24 diciembre 2010

Tolstoi - Cuentos para niños




Tengo la enorme fortuna de poseer este libro y quería compartirlo con ustedes. Así es que lo subo a plasmados con la esperanza de que lo lean en algún momento.
 

Un abrazo y felicidades!




07 diciembre 2010

La Tregua (Mario Benedetti)


Benedetti desnuda emociones y sentimientos y los transfiere a través de la piel.



Lunes 11 de febrero

Que yo me sienta, todavía hoy, ingenuo e inmaduro (es decir, con sólo los defectos de la juventud y casi ninguna de sus virtudes) no significa que tenga el derecho de exhibir esa ingenuidad y esa inmadurez. Tuve una prima solterona que cuando hacía un postre lo mostraba a todos, con una sonrisa melancólica y pueril que le había quedado prendida en los labios desde la época en que hacía méritos frente al novio motociclista que después se mató en una de nuestras tantas Curvas de la Muerte. Ella vestía correctamente, en un todo de acuerdo con sus cincuenta y tres; en eso y lo demás era discreta, equilibrada, pero aquella sonrisa reclamaba, en cambio, un acompañamiento de labios frescos, de piel rozagante, de piernas torneadas, de veinte años. Era un gesto patético, sólo eso, un gesto que no llegaba nunca a parecer ridículo, porque en aquel rostro había, además, bondad. Cuántas palabras, sólo para decir que no quiero parecer patético.

Sábado 23 de febrero

Dios mío, qué aburrimiento. Sólo entonces formuló la pregunta más lógica: "Che, ¿total te casaste con Isabel?"."Sí, y tengo tres hijos", contesté, acortando camino. Él tiene cinco. Qué suerte. "¿Y cómo está Isabel? ¿Siempre guapa?" "Murió", dije, poniendo la cara más inescrutable de mi repertorio. La palabra sonó como un disparo y él -menos mal- quedó desconcertado. Se apuró a terminar el tercer café y en seguida miró el reloj. Hay una especie de reflejo automático en eso de hablar de la muerte y mirar en seguida el reloj.

Lunes 25 de febrero

Pero Blanca preguntó: "¿Así que se acordaba de mamá?". Me pareció que Jaime iba a decir algo, creo que movió los labios, pero decidió quedarse callado. "Feliz de él", agregó Blanca, "yo no me acuerdo". "Yo sí", dijo Esteban. ¿Cómo se acordará? ¿Como yo, con recuerdos de recuerdos, o directamente, como quien ve la propia cara en el espejo? ¿Será posible que él, que sólo tenía cuatro años, posea la imagen, y que a mí, en cambio, que tengo registradas tantas noches, tantas noches, tantas noches, no me quede nada? Hacíamos el amor a oscuras. Será por eso. Seguro que es por eso. Tengo una memoria táctil de esas noches, y ésa sí es directa. Pero ¿y el día? Durante el día no estábamos a oscuras. Llegaba a casa cansado, lleno de problemas, tal vez rabioso con la injusticia de esa semana, de ese mes.

A veces hacíamos cuentas. Nunca alcanzaba. Acaso mirábamos demasiado los números, las sumas, las restas, y no teníamos tiempo de mirarnos nosotros. Donde ella esté, si es que está, ¿qué recuerdo tendrá de mí?

En definitiva, ¿importa algo la memoria? "A veces me siento desdichada, nada más que de no saber qué es lo que estoy echando de menos", murmuró Blanca, mientras repartía los duraznos en almíbar. Nos tocaron tres y medio a cada uno.

Sábado 2 de marzo

Anoche, después de treinta años, volví a soñar con mis encapuchados. Cuando yo tenía cuatro años o quizá menos, comer era una pesadilla. Entonces mi abuela inventó un método realmente original para que yo tragase sin mayores problemas la papa deshecha. Se ponía un enorme impermeable de mi tío, se colocaba la capucha y unos anteojos negros. Con ese aspecto, para mí terrorífico, venía a golpear en mi ventana. La sirvienta, mi madre, alguna tía, coreaban entonces: "jAhí está don Policarpo!". Don Policarpo era una especie de monstruo que castigaba a los niños que no comían. Clavado en mi propio terror, el resto de mis fuerzas alcanzaba para mover mis mandíbulas a una velocidad increíble y acabar de ese modo con el desabrido, abundante puré. Era cómodo para todos. Amenazarme con don Policarpo equivalía a apretar un botón casi mágico. Al final se había convertido en una famosa diversión. Cuando llegaba una visita, la traían a mi cuarto para que asistiera a los graciosos pormenores de mi pánico. Es curioso cómo a veces se puede llegar a ser tan inocentemente cruel. Porque, además del susto, estaban mis noches, mis noches llenas de encapuchados silenciosos, rara especie de Policarpos que siempre estaban de espaldas, rodeados de una espesa bruma. Siempre aparecían en fila, como esperando turno para ingresar a mi miedo. Nunca pronunciaban palabra, pero se movían pesadamente en una especie de intermitente balanceo, arrastrando sus oscuras túnicas, todas iguales, ya que en eso había venido a parar el impermeable de mi tío. Era curioso: en mi sueño sentía menos horror que en la realidad. Y, a medida que pasaban los años, el miedo se iba convirtiendo en fascinación. Con esa mirada absorta que uno suele tener por debajo de los párpados del sueño, yo asistía como hipnotizado a la cíclica escena. A veces, soñando otro sueño cualquiera, yo tenía una oscura conciencia de que hubiera preferido soñar mis Policarpos. Y una noche vinieron por última vez. Formaron en su fila, se balancearon, guardaron silencio, y como de costumbre, se esfumaron. Durante muchos años dormí con una inevitable desazón, con una casi enfermiza sensación de espera. A veces me dormía decidido a encontrarlos, pero sólo conseguía crear la bruma y, en raras ocasiones, sentir las palpitaciones de mi antiguo miedo. Sólo eso. Después fui perdiendo aun esa esperanza y llegué insensiblemente a la época en que empecé a contar a los extraños el fácil argumento de mi sueño. También llegué a olvidarlo. Hasta anoche.

Viernes 29 de marzo

Qué viento asqueroso, me costó un triunfo llegar por Ciudadela desde Colonia hasta la Plaza. A una muchacha el viento le levantó la pollera. A un cura le levantó la sotana. Jesús, qué panoramas tan distintos.

Domingo 31 de marzo

Esta tarde, cuando salía del California, vi desde lejos a la del ómnibus, la "mujer del codo". