Punto de Lectura, 2008
Cuando la había vuelto a ver después de todo ese tiempo, tenía expresión tensa y recursos físicos apenas suficientes para afrontar la situación con eficacia. Su cuerpo había pasado por una guerra y, como en el amor, había usado todo su ser.
No cesaban de llegar soldados con el cuerpo destrozado, se enamoraban de mí durante una hora y morían. Era importante recordar sus nombres. Pero yo no dejaba de ver al niño, siempre que morían, siempre que los barrían. Algunos se erguían e intentaban desgarrarse todas las vendas para poder respirar mejor. Algunos, cuando morían, estaban preocupados por pequeños rasguños en los brazos. Y después venía el borboteo en la boca: la burbuja final. Una vez me incliné a cerrar los ojos de un soldado y los abrió y dijo con una mueca de desprecio: “¿Es que no puedes esperar a que me haya muerto?” Se irguió y tiró al suelo de un manotazo todo lo que llevaba en la bandeja. ¡Lo furioso que estaba! ¿Quién desearía morir así? Morir con esa rabia. Después, siempre esperaba el borboteo en la boca. Ahora conozco la muerte. Conozco todos los olores. Sé cómo hacerles olvidar la agonía, cuándo ponerles una rápida inyección de morfina, o la solución salina para hacerlos evacuar el vientre antes de morir. Todo puñetero general debería haber pasado por mi trabajo. Debería haber sido requisito previo para dar la orden de cruzar un río. ¿Quién demonio éramos nosotros para que se nos encomendara aquella responsabilidad? ¿Para que se esperase que tuviéramos el saber de sacerdotes ancianos para guiarlos hacia algo que ninguno deseaba y en cierto modo consolarlos? Nunca pude creerme los servicios que se oficiaban por los muertos, su vulgar retórica. ¡Cómo se atrevían! ¡Cómo podían hablar así sobre la muerte de un ser humano!
Crees que estoy enfadado contigo, ¿verdad?, porque te has enamorado. ¿No? Un tío celoso de su sobrina. Me da terror tu situación. Quiero matar al inglés, porque eso es lo único que puede salvarte, sacarte de aquí. Y está empezando a caerme bien. Deserta de tu puesto. ¿Cómo va a poder amarte Kip, si no eres lo bastante lista para hacer que deje de arriesgar la vida?
La mitad de los días no soporto no poder tocarte. El resto del tiempo tengo la sensación de que no me importaría no volver a verte. No es cosa de moralidad, sino de capacidad de resistencia.
La vida de ella con otros ya no le interesaba. Sólo quería su majestuosa belleza, el teatro de sus expresiones. Quería la diminuta y secreta imagen que había entre ellos, la profundidad de campo mínima, su intimidad de extraños, como dos páginas de un libro cerrado.
El paciente paseó la mirada por la larga cama, en cuyo extremo se encontraba Hana. Después de haberlo bañado, la muchacha rompió la punta de una ampolla y se volvió hacia él con la morfina. Una efigie, una cama. El inglés bogaba en el barco de morfina. Ésta corría por sus venas e implosionaba el tiempo y la geografía del mismo modo que un mapa comprime el mundo en una hoja de papel de dos dimensiones.
Ellos vivían bien; una intensa vida social en la que yo participaba de vez en cuando: cenas, recepciones, actos que normalmente no me habrían interesado, pero a los que ahora asistía porque ella estaba presente. Soy un hombre que ayuna hasta que ve lo que desea.
Siempre había querido palabras, le encantaban, se había criado con ellas. Las palabras le daban claridad, le aportaban razón y forma. En cambio, yo pensaba que las palabras deformaban los sentimientos, como ocurre con los bastones, al introducirlos en el agua.
Estoy convencido de que, cuando conocemos a las personas de las que nos enamoramos, hay un aspecto de nuestro espíritu que hace de historiador, un poquito pedante, que imagina o recuerda una ocasión en que el otro pasó por delante con total inocencia…. Pero todas las partes del cuerpo deben estar preparadas para el otro, todos los átomos deben saltar en una dirección para que se produzca el deseo.
Morimos con un rico bagaje de amantes y tribus, sabores que hemos gustado, cuerpos en los que nos hemos zambullido y que hemos recorrido a nado, como si fueran ríos de sabiduría, personajes a los que hemos trepado como si fuesen árboles, miedos en los que nos hemos ocultado, como en cuevas.