28 febrero 2009

Stephen King (El resplandor, 1977)


The shining
Debolsillo, 2004

—Ahí tiene usted todos los planos de fontanería —explicó—. No creo que tenga ningún problema de filtraciones, porque nunca las hubo, pero a veces las cañerías se congelan. La única manera de evitarlo es dejar correr un poco los grifos durante la noche, pero en este jodido palacio hay más de cuatrocientos grifos. El gordo maricón ese de arriba iría chillando todo el camino hasta Denver cuando viera el recibo del agua. ¿No tengo razón?
—Yo diría que es un análisis notablemente agudo.

Era poco más de medianoche. Jack y Al entraban en Barre por la carretera 31, Al sentado al volante de su «Jaguar», tomando sin precaución alguna de las curvas, pasándose a veces de la doble línea amarilla. Los dos iban muy borrachos; esa noche los marcianos habían aterrizado en gran número. Tomaron la última curva antes del puente a más de 110. En el camino había una bicicleta de niño, y hubo un chillido doloroso y agudo de la goma arrancada de los neumáticos del «Jag». Jack recordaba haber visto la cara de Al suspendida sobre el volante como una luna blanca y redonda. Después, el ruido de metal que se aplasta al chocar con la bicicleta aún a sesenta y cinco, el vuelo de ésta como un pájaro doblado y retorcido, el manillar que golpea el parabrisas y vuelve a salir por el aire, dejando ante los ojos desorbitados de Jack la telaraña astillada del cristal de seguridad. Un momento después, el golpe final, espantoso, al estrellarse en el camino a espaldas de ellos. Y algo que los sacudía desde abajo mientras los neumáticos lo aplastaban. El «Jag» patinó de costado, con Al aún aferrado al volante, y desde muy lejos Jack se oyó decir:
—Por Dios, Al, le hemos pasado por encima. Lo he sentido.


En alguna parte, en algún suplemento dominical o en un artículo de revista, Jack había leído que el siete por ciento de los accidentes automovilísticos queda sin explicar. No hay fallos mecánicos ni exceso de velocidad, ni alcohol ni mal tiempo. Simplemente un coche que se estrella en alguna parte desierta del camino, y el único ocupante, el conductor, muere, incapaz de explicar qué le sucedió. El artículo incluía una entrevista a un agente de Policía que pensaba que muchos de esos choques inexplicables se debían a la presencia de insectos en el coche. Avispas, una abeja, tal vez una araña o una polilla. El conductor se asusta y trata de aplastar el insecto o de bajar una ventanilla para dejarlo salir.
Tal vez el insecto lo pica; o simplemente, el conductor pierde el control. De cualquiera de las dos maneras... ¡bang!, y se acabó. Y el insecto, por lo general ileso, se va zumbando alegremente de entre el montón de restos humeantes, en busca de más tiernos pastos. El agente pensaba que al hacer la autopsia de esas víctimas, los forenses debían investigar la presencia de veneno de insectos, recordaba Jack.

Ahora, las cosas estaban peor en el «Overlook».
La nieve estaba próxima, y cuando llegara, las escasas opciones que tenían quedarían suprimidas. Y después de la nieve, ¿qué? ¿Qué entonces, cuando estuvieran encerrados allí, a merced de cualquier cosa que hasta ahora estuviera apenas jugando con ellos?


La puerta no se abría, no, no, no se abría.
Y entonces le llegó la voz de Dick Hallorann, tan de pronto e inesperadamente, tan calmada, que sus atenazadas cuerdas vocales se distendieron y el chico empezó a llorar débilmente, no de miedo sino de bendito alivio.
(No creo que puedan hacerte daño... son como las figuras de un libro... cierra los ojos y desaparecerán.)
Los párpados se le cerraron. Las manos se le contrajeron en puños. El esfuerzo de la concentración le encorvó los hombros:
(Nada ahí nada ahí ahí nada en absoluto NADA AHÍ ¡NO HAY NADA!)
El tiempo pasó. Y cuando empezaba a relajarse, a entender que la puerta no debía tener llave y que podía irse, entonces las manos sumergidas durante años, hinchadas, hediondas, se le cerraron suavemente en torno del cuello y lo obligaron implacablemente a darse la vuelta para mirar el rostro morado de la muerte.

27 febrero 2009

Jane Austen (Persuasión, 1817)


Persuasion
Plaza & Janés Ed., 1999

Al acabar la velada Anne no podía por menos de sonreír ante la idea de haber ido a Lyme a predicar resignación y paciencia a un hombre a quien nunca había visto; pero le sugería más serias reflexiones el hecho de que ella, como tantos otros moralistas y predicadores, desplegara su elocuencia sobre un punto en el que su propia conducta no podía resistir un examen demasiado severo.

