01 mayo 2011

La Romana (Alberto Moravia)


Ed. Losada, 1976

Se desvaneció así el temor que me había inspirado el primer beso; y, todo el tiempo que permanecimos parados en el camino lo besé sin ninguna reserva, con un sentido de pleno, violento y legítimo abandono.

Mi madre dijo que iba a quitarse el delantal y nosotros quedamos solos. Estaba llena de una alegría ingenua, pareciéndome haber vencido quién sabe qué gran batalla, mientras que, en realidad, era una comedia y la única que no desempeñaba un papel era yo. Me arrimé a Gino y, antes que pudiera rechazarme, lo besé con ímpetu. En aquel beso se expresaba el alivio de la ansiedad que me había atormentado durante tantos días, la convicción de que ya la vía para el matrimonio estaba libre, la gratitud hacia Gino por su actitud para con mi madre. Yo no tenía segundas intenciones, estaba toda ahí, con mi deseo de casarme, mi amor a Gino, mi afecto a mi madre, sincera, confiada e inerme, como se puede ser a los dieciocho años cuando las desilusiones todavía no han defraudado el ánimo. Sólo más tarde he comprendido que este candor conmueve y gusta a poquísimos; a los más les parece ridículo y sobre todo les inspira el deseo de burlarlo.

Había satisfecho su deseo, pero continuaba habiendo, en las miradas que me echaba, la misma tormentosa intensidad de los primeros instantes de nuestro encuentro. En aquel momento tuve compasión de él, no obstante el mal que me había hecho. Comprendí que había sido muy desdichado antes de poseerme y que ahora, aun después de haberme poseído, seguía siendo no menos desdichado. Primero había sufrido porque me deseaba, ahora porque no correspondía a su amor. Pero la piedad es el peor enemigo del amor; si le hubiera odiado, quizá hubiera podido esperar que un día lo amase. Pero no lo odiaba y teniendo, como he dicho, compasión por él, sentía que no podría alimentar hacia él sino un distanciador sentimiento de frialdad y repugnancia.

Allí nos separamos todos casi huyendo, como si cada uno de nosotros hubiera sabido que había cometido un delito y, ahora ya, sólo le apremiara ir a esconderse. Y, en verdad, algo muy semejante a un delito habíamos cometido todos nosotros aquel día: Ricardo por necesidad; Gisella por envidia, Astarita por lubricidad, y yo, por inexperiencia.

Alcé la mirada hacia la imagen de la Virgen, sobre el altar, y las lágrimas me formaban como un velo, y la imagen estaba borrosa y vacilante como vista bajo el agua, y las velas que esplendían alrededor de la imagen semejaban otras tantas manchas de oro, dulces a la mirada, pero al mismo tiempo amargas, como algunas veces las estrellas, que se quisiera tocarlas, sabiéndose que tan lejanas están. Permanecí así, mucho rato, mirando a la Virgen, casi sin verla; luego las lágrimas se desprendieron de mis ojos y me rodaron por la cara con un cosquilleo amargo; y vi a la Virgen, con su Niño en brazos, que me miraba, y tenía el rostro iluminado por las llamitas de las velas. Me pareció que me contemplaba con compasión y con simpatía, y yo se lo agradecí en mi corazón, y, levantándome, sintiéndome ya serenada, fui a confesarme.

También me alegré de que fuera extranjero y esta vez no sabría decir por qué. Quizá porque cuando uno se apresta a una acción a la que atribuye alguna importancia, todo lo que parezca insólito se presenta como un signo propicio.


