27 febrero 2009

Jane Austen (Persuasión, 1817)


Persuasion
Plaza & Janés Ed., 1999

Al acabar la velada Anne no podía por menos de sonreír ante la idea de haber ido a Lyme a predicar resignación y paciencia a un hombre a quien nunca había visto; pero le sugería más serias reflexiones el hecho de que ella, como tantos otros moralistas y predicadores, desplegara su elocuencia sobre un punto en el que su propia conducta no podía resistir un examen demasiado severo.

Ahora pensaba Anne si a él se le ocurriría meditar acerca de sus propias opiniones respecto de las ventajas que reportan a la felicidad humana las personalidades firmes y resueltas, y si no sería un signo de discreción el que la tenacidad, como cualquier otra cualidad del alma, debe tener ciertos límites. Por un instante pensó que tal vez Frederick considerara que un temperamento hasta cierto punto dócil a la influencia ajena contribuye en ocasiones a la dicha más que otro inflexible y rígido.

Cierto que no debía considerarse imposible el que hubiera cambiado de forma de pensar; pero ¿quién se atrevería a garantizar los sentimientos de un hombre listo y cauteloso, ya bastante maduro para apreciar las ventajas de fingir un carácter agradable? ¿Cómo podría uno cerciorarse de la claridad y limpieza de su espíritu?

Nadie más que ella percibió el estremecimiento que conmovió todo su ser; pero se repuso de inmediato, persuadida de que aquello había sido una tontería incomprensible y absurda.

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