02 febrero 2008

John Kennedy Toole (La conjura de los necios, 1980)

A confederacy of dunces
Anagrama, 1992


… el nuevo destino de Pedro Labrador sería muerte, destrucción, anarquía, progreso, ambición y auto-superación. Iba a ser un destino malévolo: ahora se enfrentaba a la perversión de tener que IR A TRABAJAR.

El doctor Talc tenía fama como conferenciante por su ingenio ágil y sarcástico y por sus generalizaciones fácilmente digeribles, que le hacían popular entre las estudiantes y le ayudaban a ocultar su falta de conocimiento de casi todo en general y de la historia inglesa en particular.

—¿Qué pasa, amigo? ¿No habíamos quedado que estaría una hora entera?
—Somos los dos afortunados por el hecho de que haya podido regresar siquiera. Sepa que han atacado de nuevo.
—¿Quién?
—El sindicato del crimen. Dios sabe quiénes son. Mire mis manos —Ignatius plantó sus dos manazas delante de la cara del viejo—. Todo mi sistema nervioso está a punto de rebelarse contra mí por someterlo a este trauma. Si caigo de pronto en una crisis nerviosa no se extrañe.
—¿Qué demonios pasó?
—Un miembro del inmenso hampa juvenil me acorraló en la Calle Carondelet.
—¿Le robó a usted? —preguntó nervioso el viejo. —Brutalmente. Me colocó en las sienes una pistola grande y oxidada. En realidad, me la aplicó directamente sobre un punto vital, impidiendo que la sangre me circulara por el lado izquierdo de la cabeza durante un buen rato.
—¿En la Calle Carondelet a esta hora del día? ¿Y no intervino nadie?
—Por supuesto que no. La gente alienta a los delincuentes en estos casos. Quizás experimente una especie de placer ante el espectáculo de un pobre y afanoso vendedor al que se humilla públicamente. Quizá quisiesen respetar el espíritu de iniciativa del muchacho.
—¿Y qué aspecto tenía?
—El de miles de jóvenes. Granos, tupé, adenoides, el equipaje adolescente standard. Quizá tuviera alguna marca de nacimiento o una rodilla débil. La verdad es que no puedo acordarme. Cuando me incrustó la pistola en la cabeza, me desmayé por falta de riego en el cerebro y por el miedo. Mientras estaba allí tumbado en la acera, parece ser que saqueó el carro.
—¿Cuánto dinero se llevó?
—¿Dinero? No robó dinero. En realidad, no había dinero que robar, pues no había conseguido vender ni uno de esos manjares siquiera. Robó las salchichas.
»En fin, al parecer, no se las llevó todas. Cuando recobré el conocimiento, examiné el carro. Aún quedan una o dos, creo.
—Nunca oí nada parecido.
—Quizá tuviera mucha hambre. Quizás alguna deficiencia vitamínica de su organismo en desarrollo necesitase urgentemente una compensación. El deseo humano de alimento y de sexo es relativamente similar. Si hay violaciones a mano armada, ¿por qué no habría de haber robos de salchichas a mano armada? No veo nada insólito en el asunto.
—Todo eso es un cuento.
—¿Un cuento? El incidente es sociológicamente válido. La culpa la tiene nuestra sociedad. Los jóvenes, enloquecidos por sugestivos programas de televisión y publicaciones lascivas se han dedicado, al parecer, a asociarse con ciertas adolescentes más bien convencionales que se niegan a participar en sus imaginativos programas sexuales. Sus deseos físicos insatisfechos han de buscar, en consecuencia, una sublimación en la comida. Yo, por desgracia, fui la víctima de todo esto. Podemos dar gracias a Dios de que el muchacho haya recurrido a la comida como vía de desahogo. Si no, podría haberme violado allí mismo en plena calle.

Ignatius cojeó alrededor del señor Clyde para demostrarlo, arrastrando las botas por el aceitoso cemento.
—Pare ya de una vez, gordinflón. No está usted tullido ni inválido.
—Aún no del todo. Pero hay varios huesecillos y ligamentos que empiezan a alzar la bandera blanca de la rendición. Mis aparatos físicos parecen disponerse a declarar una especie de tregua. El aparato digestivo ha dejado de funcionar casi completamente. Es muy posible que haya empezado a formarse un tejido sobre mi válvula pilórica, cerrándola para siempre.


Nota sanitaria: Asombroso aumento de peso, debido sin duda a la angustia que me causa la creciente hostilidad de mi madre querida. Es un axioma de la naturaleza humana el que la gente aprende a odiar a los que la ayudan. Así, mi madre se ha vuelto contra mí.

—Mi personalidad tiene muchas facetas.
—Me asombras —el joven miró detenidamente el atuendo de Ignatius—. Pensar que te dejan andar suelto por ahí. En cierto modo, te respeto.
—Muchísimas gracias —el tono de Ignatius era suave, complacido—. La mayoría de los necios no entienden mi visión del mundo en absoluto.
—Me lo imagino, me lo imagino.
—Sospecho que bajo tu fachada ofensiva y vulgarmente afeminada, puede haber una especie de alma. ¿Has leído suficientemente a Boecio?
—¿A quién? Oh, Dios mío, no. Yo no leo siquiera los periódicos.
—Entonces, debes iniciar inmediatamente un programa de lecturas, para que puedas llegar a comprender las crisis de nuestra época —dijo solemnemente Ignatius—. Empezaremos con los últimos romanos, incluido Boecio, claro. Luego, profundizaremos extensamente en la Alta Edad Media. Podrás dejar a un lado el Renacimiento y la Ilustración. Todo eso es más que nada propaganda peligrosa. Ahora que lo pienso, será mejor que te saltes también a los románticos y a los Victorianos. En cuanto al período contemporáneo, deberías estudiar algunos cómics seleccionados.
—Eres fantástico.
—Te recomiendo especialmente Batman, porque tiende a trascender la sociedad abismal en que se encuentra. Su moral es bastante rigurosa, además. Le respeto muchísimo.


La naturaleza hace a veces un tonto; pero un fanfarrón siempre es obra del hombre (Addison).

Ahora que estaba ya en la calle, tenía un problema. La comedia refinada se estrenaba precisamente este día en el RKO Orpheum. Había logrado sacarle a su madre doce centavos para el transporte de vuelta a casa, aunque hasta eso le había regateado. Tenía que vender, fuese como fuese, y deprisa, cinco o seis bocadillos, aparcar el carro en algún sitio y entrar en aquel cine para que sus incrédulos ojos bebieran cada blasfemo instante tecnicoloreado.

—¿Cómo ha acabao un blanco como tú, que habla tan bien, vendiendo salchichas, dime?
—Echa el humo para otro lado, por favor. Mi sistema respiratorio no funciona, por desgracia, a pleno rendimiento. Sospecho que eso se debe a que la concepción fue particularmente débil por parte de mi padre. Debió emitir el esperma de forma un tanto descuidada.
Esto es una suerte, pensaba Jones. El tipo gordo había caído del cielo justo cuando más le necesitaba.
—Tú estás chiflao, hombre. Tendrías que conseguirte un buen trabajo, un Buick grande, toa esa mierda. ¡Juá! Aire acondicionao, tele en coló...