conocidos como papar que la abandonaron hace siglos. Una tarde de verano, mientras paseaba por la accidentada costa, topé con unas piedras rectangulares apenas visibles, incrustadas en la turba y dispuestas regularmente, que resultaron ser los vestigios de una antigua morada de estos monjes, más antigua incluso que las ruinas de las construcciones Anasazi de la garganta de Davis.
Los monjes llegaron a la isla hacia el siglo V o VI d. de C. navegando desde la costa occidental de Irlanda. Se hicieron a la mar con unas embarcaciones conocidas en gaélico como currachs, hechas con piel de vaca tensada sobre unas ligeras cuadernas de mimbre e impulsadas a remo, y con ellas atravesaron uno de los mares más traicioneros del mundo sin saber qué encontrarían al otro lado, en el supuesto de que encontrasen algo. Los papar no arriesgaron sus vidas —y las perdieron, en el caso de muchos de ellos— para conseguir riquezas y honores o para reclamar nuevos territorios en nombre de algún monarca. Tal como señaló Fridtjof Nansen, el gran explorador del Ártico galardonado con el premio Nobel, «emprendían estas extraordinarias travesías […] movidos por el deseo de encontrar lugares solitarios en los que vivir en paz como anacoretas, lejos del ruido y las tentaciones del mundo». Cuando hacia el siglo IX los primeros grupos de vikingos aparecieron en las costas de Islandia, los papar decidieron que había demasiada gente en el lugar, pese a que Islandia continuaba prácticamente deshabitada. Se hicieron de nuevo a la mar con sus currachs y pusieron rumbo a Groenlandia. Las corrientes y tempestades los arrastraron hacia el oeste y los papar fueron más allá del límite del mundo conocido, movidos sólo por su sed de espiritualidad, por una esperanza de una intensidad tan extraordinaria que supera la imaginación moderna. 

Todo había cambiado de repente: el tono, el clima moral. No sabías qué pensar, a quién escuchar. Era como si durante toda tu vida te hubieran llevado de la mano como a un niño pequeño y, de pronto, te encontraras solo y tuvieras que aprender a andar. Ya no quedaba nadie, ni la familia ni las personas cuya opinión merecía tu respeto. En aquel tiempo sentías la necesidad de comprometerte con algo absoluto —la vida, la verdad o la belleza— que gobernara tu vida y reemplazara unas leyes del hombre que habían sido descartadas. Sentías la necesidad de entregarte a una meta última con todas tus fuerzas, sin reservas, como no habías hecho nunca en los apacibles viejos tiempos, en la antigua vida que ahora estaba abolida y había desaparecido para siempre.
BORIS PASTERNAK,
Doctor Zivago
[Pasaje subrayado en uno de los libros que se encontraron junto al cadáver de Chris McCandless. En el margen superior, McCandless había escrito de su puño y letra: «Necesidad de una meta.»] 

La influencia física del paisaje tenía su equivalente dentro de mí. Los senderos que recorría no sólo me conducían hacia colinas y ciénagas, sino también hacia mi interior. A partir del estudio de lo que descubría andando, la lectura y mis pensamientos, llegué a una especie de exploración compartida de mí mismo y de la tierra. Al cabo de un tiempo, ambas cosas se identificaron en mi mente. Con la creciente fuerza de algo esencial que se crea a sí mismo a partir de un sustrato ancestral, me vi frente a un apasionado y firme anhelo interior: abandonar para siempre el pensamiento y todas las dificultades que comporta, todas menos los deseos más inmediatos, más directos e inquisitivos.
Tomar la senda y no mirar atrás; a pie, en raquetas de nieve o en trineo, hacia las colinas estivales y sus tardías sombras heladas. Una hoguera en el horizonte, un rastro en la nieve, mostrarían hacia dónde había ido. Dejad que el resto de la humanidad me encuentre si puede.
JOHN HAINES, The Stars, the Snow, the Fire
Twenty-Five Years in the Northern Wilderness 

Al concentrar mis expectativas en una cumbre tras otra, conseguí no desorientarme en medio de la espesa niebla que envuelve el paso de la adolescencia a la juventud. La escalada significaba mucho para mí. En una ascensión, el peligro bañaba el mundo con un resplandor difuso que hacía que todo resaltase: la curva de la roca, los líquenes anaranjados y amarillos, la textura de las nubes. La vida latía con una intensidad absoluta. El mundo se volvía real. 