Ahora pensaba Anne si a él se le ocurriría meditar acerca de sus propias opiniones respecto de las ventajas que reportan a la felicidad humana las personalidades firmes y resueltas, y si no sería un signo de discreción el que la tenacidad, como cualquier otra cualidad del alma, debe tener ciertos límites. Por un instante pensó que tal vez Frederick considerara que un temperamento hasta cierto punto dócil a la influencia ajena contribuye en ocasiones a la dicha más que otro inflexible y rígido.

Cierto que no debía considerarse imposible el que hubiera cambiado de forma de pensar; pero ¿quién se atrevería a garantizar los sentimientos de un hombre listo y cauteloso, ya bastante maduro para apreciar las ventajas de fingir un carácter agradable? ¿Cómo podría uno cerciorarse de la claridad y limpieza de su espíritu?

Nadie más que ella percibió el estremecimiento que conmovió todo su ser; pero se repuso de inmediato, persuadida de que aquello había sido una tontería incomprensible y absurda.

26 febrero 2009

Roberto Arlt (El juguete rabioso, 1926)


Gz Editores, 2005

Jubilosos de abochornar el peligro a bofetadas de coraje, hubiéramos querido secundarlo con la claridad de una fanfarria y la estrepitosa alegría de un pandero, despertar a los hombres, para demostrar qué regocijo nos engrandece las almas cuando quebrantamos la ley y entramos sonriendo en el pecado.

Lucio respondió con el codo.
Ahora le escuchábamos más próximo, y sus pasos retumbaban en mis oídos, comunicando la angustia del tímpano atentísimo al temblor de la vena.
Erguido, con ambas manos sostenía la palanca encima de mi cabeza, presto para todo, dispuesto a descargar el golpe... y en tanto escuchaba, mis sentidos discernían con prontitud maravillosa el cariz de los sonidos, persiguiéndolos en su origen, definiendo por sus estructuras el estado psicológico del que los provocaba
Con vértigo inconsciente analizaba:
"Se acerca... no piensa... si pensara no pisaría así... arrastra los pies... si sospechara no tocaría el suelo con el taco... acompañaría el cuerpo en la actitud... siguiendo el impulso de las orejas que buscan el ruido y de los ojos que buscan el cuerpo, andaría en punta de pies... y él lo sabe... está tranquilo."


Creía verla fuera del tiempo y del espacio, en un paisaje sequizo, la llanura parda y el cielo metálico de tan azul. Yo era tan pequeño que ni caminar podía, y ella flagelada por las sombras, angustiadísima, caminaba a la orilla de los caminos, llevándome en sus brazos, calentándome las rodillas con el pecho, estrechando todo mi cuerpecito contra su cuerpo mezquino, y pedía a las gentes para mí, y mientras me daba el pecho, un calor de sollozo le secaba la boca, y de su boca hambrienta se quitaba el pan para mi boca, y de sus noches el sueño para atender a mis quejas, y con los ojos resplandecientes, con su cuerpo vestido de míseras ropas, tan pequeña y tan triste, se abría como un velo para cobijar mi sueño.

Despacio consideraba sus encantos avergonzados de ser tan adorables, su boca hecha tan sólo para los grandes besos; veía su cuerpo sumiso pegarse a la carne llamadora de su desengaño e insistiendo en la delicia de su abandono, en la magnífica pequeñez de sus partes destrozables, la vista ocupada por el semblante, por el cuerpo joven para el tormento y para una maternidad, alargaba un brazo hacia mi pobre carne; hostigándola, la dejaba acercarse al deleite.

Para vender hay que empaparse de una sutilidad "mercurial", escoger las palabras y cuidar los conceptos, adular con circunspección, conversando de lo que no se piensa ni cree, entusiasmarse con una bagatela, acertar con un gesto compungido, interesarse vivamente por lo que maldito si nos interesa, ser múltiple, flexible y gracioso, agradecer con donaire una insignificancia, no desconcertarse ni darse por aludido al escuchar una grosería, y sufrir, sufrir pacientemente el tiempo, los semblantes agrios y malhumorados, las respuestas rudas e irritantes, sufrir para poder ganar algunos centavos, porque "así es la vida".

Allí bebimos, pero la vida giraba en torno nuestro como el paisaje en los ojos de un ebrio.

24 febrero 2009

Allen Ginsberg (La caída de América. Poemas de estos Estados 1965-1971)


The fall of America
Visor Madrid 1980
Traducción de Antonio Resines


Flash de los años treinta en Manhattan (1968, fragmento)

-las largas calles de piedra inanimadas,
multitudes de secretarios ejecutivos saliendo del metro
8:30 AM
Flujo sanguíneo en células a través de las arterias ascensor
y las glándulas de las escaleras
hacia una conciencia de máquina de escribir.

