15 agosto 2011

Cuentos completos (Alfredo Bryce Echenique)


Alfaguara, 2002

Con Jimmy, en Paracas

Era muy bello; Jimmy era de una belleza extraordinaria: rubio, el pelo en anillos de oro, los ojos azules achinados, y esa piel bronceada, bronceada todo el año, invierno y verano, tal vez porque venía siempre a Paracas. No bien se había sentado, noté algo que me pareció extraño: el mismo mozo que nos odiaba a mi padre y a mí, se acercaba ahora sonriente, servicial, humilde, y saludaba a Jimmy con todo respeto; pero éste, a duras penas le contestó con una mueca. Y el mozo no se iba, seguía ahí, parado, esperando órdenes, buscándolas, yo casi le pido a Jimmy que lo mandara matarse. De los cuatro que estábamos ahí, Jimmy era el único sereno.

Dijo que se cagaba en la mar serena



No soy de Zaragoza, nunca había estado allí, y si bajé del tren en esa ciudad fue precisamente porque no conocía a nadie y porque andaba medio tristón al cabo de un largo viaje, pueblos, trenes, ciudades, durante el cual noté que la gente andaba soñando a plazos excesivamente breves, cinco amigos, sobre todo. Fue bastante difícil para mí.


Algo que tal vez deba contar es que en Huelva conocí a un gordo feliz e inteligente. Estaba sentado en un café y me metió letra con una facilidad envidiable. Esa noche el gordo deseaba más cerveza de esa misma marca y en el café había un gran stock y él tenía dinero para bebérselo íntegro. Tres horas después de las primeras palabras, ¿de cuál de las ex colonias le viene a usted ese acento, amigo?, ja-ja-ja…, se lo conté todo.
- ¿Y tú por qué les llenas el pozo?

- La verdad es que lo hago por temor…
- Temor mezclado con algo de bondad, de cobardía y con una gran capacidad para perder el tiempo.
- Todo puede ser.


El gordo era inteligente y se quedó tan feliz.

… Me llenó el vaso y esperó a que me lo bebiera. Me lo volvió a llenar y me dijo bebe y yo bebí porque acababa de captar que no quería emborracharme, lo que quería era invitarme y lo otro. La verdad, ya no me costó trabajo beber. Traté de recordar el instante en que ya no me estaba agarrando y sentí sus dedos donde ya no estaban. La realidad se me iba empañando.
- ¿Cuál de los dos eres? – me dijo, examinándome los ojos.
-
- Que no te vea mi madre porque se echa a llorar.
- Mañana me voy – dije, entrando en mi terreno -. Mañana me voy temprano.
La cerveza me ayudaba a cabalgar sobre lo lógico, y había una pregunta que me parecía importante repetirle.
- ¿Eres piloto? – me bebí íntegro mi vaso y pedí más. Más para los dos.
- Él era el piloto. Mi hermano.
Se ladeó como si fuera a preguntarme tiernamente cuál de los dos era, pero en ese instante nos acercaron la cerveza y decirle gracias al mozo como que nos enfrentó con lo que se venía: yo retrocedí un paso y él enderezó su cabeza de palo.

Parece que yo llevaba mucho rato sin hablar porque dijo que se cagaba en la puta de oros y perdió el equilibrio como empujado por algo muy fuerte. Yo reaccioné en el acto y le puse todo lo contado al alcance de su mano, recurriendo a cierta experiencia y a otro aplastón que me dejó nuevamente sin rabillo del ojo. Mi lucha contra el humo continuaba y tuve que ir al baño para apagarme definitivamente el rabillo del ojo. Cuando regresé me di con más mesas sobre más mesas, un montón de sillas arriba, otro montón chorreando por los costados, y, en un rincón, diciéndole al mozo quítate o te mato, a Antonio en la actitud de un gladiador que acaba de matar a un león y espera al siguiente. Me miraba jadeante y yo pedí cerveza para todos. Ahí me di cuenta de que los cuatro hombres y la mujer que podía ser una puta se habían marchado ya. Miré hacia fuera y empezaba a amanecer. Estaba mirando hacia el suelo para ver si había aserrín, cuando sentí que me abrazaban por la cintura y que era bien fácil volar. Me hacían cosas rarísimas. Ya estaba en el segundo piso de mesas pero por detrás me seguían empujando para que alcanzara las sillas. De pronto noté que ya no me empujaban. “¡Coño!”, gritaron detrás de mí. “Hasta ahí llegaste tú solo”.


Conociéndome, debí haber sido yo, fui yo el que se desparramó sobre las últimas dos sillas, volteando luego a mirar cuánto trabajo le costaba a Antonio llegar hasta allá arriba. No era fácil escalar esa montaña. El mozo tenía que saber que nadie hasta entonces había llegado hasta allá arriba. Tenía que saber, el hijo de puta, que nunca nadie había podido vencer esas cumbres heladas. ¡Nadie! El mozo tenía que dar vivas por la solitaria expedición española. Que no llegaba. Que sí llegaba…

¡Al agua patos!