–Pues Gino Molinari resulta casado ya –continuó– y ello con Antonieta Partini, hija de Emilio, fallecido, y de Diomira Lavagna… hace cuatro años… y tiene una niña de nombre María... en la actualidad la mujer vive en Orvieto, con su madre...
Yo no dije nada, me levanté del diván y me dirigí hacia la puerta. Astarita se quedó rígido, parado en medio de la estancia con su cartapacio entre las manos. Abrí la puerta y salí.
Recuerdo que cuando me encontré en la calle, entre la multitud, en un día blanco y nublado de aquel tibio invierno, tuve la sensación amarga, pero segura, de que la vida, tras una interrupción debida a mis aspiraciones y a mis preparativos matrimoniales, como un río que por poco tiempo y artificialmente es sacado de su antiguo cauce, había vuelto a correr por él sin mudanzas ni novedad. Quizá esta sensación provenía del hecho de que, en mi extravío, giraba la miraba en torno con una atención ahora ya privada de la antigua petulancia, y la multitud, las tiendas, los vehículos se me aparecían, por primera vez después de tantos meses, bajo una luz despiadada de normalidad, ni feos ni bonitos, ni interesantes ni insignificantes, tal como eran, tal como debían aparecérsele a un borracho cuando se le ha pasado la embriaguez; pero quizá, más probablemente, brotaba de la comprobación de que la normalidad de la vida no eran mis proyectos de felicidad sino todo lo contrario, las cosas que son rebeldes a planes y programas, que son casuales, que se revelan defectuosas e imprevisibles, que traen desilusión y dolor. Y no había dudas, si esto era cierto, según me parecía serlo, que yo, tras una embriaguez de algunos meses, había recomenzado a vivir aquella mañana.
Éste fue el solo pensamiento que me inspiró el descubrir la doblez de Gino. Pero no pensé en condenarlo, ni me pareció sentir contra él ningún verdadero rencor. No había sido llevada a engaño sin complicidad de mi parte, y demasiado reciente era el recuerdo del placer que había gozado entre los brazos de Gino para que no hallase, si no justificaciones, al menos excusas a su mentira.

Quizá les parecerá a algunos un poco endeble este modo de sentir y de razonar, tras una traición como la de Gino. Pero yo, cuantas veces he sido ofendida, y lo he estado a menudo por mi pobreza, ingenuidad y abandono, he experimentado siempre el deseo de excusar al ofensor y olvidar cuanto antes la ofensa. Si algún cambio se opera en mí, en seguida de la ofensa, no se verifica en mi actitud y en mi aspecto exterior, sino, más profundamente, en mi ánimo, que se cierra sobre sí mismo como una carne sana y sanguínea que ha recibido una herida y provee cuanto antes a cicatrizarse. Pero las cicatrices quedan; y otros cambios casi inconscientes del ánimo son siempre definitivos.

Por la mañana hubiera debido de ir a la cita acostumbrada con Gino; pero, al despertar, comprendí que no tenía ganas de verlo hasta que no se me hubiera pasado el dolor y no estuviera en condiciones de considerar su traición con objetividad y distancia, como una cosa ocurrida, no a mí, sino a otra persona. Ya entonces desconfiaba yo, como luego he desconfiado siempre, de las cosas que se dicen y hacen bajo el impulso del sentimiento; sobre todo, cuando este sentimiento, como era el caso, no era de simpatía y de afecto. Ciertamente, ya no amaba a Gino; pero no quería por nada del mundo odiarlo, porque pensaba que, en tal caso, al daño de la traición habría agregado aquel, peor quizá, de cargarme el alma con una pasión desagradable e indigna de mí.

Entonces tenía ante los ojos el resultado de sus sermones y no podía por menos de horrorizarse. Pero al mismo tiempo debía de haber en ella no sé qué incapacidad de reconocer que se había equivocado y, quizá, como una amarga complacencia en la ineficacia ya irreparable de aquel reconocimiento. Y así, en vez de decirme abiertamente: «Has hecho mal... No lo hagas más», preferiría hablarme de cosas que nada tenían que ver conmigo, de su vida y de su deseo de no vivir más.
He observado a menudo que muchos, en el mismo momento en que se abandonan a una acción que saben reprobable, tratan de rehacerse y rescatarse hablando de cosas más altas que los muestren, a sí mismos y a los demás, con un aspecto de desinterés y de nobleza, a mil millas de distancia de lo que hacen o, como en el caso de mi madre, de lo que dejan hacer. Sólo que la mayoría procede así con perfecto conocimiento de lo que hace, y en cambio mi madre, pobrecilla, lo hacía sin darse cuenta, tal como su ánimo y las circunstancias se lo dictaban.

Más debo decir que el hábito de llevarme a la alcoba el café, debía también tranquilizarla en cierto modo, porque hay muchos, y entre ellos se encuentra mi madre, que atribuyen a las costumbres un valor positivo, aun cuando, , como era el caso, no sean positivos.

No sé por qué le hablaba así. Probablemente porque sabía ya con certeza que todas esas cosas eran imposibles, y me gustaba punzarme yo misma ahí donde más me dolía el alma. Dijo él: –Sí... sí...- y me besó.
….
Me parecía estar recitando un papel, como un actor sobre el escenario. Pero eso me resultaba más amargo aún; porque aquel papel tan frío, tan exterior, que no despertaba en mi ánimo la más lejana participación, aquel papel lo había sido yo apenas diez días antes. Entre tanto, mientras hablaba, Gino me desnudaba con impaciencia; y una vez más me percaté, como en el momento de subir al coche, que me seguía gustando, pensé, con un triste despecho, que era más bien mi cuerpo siempre dispuesto a aceptar el goce, que mi espíritu ya alejado de él, quien me hacía tan bonachona y dispuesta al perdón. Él me acariciaba y besaba, y bajo esas caricias y esos besos, sentía confundírseme la mente y al placer de los sentidos dominar la desgana del corazón.
–Me matas –murmuré finalmente con sinceridad, dejándome caer de espaldas en la cama.