Choque de automóviles (1968, fragmento)

Los cigarros quemaron la juventud de mis papilas gustativas.

Universos imaginarios (1969, íntegro)

Bajo órdenes de disparar contra el espía, descargué
mi pistola contra su boca.
Cayó de bruces desde la posición de vida
dejó su cuerpo arrodillado y con los ojos vendados.

No, yo jamás hice eso. Lo imaginé en la nieve del aeropuerto,
mientras descargaba pasajeros un avión de Albany.

Sí, el muchacho con cara de mexicano, diecinueve años,
con ropa de Marine, en el asiento junto al mío
Que descendía en Salt Lake, acompañó el cadáver
de su hermano desde Vietnam.
“El Gook* estaba arrodillado frente a mí
llorando y suplicando. Había dos;
Tenía una tarjeta que habíamos regado sobre ellos.”
La tarjeta otorgaba inmunidad a aquellos del V.C.
que se rindieran.
“En recuerdo de mi mejor amigo y
de mi hermano maté a los dos Gooks.”
Eso era verdad, desde luego.

* Gook: término despectivo aplicado a los guerrilleros comunistas en Vietnam por las tropas americanas.

Ecologue (1970, fragmento)

¡Piernas rotas en Vietnam!
Ojos clavados en el cielo,
Ojos llorando a la tierra.
¡Millones de cuerpos doloridos!
¿Quién puede vivir con esta Conciencia
y no despertarse asustado al alba?

23 febrero 2009

Julio R. Ribeyro (Demetrio)

(gracias Juan Carlos)

Dentro de un cuarto de hora serán las doce de la noche. Esto no tendría ninguna importancia si es que hoy no fuera el 10 de noviembre de 1953. En su diario íntimo Demetrio von Hagen anota: "El 10 de noviembre de 1953 visité a mi amigo Marius Carlen". Debo advertir que Marius Carlen soy yo y que Demetrio von Hagen murió hace exactamente ocho años y nueve meses. Pocas semanas después de su muerte se publicó en un periódico local una nota mal intencionada que decía: "Como saben nuestros lectores, el novelista Demetrio von Hagen murió el 2 de enero de 1945. En su diario íntimo aún inédito se encontraron anotaciones correspondientes a los ocho años próximos. Se descubrió que lo escribía por adelantado". Únicamente la amistad que me unía a Demetrio me incitó a emprender investigaciones para las que no encuentro otro adjetivo que el clásico de minuciosas. Si bien no lo veía desde la última guerra, conservaba de él un recuerdo simpático y siempre me pareció un hombre probo, serio, sin mucha fantasía e incapaz de cualquier mixtificación. El hecho pues de que escribiera su diario por adelantado sólo sugería dos hipótesis: o era una broma de los periodistas, que habían cotejado mal las fechas de su diario inédito o se trataba más bien del principio de un interesante enigma. Cuando su cadáver fue trasladado a Utrecht -Demetrio murió misteriosamente en una taberna de Amberes- hice un viaje especial a dicha ciudad y extraje de la Biblioteca Municipal el manuscrito de su diario. Revisado superficialmente por los periodistas, quienes habían comprobado sólo la incongruencia de las fechas, el manuscrito se hallaba en un estado lamentable, lleno de quemaduras de cigarrillo y manchas de café. Con una paciencia de paleógrafo logré poco a poco ir descifrando sus páginas, esencialmente aquellas que se referían a los años subsiguientes a su muerte y que la presunción general tomaba por inventadas. En efecto, una lectura de primera mano podía robustecer esta opinión. Se hablaba allí de viajes prodigiosos, de amores ardientes y generalmente desesperados y de hechos también anodinos, como lo que comió en un restaurante o conversó con un taxista. Pero pronto un detalle me hizo prestar atención. En la página correspondiente al 28 de julio de 1948 decía: "Hoy asistí al sepelio de Ernesto Panclós". El nombre de Ernesto Panclós me era vagamente familiar. Recapacitando pude precisar que tal nombre correspondía al de un amigo común que tuvimos en la infancia. Inmediatamente traté de ubicar a sus familiares, lo que no pude lograr, pero revisando los periódicos de la época comprobé que efectivamente el 28 de julio de 1948 había sido inhumado el cadáver de Ernesto Panclós. Este aserto me intrigó un poco, pero no me curó de cierto escepticismo. Pensé que podría tratarse de una simple coincidencia o de un caso de adivinación no ajeno al temperamento de los artistas. Pero de todos modos quedé preocupado y sólo por el afán de tranquilizarme decidí llevar mis indagaciones hasta sus últimas consecuencias. En la página correspondiente al 14 de abril de 1949 decía: "Esta tarde tomaré el avión para Oslo y visitaré el Museo Nacional de la ciudad". Tuve que hacer una inquisición en todos los registros de las compañías aéreas, hasta que al fin descubrí que en la lista de viajeros de una de ellas figuraba el nombre de Demetrio von Hagen. Incitada mi curiosidad me traslade a Oslo y en el libro de visitantes ilustres del Museo Nacional aparecía registrada la firma de mi amigo. Fue entonces cuando comencé a sospechar que algo extraño había ocurrido. Varias veces acudí al cementerio de Utrecht a fin de mirar la lápida mortuoria y verificar el nombre y la fecha de deceso de Demetrio. Pero como esto no me satisfacía inicié un enojoso trámite burocrático a fin de obtener el permiso para una exhumación. Cuando lo obtuve hice examinar los despojos por los médicos legistas, quienes me certificaron que los restos correspondían efectivamente a Demetrio von Hagen.