Cuántas cosas para que el niño se entregara había en la casa. Y después, más allá, la casa se extendía libremente hacia un montón de cosas más para que él las mirara algún día preguntando y le llegaron las primeras historias de los picapedreros desde ese espacio sin más límites que las montañas siempre al fondo por donde las miraras, cerrando oscuras el mundo donde se acababa la dicha de los días eternamente soleados, de los días que siempre regresaban porque tía Tati, antes de apagarle la luz, le pedía por favor que le prestara su sol a otros continentes, a niños de otros continentes, sólo así, con tanta generosidad, no tardaba en quedarse dormido. Y a amanecer con el peso del sol sobre las manos que aún no habían tocado nada de este mundo sintiendo el calor saludable al proteger sus ojos dormilones porque tía Tati acababa de abrir las cortinas llenándolo una vez más de confianza en alguna sensación aún no puesta al borde de una palabra como la palabra felicidad con sus cuatro sílabas (sobre todo o por ejemplo) añadidas unas a otras en una suerte de carrera en la que al mismo tiempo hay que guardar el equilibrio y correr y saltar, demasiado que aprender en una distancia que tiene tan sólo cuatro sonidos.

En ausencia de los dioses



- Y heme aquí – se dijo, con esa voz alta de los borrachos cabizbajos de las barras.
Y Daughter había salido alta y a sus expectativas, porque tenía todo el encanto del mundo y además vivía como ausente de ese encanto, doblemente encantadora, maravillosa, y además se parecía a su madre pero tenía algo que su madre nunca tuvo y era esa manera en que tres horas antes, por ejemplo, le había dicho: “si quieres me quedo un día más, papá”.
- Su madre, en cambio, se quedó toda la vida menos.

Una carta a Martín Romaña

El doctor Del Águila lloraba emocionado y me decía que me envidiaba muchísimo porque el célebre doctor Von Stauffenberg me había introducido el dedo y me había tocado (to-ca-do) mi próstata, la próstata que él dentro de unos instantes iba a tener (no sabía si el honor o el placer) que tocar.
Del doctor Von Stauffenberg pasamos a mi próstata. Se la describí de una manera tan convincente que, en un momento dado, miró con tal atención la mesa que nos separaba, que vio (vimos) mi próstata ahí, entre un secante, un bolígrafo, y las hojas de papel que utiliza para sus recetas. A fin de que no hubiera ni el más mínimo error y para que viera (viéramos) mi próstata, en un arranque de entusiasmo me la saqué y la puse donde antes había estado mi próstata descrita. El doctor Del Águila volvió a abrazarme, gruesas lágrimas se deslizaron por sus mejillas al ver que yo delicadamente la acomodaba sobre un pedazo de papel que tenía el membrete del doctor Von Stauffenberg, pues para que estuviera enterado le había llevado todos y cada uno de los documentos que con forman la biografía de mi próstata. El rey de las próstatas habidas y por haber se emocionó aún más y dulcemente, tiernamente, científicamente, tocó con un dedo y con un aire de admiración mi próstata que, tímida y ruborizada, no logró abrir ninguno de sus lóbulos y sólo pestañeó imperceptiblemente…

El Papa Guido Sin Número



- Carlos, seamos amigos… ¿Por qué no me llevas a esa cantina que se llama Aquí se está mejor que al frente?

- Salud – me dijo mirándome fijo y sonriente.

- Salud – le dije, horas más tarde, cayéndome de aguardiente y cariño, allá en Aquí se está mejor que al frente.

Apples

Hay viajes, ni siquiera viajes, porque son simples recorridos por la ciudad, por un barrio de la ciudad, y que sin embargo resultan interminables, dolorosas aventuras de condensación, de descubrimiento. Y hay descubrimientos que no son más que el enorme resumen de todos nuestros problemas, Juan. Las flores que aquí te traigo, me digo, me lo repito ansiosa de llegar a tu departamento, luchando con las esquinas, todas aquellas esquinas por las que puedo torcer a la derecha, a la izquierda, y nunca llevarte nada. Y aquella esquina definitiva por la que he deseado irme a veces para siempre. He tratado de hacerlo, pero ya sé, ya sé, tu amor gana, como todas las veces aquellas en que huí y te fui dejando huellas para que me encontraras. Nunca he amado así, tampoco, pero también a eso le tengo miedo.