Probablemente quien está acostumbrado a trajinar no debe dejar de hacerlo nunca; el ocio y el bienestar le corrompen, aun cuando – y no era este el caso – tengan orígenes buenos y lícitos.

El rasgo principal de Gino, era, en cambio, una cierta especie de astucia estúpida y miope. Pienso que después de haber sabido los cambios operados en mi vida por su traición, encogería los hombros diciéndome: -Bah, dos pájaros de un tiro… así no puede reprocharme nada, y yo sigo siendo su amante-. Hay hombres que consideran una suerte conservar lo que poseen, desde el dinero y la mujer hasta la vida misma, aun a costa de su dignidad; y Gino era uno de ellos.
Yo continué viéndolo, porque, según he dicho, a pesar de todo, me gustaba todavía y no había ninguno que me gustara más que él; y luego, porque, aunque pensara que ya todo había acabado entre nosotros, no quería que este final fuera brusco y desagradable. Nunca me han gustado los cortes netos, las interrupciones repentinas. Pienso que las cosas en la vida se mueren por sí mismas, como han nacido, por aburrimiento, por indiferencia o aún por costumbre, que es una forma de aburrimiento fiel; y me gusta sentirlas morirse así, naturalmente, sin culpa mía ni de nadie, y poco a poco verlas ceder el puesto a otras. Después de todo, no se dan en la vida cambios claros y resueltos; y quien quiere cambiar con precipitación corre el riesgo de ver repuntar cuando menos se espera, aún vivas y tenaces, las antiguas costumbres que se hacía la ilusión de haber extirpado de golpe y en materia definitiva.

Sentía al mismo tiempo un fuerte deseo de los sentidos, impaciente de ser acariciada por aquellas manos y besada por aquella boca, y comprendía que, no sé cuando, se había producido en mi cabeza la mezcla vehemente e inefable de antiguas aspiraciones y de placer presente que es propio del amor y que revela infaliblemente su manifestación primera. Pero tenía también mucho miedo de que él no se diera cuenta de estos sentimientos míos y me esquivara. Impelida por este miedo, tendí una mano hacia la suya y traté que me la oprimiera.

Me entró el deseo de hablarle a mi compañero de aquellos tiempos, de aquella edad mía, de aquellas aspiraciones, y, debo decirlo, no por un impulso sentimental, sino, también, por cálculo. Hubiera querido que no me juzgase por las apariencias, que me viese a una luz diferente y mejor, y que yo consideraba más verdadera. Para acoger a las personas de respeto, otros se ponen las ropas de fiesta y abren las habitaciones más hermosas de su casa; pues bien, lo que yo había visto, lo que había soñado y hubiera querido llegar a ser, eran mis vestidos de fiesta, mis salas de visitas; y yo capitalizaba mis recuerdos, no obstante lo pobres y desprovistos de interés que eran, para hacerle cambiar de opinión y acercarlo a mí.

El amor propio era una bestia curiosa que puede dormir aún bajo los golpes más crueles; y luego se despierta, en cambio, herido de muerte por un simple rasguño.

Era una impaciencia de un género particular, jocunda, impetuosa, complacida y en el fondo, no desprovista de vanidad, tal cual se siente cuando uno se apresta a cumplir una buena acción largamente estudiada y acariciada; y muchas veces he notado que esta impaciencia que viene del corazón y parece querer ignorar todo consejo de la inteligencia, termina por comprometer la buena acción y por hacer a veces un daño mayor que cualquiera otra conducta más reflexiva.

Salimos del salón y por un pasillo fuimos al comedor. Recuerdo bien todos los detalles de esta pieza y de las personas porque en ese momento mi sensibilidad era impresionable como una placa fotográfica. Me pareció no tanto obrar como verme obrar con ojos muy abiertos y tristes. Esto es, quizá, el efecto que hace sobre nosotros el sentimiento de rebelión inspirado por una realidad que nos hace sufrir y que quisiéramos diversa.

Durante un rato me divertí en seguir la esgrima de aquella conversación, luego me cansé y dejé que la tristeza que se me insinuaba en el corazón me invadiera por completo.