The shining
Debolsillo, 2004
—Ahí tiene usted todos los planos de fontanería —explicó—. No creo que tenga ningún problema de filtraciones, porque nunca las hubo, pero a veces las cañerías se congelan. La única manera de evitarlo es dejar correr un poco los grifos durante la noche, pero en este jodido palacio hay más de cuatrocientos grifos. El gordo maricón ese de arriba iría chillando todo el camino hasta Denver cuando viera el recibo del agua. ¿No tengo razón?
—Yo diría que es un análisis notablemente agudo.
Era poco más de medianoche. Jack y Al entraban en Barre por la carretera 31, Al sentado al volante de su «Jaguar», tomando sin precaución alguna de las curvas, pasándose a veces de la doble línea amarilla. Los dos iban muy borrachos; esa noche los marcianos habían aterrizado en gran número. Tomaron la última curva antes del puente a más de 110. En el camino había una bicicleta de niño, y hubo un chillido doloroso y agudo de la goma arrancada de los neumáticos del «Jag». Jack recordaba haber visto la cara de Al suspendida sobre el volante como una luna blanca y redonda. Después, el ruido de metal que se aplasta al chocar con la bicicleta aún a sesenta y cinco, el vuelo de ésta como un pájaro doblado y retorcido, el manillar que golpea el parabrisas y vuelve a salir por el aire, dejando ante los ojos desorbitados de Jack la telaraña astillada del cristal de seguridad. Un momento después, el golpe final, espantoso, al estrellarse en el camino a espaldas de ellos. Y algo que los sacudía desde abajo mientras los neumáticos lo aplastaban. El «Jag» patinó de costado, con Al aún aferrado al volante, y desde muy lejos Jack se oyó decir:
—Por Dios, Al, le hemos pasado por encima. Lo he sentido.
En alguna parte, en algún suplemento dominical o en un artículo de revista, Jack había leído que el siete por ciento de los accidentes automovilísticos queda sin explicar. No hay fallos mecánicos ni exceso de velocidad, ni alcohol ni mal tiempo. Simplemente un coche que se estrella en alguna parte desierta del camino, y el único ocupante, el conductor, muere, incapaz de explicar qué le sucedió. El artículo incluía una entrevista a un agente de Policía que pensaba que muchos de esos choques inexplicables se debían a la presencia de insectos en el coche. Avispas, una abeja, tal vez una araña o una polilla. El conductor se asusta y trata de aplastar el insecto o de bajar una ventanilla para dejarlo salir.
Tal vez el insecto lo pica; o simplemente, el conductor pierde el control. De cualquiera de las dos maneras... ¡bang!, y se acabó. Y el insecto, por lo general ileso, se va zumbando alegremente de entre el montón de restos humeantes, en busca de más tiernos pastos. El agente pensaba que al hacer la autopsia de esas víctimas, los forenses debían investigar la presencia de veneno de insectos, recordaba Jack.
Ahora, las cosas estaban peor en el «Overlook».
La nieve estaba próxima, y cuando llegara, las escasas opciones que tenían quedarían suprimidas. Y después de la nieve, ¿qué? ¿Qué entonces, cuando estuvieran encerrados allí, a merced de cualquier cosa que hasta ahora estuviera apenas jugando con ellos?
La puerta no se abría, no, no, no se abría.
Y entonces le llegó la voz de Dick Hallorann, tan de pronto e inesperadamente, tan calmada, que sus atenazadas cuerdas vocales se distendieron y el chico empezó a llorar débilmente, no de miedo sino de bendito alivio.
(No creo que puedan hacerte daño... son como las figuras de un libro... cierra los ojos y desaparecerán.)
Los párpados se le cerraron. Las manos se le contrajeron en puños. El esfuerzo de la concentración le encorvó los hombros:
(Nada ahí nada ahí ahí nada en absoluto NADA AHÍ ¡NO HAY NADA!)
El tiempo pasó. Y cuando empezaba a relajarse, a entender que la puerta no debía tener llave y que podía irse, entonces las manos sumergidas durante años, hinchadas, hediondas, se le cerraron suavemente en torno del cuello y lo obligaron implacablemente a darse la vuelta para mirar el rostro morado de la muerte.