Cómo y por qué odié los libros para niños



Cuando me mandan un manuscrito o un libro a quemarropa siento, en cambio, la terrible tentación de reaccionar como el Duque de Albufera, cuando Proust le envió un libro y luego lo llamó para ver si lo había recibido. El propio Proust narra con desenfado su conversación con su amigo Luigi:

—Mi querido Luigi, ¿has recibido mi último libro?

—¿Libro, Marcel? ¿Tú has escrito un libro?

—Claro, Luigi; y además te lo he enviado.

—¡Ah!, mi querido Marcel, si me lo has enviado, de más está decirte que sí lo he leído. Lo malo es que no estoy muy seguro de haberlo recibido.

El invencible (Stanislav Lem)


Niezwycinezony, 1964

Editorial Minotauro, 2002
Rohan fue uno de los últimos en abandonar El Cóndor. Se sentía mareado y enfermo. Tenía la impre­sión de haber vivido una pesadilla, un sueño invero­símil. Pero los rostros desencajados de los otros eran demasiado elocuentes. Transmitió un breve mensaje a El Invencible. Parte del grupo permaneció a bordo de El Cóndor, tratando de poner un poco de orden. Rohan les pidió que fotografiaran previamente todos los lugares, y que anotaran todo lo que habían encontrado.
Luego emprendió el regreso junto con Ballmin y Gaarb, uno de los biofísicos. Jarg timoneaba el vehículo. El rostro ancho, habitualmente sonriente, estaba sombrío y como encogido. El pesado tractor se sacudía por los golpes bruscos que Jarg, un conductor siempre hábil y experimentado, aplicaba de tanto en tanto al acelera­dor. Arrojando a ambos lados grandes chorros de arena, el vehículo se internó entre las dunas. Delante avan­zaba un ergo-robot vacío, que los protegía con un campo de fuerza. Todos guardaban silencio, ensi­mismados.

Rohan casi tenía miedo de encontrarse cara a cara con el astronauta; no sabía qué decirle. Se había reservado uno de los hallazgos más espeluznantes, quizá el más incomprensible. En el cuarto de baño del octavo piso había encontrado varios trozos de jabón con huellas inconfundibles de dientes humanos. Era imposible que aquellas mordeduras obedecieran a un estado de ham­bruna en la nave. Los víveres se acumulaban en los depósitos; hasta la leche, en la cámara fría, estaba per­fectamente conservada.



-Los estoy saludando... el humo flota ahora en dirección a ellos... en cuanto se disipe... Jarg ¿qué pasa? ¿Qué? ¿Cómo?... ¡Hola, hola, muchachos!
El grito de Gaarb vibró un instante en la cabina y se cortó en seco. Rohan escuchó un rato: el zumbido de los motores fue amortiguándose, y al fin cesó del todo; ahora oían pasos precipitados, llamadas confusas, una exclamación, y otra; luego, silencio.
-¡Hola! i Gaarb! ¡ Gaarb! -llamó Rohan una y otra vez con los labios resecos.
Los pasos en la arena se acercaban. Había ruidos parásitos en el micrófono.
-¡Rohan! -la voz de Gaarb era distinta, jadeaba­-. ¡Rohan! ¡Maldición! ¡Están igual que Kertelen! ¡Están inconscientes, no nos reconocen, no hablan...! Rohan, ¿me oye?
-Lo oigo, sí. ¿Todos, todos en el mismo estado?
-Me parece que sí. No sé todavía. Jarg y Terner los están observando uno por uno.
-¿Cómo es posible? ¿Y el campo?
-Desconectado. No hay campo. No sé qué ha pasado. Se diría que lo desconectaron.
-¿Rastros de combate?
-No, ninguno. Los vehículos están detenidos, intactos, sin ninguna avería; y ellos, ellos están acostados, senta­dos. Los sacudimos pero no reaccionan. ¿Qué? ¿Qué pasa allí?
Rohan oyó una voz lejana, interrumpida por un aullido interminable.. Apretó las mandíbulas, procuran­do vencer la sensación de náusea que le subía de la boca del estómago.
-¡Dios todopoderoso! ¡Es Gralew! -La voz horro­rizada de Gaarb.- ¡Gralew, Gralew! ¿No me reco­noces?
El jadeo de Gaarb, amplificado por el altoparlante, llenó de pronto la cabina.
-Gralew también -dijo por fin, sin aliento. Calló un instante, como para reponerse.
-Rohan, no sé si podremos, solos. Hay que sacarlos de aquí. Envíenos más hombres ¿quiere?
-En seguida.
Una hora más tarde un cortejo de pesadilla se dete­nía bajo el casco metálico del supercóptero. De los veintidós hombres que habían partido sólo quedaban dieciocho; se ignoraba la suerte que habían corrido los otros cuatro. La mayor parte del grupo no se resistió, pero cinco de los hombres rehusaron abandonar el lugar y hubo que llevarlos por la fuerza. Fueron transporta­dos en camillas hasta la enfermería improvisada en el puente inferior del supercóptero. Los trece restantes, de terrible aspecto, con rostros rígidos como máscaras, fueron instalados en una cabina donde se dejaron acos­tar sin oponer resistencia. Tuvieron que desvestirlos y quitarles las botas; parecían bebés desvalidos. Rohan, testigo mudo de esta escena, de pie entre las hileras de cuchetas, notó que los hombres rescatados estaban casi todos tranquilos; los otros, en cambio, los que fueran traídos de viva fuerza, continuaban retorciéndose y gimiendo.