Durante dos días subí trabajosamente, pero sin contratiempos, por la lengua de hielo. Hacía buen tiempo, la ruta era fácil de reconocer y no había grandes obstáculos que salvar. Sin embargo, a causa de la soledad todo lo que me rodeaba, incluso lo más simple y corriente, aparentaba tener un mayor significado. El hielo parecía más frío y misterioso, y el azul del cielo más nítido.
Los picos sin nombre que se alzaban sobre el glaciar se veían más altos y hermosos, pero también infinitamente más amenazadores, y ello porque no estaba acompañado. Del mismo modo, mis emociones parecían más intensas: los momentos de euforia eran más exultantes, los de desesperación, más sombríos. Para un joven que era dueño de su destino y estaba embriagado con el desarrollo del drama de su propia existencia, todo aquello poseía un atractivo irresistible. 

La naturaleza atraía a todos aquellos que se sentían asqueados o estaban hartos del hombre y sus obras. No sólo ofrecía una escapatoria de la sociedad, sino que representaba el escenario ideal para que el individuo romántico practicara el culto a la propia alma que con frecuencia lo caracterizaba.
La soledad y la libertad absoluta de la naturaleza constituían un entorno perfecto para la melancolía y la exultación.
RODERICK NASH,
Wilderness and the American Mind 

—Apenas escribía sobre otra cosa que no fuese su alimentación.
Andrew no exagera. El diario es poco más que un recuento de las piezas de caza menor que logró abatir y las plantas comestibles que encontró. Pese a todo, inferir de ello que McCandless no llegó a apreciar la belleza del entorno natural, que permaneció impasible ante la fuerza del paisaje, sería un error.
Como ha observado el ecologista cultural Paul Shepard, El beduino nómada no reverencia lo que le rodea, la representación pictórica del paisaje, ni se dedica a compilar una historia natural inservible […]. Su vida está tan íntimamente ligada a la naturaleza que en ella no hay lugar para un pensamiento abstracto, una estética o una «filosofía de la naturaleza» aislados del resto de su existencia […]. La naturaleza y su relación con ella es un asunto muy serio, en el que intervienen la convención, el misterio y el peligro. Su tiempo de ocio está concebido lejos de la contemplación frívola o la manipulación despreocupada de los procesos de la naturaleza. Pero la conciencia de ésta, del terreno, del clima impredecible, del estrecho margen que le permite sobrevivir, es inseparable de su vida. 

Dormimos con la música del tiempo; despertamos, si alguna vez lo hacemos, con el silencio de Dios. Y entonces, cuando abrimos los ojos a orillas del tiempo increado, cuando la deslumbrante oscuridad se abre paso a través de las lejanas colinas del tiempo, llega la hora de apartar cosas como nuestra razón o nuestra voluntad; llega la hora de regresar a casa.
No existen los hechos, sino los pensamientos y el complicado vaivén del corazón, el lento aprendizaje sobre dónde, cuándo y a quién amar. El resto sólo son habladurías e historias para los tiempos venideros.
ANNIE DILLARD,

Holy the Firm

Alessandro Baricco (Novecento, 1994)

La leyenda del pianista en el océano
Anagrama, 1999



El primero en ver América. En cada barco hay uno. Y no hay que pensar que son cosas que ocurren por casualidad, no…, y ni tan siquiera es cuestión de dioptrías: es el destino. Son gente que desde siempre tuvieron ese instante impreso en su vida. Y cuando eran niños, podías mirarlos a los ojos y, si te fijabas bien, ya veías América preparada para saltar, para deslizarse por los nervios y la sangre y yo qué sé, hasta el cerebro y desde allí a la lengua, hasta dentro de aquel grito (gritando), AMÉRICA, ya estaba allí, en aquellos ojos, desde niño, toda entera, América.
Allí, esperando.

