Tocando el vacío
Desnivel ediciones, 2005
Desnivel ediciones, 2005
Se puede encontrar en tiendas de montañismo.
Un libro fascinante, de esos que se leen en una noche, porque no lo puedes dejar de lado hasta terminar.
Simpson describe la travesía que hizo, junto a su compañero Simon Yates, para alcanzar la cara occidental del Siula Grande, en Los Andes peruanos, su accidente y la lucha por tratar de llegar con vida al campamento base.
Este libro está catalogado como una de las obras maestras del montañismo. Tiene el plus de que su autor es un escalador experimentado, que además escribe bien, y no es sólo un buen escritor que ve externamente la historia vivida por otros. Además, otro punto muy a favor es que su lectura se hace más objetiva cuando, en aquellos momentos de paroxismo absoluto, se tiene la visión de su compañero (Yates).
Algunos fragmentos:
Sólo nosotros y las montañas… La vida aquí parece mucho más simple y más real. Es fácil dejar que los acontecimientos y las emociones fluyan sin pararse a mirar…
Envidié esa actitud de Simon de tomar las cosas tal y como venían. Tenía la fuerza suficiente para encajar los acontecimientos por el lado bueno, y la libertad de espíritu para disfrutarlos sin andar rumiando dudas y preocupaciones. Era más fácil verle riendo que enfadado, burlándose de sus propias desgracias tanto como de las de los demás. Alto y de complexión fuerte, poseía la mayoría de las ventajas de la vida y pocos de sus inconvenientes. Era un buen amigo: fiable, sincero, siempre dispuesto a ver la vida como algo divertido. Tenía el pelo rubio, ojos muy azules y risueños, y ese toque de locura que hace tan especiales a tan pocas personas. Yo estaba contento de haber decidido venir aquí como un equipo de dos. No había mucha más gente con la cual hubiera podido convivir tanto tiempo. Simon era todo lo que yo no era, todo lo que a mi me hubiera gustado ser.
Sólo nosotros y las montañas… La vida aquí parece mucho más simple y más real. Es fácil dejar que los acontecimientos y las emociones fluyan sin pararse a mirar…
Envidié esa actitud de Simon de tomar las cosas tal y como venían. Tenía la fuerza suficiente para encajar los acontecimientos por el lado bueno, y la libertad de espíritu para disfrutarlos sin andar rumiando dudas y preocupaciones. Era más fácil verle riendo que enfadado, burlándose de sus propias desgracias tanto como de las de los demás. Alto y de complexión fuerte, poseía la mayoría de las ventajas de la vida y pocos de sus inconvenientes. Era un buen amigo: fiable, sincero, siempre dispuesto a ver la vida como algo divertido. Tenía el pelo rubio, ojos muy azules y risueños, y ese toque de locura que hace tan especiales a tan pocas personas. Yo estaba contento de haber decidido venir aquí como un equipo de dos. No había mucha más gente con la cual hubiera podido convivir tanto tiempo. Simon era todo lo que yo no era, todo lo que a mi me hubiera gustado ser.
Cuando de nuevo miró al frente y vino hacia mí descubrí la tensión en su rostro. El día no había sido agradable ni divertido, y cuando llegó a mi lado el miedo fue contagioso. Nuestra alarma se expresó en parloteos de voces trémulas, rápidas cascadas de maldiciones y frases repetidas una y otra vez hasta que nos calmamos.
En aquel momento, acuclillado junto al hoyo del que acababa de salir, y tratando de recobrar el aliento, miré hacia atrás y quedé atónito al darme cuenta que, a través de la arista, podía ver el bostezo del abismo que se abría por debajo de ella.
No lloraba de dolor: me compadecía a mí mismo, puerilmente, y ante aquel pensamiento no podía evitar las lágrimas. La muerte me había parecido tan lejana, y sin embargo ahora todo estaba teñido de ella.