Continuando la lectura del diario hube de hacer una nueva y definitiva comprobación. En la página escrita el 31 de agosto de 1951 decía: "Acabo de regresar de Alemania. No olvidaré nunca a Marion y a la pequeña comuna de Freimann. Mis relaciones con ella han sido breves pero alucinantes". Consideré que si lograba ubicar a Marion podría obtener una información directa e indubitable. No me fue fácil -Freimann no figuraba en los mapas y el nombre de Marion parecía ser atributo de la mayoría de las mujeres de esta comuna- y sólo al cabo de una agobiadora pesquisa pude dar con esta mujer. La descripción que me hizo de su antiguo amante coincidía con el aspecto de Demetrio y, aún más, tenía un hijo de sus relaciones con él. Cuando vi al vástago quedé pasmado. A pesar de ser una criatura, sus rasgos recordaban evidentemente a los de Demetrio. Completamente convencido, pero al mismo tiempo desconcertado por esta última comprobación, regresé a mi país y durante largo tiempo reflexioné, no sin temor de estar hollando un terreno prohibido, sobre estos singulares fenómenos. Incluso consulté la opinión de entendidos en la materia, pero todos acogieron mi solicitud con chanzas, se negaron a revisar mis pruebas y dijeron que alguno de los dos -el difunto o yo- debía estar loco. Los más corteses me hablaron en términos indiferentes de "prospección de la conciencia" o disimularon su ignorancia bajo la palabra azar.

Lo cierto es que en este momento mi confusión prevalece y pocas son las conclusiones que puedo sacar. Es evidente que Demetrio murió el 2 de enero de 1945, pero también es cierto que en 1948 asistió al entierro de Ernesto Panclós, que en 1949 estuvo en el Museo Nacional de Oslo y que en 1951 conoció en Freimann a Marion y tuvo con ella un hijo. Todo ello está debidamente verificado. Esto no quiere decir, sin embargo, que dichas fechas coincidieran con las del calendario oficial. El calendario oficial me ha llegado a parecer, después de lo ocurrido, una medida convencional del tiempo, útil solamente como referencia a hechos contingentes -vencimiento de letras de cambio, efemérides nacionales- pero completamente ineficaz para medir el tiempo interior de cada persona, que es en definitiva el único tiempo que interesa. Nuestra duración interior no se puede comunicar, ni medir, ni transferir. Es factible vivir días en minutos e inversamente minutos en semanas. Los casos son frecuentes, como es sabido, en los fenómenos de hipnotismo o en los estados de sobreexcitación o de éxtasis producidos por el amor, el miedo, la música, la fiebre, la droga, o la santidad. Lo que no me explico es cómo puede trasladarse esta duración subjetiva al campo de la acción, cómo se concilia el tiempo de cada cual con el tiempo solar. Es muy corriente pensar muchas cosas en un segundo, pero ya es más complicado hacerlas en ese lapso. Y lo cierto es que Demetrio von Hagen hizo muchísimas cosas en su tiempo personal, cosas que se cumplieron sólo después en el tiempo real. Y hay muchísimas cosas que hizo y que están aún por realizarse. Por ejemplo, para el año 1954 describe un viaje al Himalaya en el cual pierde por congelación la oreja izquierda. O, sin ir tan lejos, para hoy 10 de noviembre de 1953 señala una visita a mi casa. Esto sin embargo no me ha ocurrido a mí, no ha sucedido en mi tiempo, ni en el tiempo solar. Pero aún no ha terminado el día y todo puede ocurrir. En su diario no se precisa la hora y aún no son las doce de la noche. Puede, por otra parte, haber aplazado esta visita, sin haberlo anotado en su diario. Falta solamente un minuto y confieso sentir cierta impaciencia. El cuarto de hora solar en que he escrito estas páginas me ha parecido infinitamente largo. Sin embargo, no puedo equivocarme, alguien sube las escaleras. Unos pasos se aproximan. Mi reloj marca las doce de la noche. Tocan la puerta. Demetrio ya está aquí...

París, noviembre de 1953