Si Horpach se encontrase allí, le diría todo lo que pensaba. Le diría, sí, que era una petulancia ridícula y a la vez una locura ese afán de "victoria a cualquier precio", esa "heroica perseverancia del hombre", esa obsesión de vengar a los camaradas muertos, cuando ellos mismos los habían condenado a esa muerte... Reconozcamos que fuimos imprudentes, que confiamos demasiado en nuestras armas poderosas, que hemos cometido errores, y que ahora hemos de pagar las con­secuencias. Nosotros, s o nosotros somos los respon­sables.
Así reflexionaba Rohan a la tenue luz de la cabina; los ojos le ardían, como si tuviera arena bajo los pár­pados. El hombre -lo comprendía ahora en un destello de clarividencia- no se ha elevado aún al pináculo que cree haber alcanzado; no ha merecido aún acceder a la posición presuntuosamente llamada cosmocéntrica. Esa idea acariciada desde la antigüedad, que no consiste sólo en buscar criaturas semejantes al hombre y en apren­der a comprenderlas, sino más bien en abstenerse de interferir en todo aquello que no concierne al hombre, en todo cuanto le es ajeno. Conquistar el espacio, sí ¿por qué no? Mas no atacar lo que ya tiene existencia propia, aquello que en el transcurso de millones de años ha creado su propio equilibrio, que no es tributario de nada ni de nadie, excepto de las fuerzas de radiación y de la materia: una existencia activa, ni mejor ni peor que la de los compuestos aminoácidos que llamamos hombres o animales.

A ese Rohan, a ese hombre que ahora creía entender que habla muchas formas de existencia, le llegó de pronto -como una aguja que le atravesara los nervios­ el aullido agudo e insistente de las sirenas de alarma.


Rohan quería preguntar algo más, pero no se atrevía. Horpach lo miraba como si esperase que dijera algo. Pero Rohan no sabía qué decir. ¿Supondría por ventura el astronauta que él, sin ayuda de nadie, había encon­trado un medio más perfecto que los sabios, los ciberne­tistas, los estrategas y los cerebros electrónicos? Sería absurdo. Y sin embargo, seguía mirándolo expectante, con una paciencia infinita. Ninguno de los dos hablaba. El grifo del lavabo goteaba a intervalos regulares, con un ruido inusitadamente sonoro en el silencio absoluto de la cabina. Y de ese silencio algo brotó y flotó entre ellos, algo que rozó las mejillas de Rohan con un hálito gla­cial. Ya sentía que el frío le invadía la cara, le apretaba la nuca y las mandíbulas, le contraía la piel, y no podía apartar la mirada de los ojos acuosos, ahora indecible­mente viejos del astronauta. No veía nada fuera de esos ojos. Y ahora sabía.
Con lentitud, sacudió la cabeza. Era como si dijese "sí". "¿Comprendes?" preguntaba la mirada del astro­nauta. "Comprendo" respondió Rohan con la mirada. Pero a medida que veía todo más claro, más sentía que era imposible. Nadie tenía el derecho de exigirle a él nada semejante, nadie, ni siquiera él mismo. Seguía callado, como antes, pero ahora fingía no saber nada, no tener ni la más remota idea de nada. Se aferraba a una esperanza ingenua: como no había pronunciado ninguna palabra, podía negar lo que las miradas ya habían dicho. Podría mentir, simular incomprensión, pues sabía que Horpach no sería el primero en hablar. Pero el viejo adivinaba los pensamientos, se daba cuenta de todo. Así permanecieron largo rato, inmóviles, sen­tados frente a frente. De pronto, la mirada de Horpach se dulcificó. Ya no era expectante ni imperiosa, sino sólo compasiva. Ere como si dijese: "Está bien. Comprendo. ¡Que así sea!"
El comandante bajó los ojos. Un instante apenas, y las palabras no dichas y el mudo diálogo de miradas se desvanecerían para siempre. Pero ese movimiento de cabeza del astronauta, ese gesto de resignación inclinó la balanza. Rohan se oyó decir:
-Iré.
Horpach lanzó un profundo suspiro, pero Rohan, sobrecogido por la palabra que acababa de pronunciar, no lo advirtió.