Me miró. Tal vez su mirada fue demasiado larga y dura, porque volvió el rostro con rapidez. No con la suficiente rapidez, no obstante: tuve tiempo de ver su cara fugazmente, pero en aquel instante supe lo que estaba pensando. Tenía un curioso aire de desapego. Me sentí acobardado al verlo, súbitamente me sentí extraño, muy distinto a él. Sus ojos estaban llenos de pensamientos. Pena. Pena y algo más: esa distancia que se concede a un animal herido al que no se puede ayudar. Simon había tratado de ocultarlo, pero yo lo vi, y retiré la vista lleno de miedo y preocupación.
Encantado y asombrado, sentí ganas de reír. En un pequeño intervalo de tiempo mi ánimo oscilo de la desesperación a un confuso optimismo, y la muerte pareció quedar relegada a una vaga posibilidad en lugar de un hecho inevitable.
Grité en la oscuridad y oí una voz lejana e ininteligible. No supe bien si había sido Simon o el eco de mi propio grito.
Cada vez que pensaba en la muerte, la suya o la mía, la idea llegaba desprovista de toda emoción, cuajada de realismo. Estaba demasiado cansado para preocuparme.
En aquel momento, acuclillado junto al hoyo del que acababa de salir, y tratando de recobrar el aliento, miré hacia atrás y quedé atónito al darme cuenta que, a través de la arista, podía ver el bostezo del abismo que se abría por debajo de ella.
No lloraba de dolor: me compadecía a mí mismo, puerilmente, y ante aquel pensamiento no podía evitar las lágrimas. La muerte me había parecido tan lejana, y sin embargo ahora todo estaba teñido de ella.
Me miró. Tal vez su mirada fue demasiado larga y dura, porque volvió el rostro con rapidez. No con la suficiente rapidez, no obstante: tuve tiempo de ver su cara fugazmente, pero en aquel instante supe lo que estaba pensando. Tenía un curioso aire de desapego. Me sentí acobardado al verlo, súbitamente me sentí extraño, muy distinto a él. Sus ojos estaban llenos de pensamientos. Pena. Pena y algo más: esa distancia que se concede a un animal herido al que no se puede ayudar. Simon había tratado de ocultarlo, pero yo lo vi, y retiré la vista lleno de miedo y preocupación.
Encantado y asombrado, sentí ganas de reír. En un pequeño intervalo de tiempo mi ánimo oscilo de la desesperación a un confuso optimismo, y la muerte pareció quedar relegada a una vaga posibilidad en lugar de un hecho inevitable.
Grité en la oscuridad y oí una voz lejana e ininteligible. No supe bien si había sido Simon o el eco de mi propio grito.
Cada vez que pensaba en la muerte, la suya o la mía, la idea llegaba desprovista de toda emoción, cuajada de realismo. Estaba demasiado cansado para preocuparme.
Las palabras se deshicieron en medio de la nieve y el viento, dirigidas a nadie en particular, con el furor estremecido de la amargura y el agravio. Palabras estúpidas, tan exentas de significado como el viento vacío y sibilante que me rodeaba. La cólera crecía en mí. Me reconfortaba, me agitaba, expulsando el frío en una diatriba de obscenidades y lágrimas de frustración.
El golpe me aturdió. Durante un lapso de tiempo el dolor desapareció. Mientras tanto mi cerebro navegaba mareado y enfermo, a medio camino entre la conciencia y el olvido.
Por encima de mí volaron luces brillantes, y la habitación comenzó a navegar ante mis ojos. Tenía que decir algo… Tenía que detenerles. La oscuridad se filtró bajo las luces y lentamente todos los sonidos se ahogaron en el silencio.
Por encima de mí volaron luces brillantes, y la habitación comenzó a navegar ante mis ojos. Tenía que decir algo… Tenía que detenerles. La oscuridad se filtró bajo las luces y lentamente todos los sonidos se ahogaron en el silencio.