05 febrero 2008

Olaf Stapledon (Hacedor de estrellas)

Starmaker
Minotauro, 1937




Una noche de amargura y desengaño, un hombre contempla el firmamento desde lo alto de una colina. De pronto se ve inmerso en una suerte de viaje astral que lo traslada por toda la galaxia, de la que explorará el nacimiento y el ocaso, con la meta última de comprender la naturaleza de la fuerza primigenia, el enigmático «hacedor de estrellas».


Stapledon abre un gran angular cuyo protagonista es la inmensidad del tiempo y del espacio, invitándonos a una auténtica aventura existencial. Entre la cosmogonía y la fábula científica, ésta es, en palabras de Borges, una «novela prodigiosa» que ha merecido un lugar privilegiado entre los clásicos de la ciencia ficción.


«Probablemente, la más poderosa obra de la imaginación de todos los tiempos.»Arthur C. Clarke


«Un creador de mitos único (...) Una obra absolutamente impar por el brillo intelectual, la dimensión imaginativa y la dignidad trágica.»Basil Davenport


«Una de las imaginaciones más profundas y extrañas de nuestra época, quizá la más profunda y quizá la más extraña.» Howard Spring


Otros libros tremendamente recomendados de este autor son: Juan Raro y Sirio


Un extracto del libro "Ciencia Ficción, las 100 Mejores Novelas" de David Pringle:


Durante mucho tiempo, la ciencia ficción careció de una identidad clara­mente definida. En Gran Bretaña, algunos novelistas escribieron historias que prolongaban la tradición wellsiana. Tal vez el más co­nocido de ellos sea Aldous Huxley, aunque Olaf Stapledon, autor de La última y la primera humanidad (1930) y Hacedor de estrellas (1937), tiene fama de haber sido el más importante de todos. Staple­don no bautizó a sus libros como de «ciencia ficción» –término cuya invención se supone que tuvo lugar en los Estados Unidos en 1929–, pero no cabe duda de que la tarea que se impuso fue la de iluminar, en forma de ficción, las perspectivas de la ciencia mo­derna. «Escribir novelas sobre el futuro lejano», decía en el prefacio de su primera novela,
...es intentar contemplar a la raza humana en su medio cósmico, y abrir nuestros corazones a nuevos valores.
Pero para que esa construcción imaginaria de futuros posibles sea poderosa, nuestra imaginación ha de estar sujeta a la más rigu­rosa disciplina. No hemos de trasponer los límites de la cultura par­ticular en que vivimos. Lo meramente Fantástico sólo tiene un poder menor. No es que debamos buscar la profecía... Únicamente pode­mos seleccionar una hebra, de toda una maraña de posibilidades igualmente válidas. Pero tenemos que seleccionarla con una finali­dad. La actividad a que nos lanzamos no es ciencia, sino arte...
Sin embargo, nuestro objetivo no consiste pura y simplemente en crear una ficción admirable desde el punto de vista estético. No se trata de crear ni historia ni ficción solamente, sino un mito. Un mito verdadero es aquel que, en el marco de una cierta cultura (viva o muerta), expresa de manera sublime, y a veces de un modo trá­gico, las creencias más importantes de esa cultura.

04 febrero 2008

Jorge Luis Borges (El Aleph, 1949)


(Ercilla, 1984)

El inmortal

Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo; consideré la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales y de indeclinables epítetos. Así fueron muriendo los días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud poderosa.

Emma Zunz

El 14 de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida.

El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos.

Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.

La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsos las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

El Zahir

Insomne, poseído, casi feliz, pensé que nada hay menos material que el dinero, ya que cualquier moneda es, en rigor, un repertorio de futuros posibles.

El Aleph

La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación.

03 febrero 2008

Ray Loriga (Tokio ya no nos quiere, 1999)


Tokyo Doesn't Love Us Anymore
Plaza y Janés, 1999

Cientos de niños encontrados en los prostíbulos de la costa a los que se les quemaba la memoria a diario para mantener la inocencia sexual que requerían los exquisitos turistas sexuales europeos.

Mirar cómo se corre una mujer es como mirar un tren eléctrico, no hay nada que hacer, pero es divertido.

Borracho por el licor de arroz. Animado por la vergonzosa alegría con que un soldado vivo le quita un reloj de oro a un soldado muerto, veo avanzar un futuro mejor, cimentado en esta vuelta afortunada en la espiral de mi propia desgracia.

Ahora tengo dinero en el bolsillo. Ahora tengo una maleta con química suficiente para hacer mucho más. Ahora puedo vivir los días, uno tras otro, y olvidarlos, uno tras otro, para que no estorben. Ahora sé que mañana, pase lo que pase, no habrá pasado nada.

Por cierto, no he venido aquí a vender nada, he venido porque un cliente agradecido, un joven industrial chino, me ha invitado y porque últimamente me dejo llevar como las cenizas de un muerto dentro de un tarro.

Nada de agujas, por favor, odio las agujas. Soy un drogadicto cobarde. Capaz de cualquier daño definitivo, pero temeroso de cualquier daño intermedio.

El médico me dice que a eso le llaman el efecto Zeigarnik. El médico me dice que los sujetos de la experiencia Zeigarnik debían efectuar una serie de 18 1 21 tareas sucesivas de naturaleza diversa; enigmas, problemas de aritmética, tareas manuales y que la mitad de estas tareas eran interrumpidas antes de que los sujetos tuvieran oportunidad de terminarlas y que eran precisamente las tareas interrumpidas las que los sujetos evocaban después con más fuerza, mientras que las demás se perdían a menudo sin dejar huella en la memoria. El médico dice que el efecto Zeigarnik se centra en las motivaciones de terminación. El médico dice que la evocación de las tareas interrumpidas es sin ninguna duda mejor que la de las tareas terminadas.
El médico dice que las tensiones residuales favorecen la retención.
El médico no lo sabe, pero ahora parece seguro que es por culpa del efecto Zeigarnik por lo que, a pesar de todo, aún recuerdo tu nombre.

¿Qué he olvidado?
Todas las oraciones, el nombre de mis padres, la sombra de los árboles junto a la valla de mi colegio, el mundial de fútbol del 78, si he ido alguna vez en barco, las heridas de bala, si las ha habido, los hijos, si los hay, sus caras, las caras de un millón de mujeres, por alguna extraña razón no demasiadas películas, pero desde luego algunas, números, puede que algún idioma, mañanas, tardes, noches, el sabor de muchas cosas y también el color de muchas cosas, cientos de canciones, cientos de libros, favores, deudas, promesas, direcciones, amenazas, calles, playas, puertos, ciudades enteras, he olvidado Berlín y he olvidado Roma, por supuesto no he olvidado Tokio, he olvidado el día de ayer, completamente, como olvidaré el de hoy y después el de mañana.


Estoy mirando pasar esta pena como un idiota mira pasar una oportunidad, sin ninguna intención de alcanzarla.

Las horas de niño son eternas. Las horas de hombre, en cambio, caen del cielo como la lluvia y no hay nada que pueda uno hacer para detenerlas. Las horas de viejo son aún más rápidas, te atraviesan a la velocidad de la luz. Se va un día en un pestañeo. Lo que hace un segundo era importante ahora resulta ridículo.