Debolsillo, 2004
—Ahí tiene usted todos los planos de fontanería —explicó—. No creo que tenga ningún problema de filtraciones, porque nunca las hubo, pero a veces las cañerías se congelan. La única manera de evitarlo es dejar correr un poco los grifos durante la noche, pero en este jodido palacio hay más de cuatrocientos grifos. El gordo maricón ese de arriba iría chillando todo el camino hasta Denver cuando viera el recibo del agua. ¿No tengo razón?
—Yo diría que es un análisis notablemente agudo.
Era poco más de medianoche. Jack y Al entraban en Barre por la carretera 31, Al sentado al volante de su «Jaguar», tomando sin precaución alguna de las curvas, pasándose a veces de la doble línea amarilla. Los dos iban muy borrachos; esa noche los marcianos habían aterrizado en gran número. Tomaron la última curva antes del puente a más de 110. En el camino había una bicicleta de niño, y hubo un chillido doloroso y agudo de la goma arrancada de los neumáticos del «Jag». Jack recordaba haber visto la cara de Al suspendida sobre el volante como una luna blanca y redonda. Después, el ruido de metal que se aplasta al chocar con la bicicleta aún a sesenta y cinco, el vuelo de ésta como un pájaro doblado y retorcido, el manillar que golpea el parabrisas y vuelve a salir por el aire, dejando ante los ojos desorbitados de Jack la telaraña astillada del cristal de seguridad. Un momento después, el golpe final, espantoso, al estrellarse en el camino a espaldas de ellos. Y algo que los sacudía desde abajo mientras los neumáticos lo aplastaban. El «Jag» patinó de costado, con Al aún aferrado al volante, y desde muy lejos Jack se oyó decir:
—Por Dios, Al, le hemos pasado por encima. Lo he sentido.
En alguna parte, en algún suplemento dominical o en un artículo de revista, Jack había leído que el siete por ciento de los accidentes automovilísticos queda sin explicar. No hay fallos mecánicos ni exceso de velocidad, ni alcohol ni mal tiempo. Simplemente un coche que se estrella en alguna parte desierta del camino, y el único ocupante, el conductor, muere, incapaz de explicar qué le sucedió. El artículo incluía una entrevista a un agente de Policía que pensaba que muchos de esos choques inexplicables se debían a la presencia de insectos en el coche. Avispas, una abeja, tal vez una araña o una polilla. El conductor se asusta y trata de aplastar el insecto o de bajar una ventanilla para dejarlo salir.
Tal vez el insecto lo pica; o simplemente, el conductor pierde el control. De cualquiera de las dos maneras... ¡bang!, y se acabó. Y el insecto, por lo general ileso, se va zumbando alegremente de entre el montón de restos humeantes, en busca de más tiernos pastos. El agente pensaba que al hacer la autopsia de esas víctimas, los forenses debían investigar la presencia de veneno de insectos, recordaba Jack.
Ahora, las cosas estaban peor en el «Overlook».
La nieve estaba próxima, y cuando llegara, las escasas opciones que tenían quedarían suprimidas. Y después de la nieve, ¿qué? ¿Qué entonces, cuando estuvieran encerrados allí, a merced de cualquier cosa que hasta ahora estuviera apenas jugando con ellos?
La puerta no se abría, no, no, no se abría.
Y entonces le llegó la voz de Dick Hallorann, tan de pronto e inesperadamente, tan calmada, que sus atenazadas cuerdas vocales se distendieron y el chico empezó a llorar débilmente, no de miedo sino de bendito alivio.
(No creo que puedan hacerte daño... son como las figuras de un libro... cierra los ojos y desaparecerán.)
Los párpados se le cerraron. Las manos se le contrajeron en puños. El esfuerzo de la concentración le encorvó los hombros:
(Nada ahí nada ahí ahí nada en absoluto NADA AHÍ ¡NO HAY NADA!)
El tiempo pasó. Y cuando empezaba a relajarse, a entender que la puerta no debía tener llave y que podía irse, entonces las manos sumergidas durante años, hinchadas, hediondas, se le cerraron suavemente en torno del cuello y lo obligaron implacablemente a darse la vuelta para mirar el rostro morado de la muerte.