No creo que haga falta explicarles cómo es este barco, en muchos sentidos un barco extraordinario y, en definitiva, único. Al mando el capitán Smith, conocido claustrofóbico y hombre de gran sabiduría (seguramente habrán notado que vive en una lancha de salvamento), trabaja para todos ustedes un equipo prácticamente único de profesionales absolutamente fuera de lo común: Paul Siezinskj, timonel, ex sacerdote polaco, médium, sanador, ciego, por desgracia… Bill Joung, telegrafista, gran jugador de ajedrez, zurdo, tartamudo…, el médico de a bordo, el doc. Klausermanspitzwegensdorfentag, como les urja llamarlo lo tienen claro…, pero sobre todo:
Monsieur Pardin,
el chef,
directamente procedente de Parías, a donde, por otro lado, regresó de inmediato tras comprobar en persona la curiosa circunstancia de que este barco carece de cocinas, como ha podido notar sutilmente, entre otros, Monsieur Camembert, del camarote doce, que hoy se ha quejado al encontrar su lavabo lleno de mayonesa, cosa rara, porque normalmente en los lavabos metemos los embutidos, todo esto debido a la ausencia de cocinas, hecho que hay que atribuir, por otro lado, a la ausencia en esta nave de un auténtico cocinero, como lo era sin duda Monsieur Pardin, quien regresó a Paris, de donde procedía directamente, con la ilusión de encontrar a bordo cocinas que, la verdad sea dicha y siendo fieles a los hechos, aquí no tenemos, y todo esto gracias al simpático olvido del diseñador de este barco, el insigne ingeniero Camilleri, anoréxico de fama mundial, a quien ruego le dediquen su más caluroso aplausooooo…
(Banda en primer plano)

Quien lo encontró fue un marinero que se llamaba Danny Boodmann. Se lo encontró una mañana, cuando ya todos habían bajado, en Boston, lo encontró en una caja de cartón. Tendría unos diez días, no más. Ni siquiera lloraba, estaba en silencio en aquella caja con los ojos abiertos. Lo habían dejado en el salón de baile de primera clase. Encima del piano. Pero no tenía aspecto de ser un recién nacido de primera clase. Esas cosas solían hacerlas los emigrantes. Parir a escondidas, en algún lugar del puente, y después abandonar allí a los niños. No lo hacían por maldad. Aquello era miseria, pura miseria. Algo parecido a lo que ocurría con la ropa…, subían con parches hasta en el trasero, todos con su traje, el único que tenían, gastado por todas partes. Pero después, como América es América, al final los veías bajar a todos bien vestidos, incluso los hombres con corbata y los niños con unas camisetas blancas…, en fin, se las arreglaban estupendamente, en aquellos veinte días de navegación cosían y cortaban, al final no encontrabas ni una sola cortina en el barco, ni una sábana, nada: se habían hecho el traje bueno para América. Toda la familia. Qué ibas a decirles…

En fin, que de vez en cuando tocaba también un niño, que para un emigrante es una boca más que alimentar y un montón de problemas en la oficina de inmigración. Los dejaban en el barco. En cierto sentido, a cambio de las cortinas y de las sábanas. Con aquel niño tenía que haber pasado lo mismo. Debieron de decirse: si lo dejamos sobre el piano de cola, en el salón de baile de primera clase, a lo mejor se lo lleva consigo algún ricachón, y será feliz toda su vida. Era un buen plan. Funcionó a medias. No se hizo rico, pero sí pianista. El mejor, lo juro, el mejor.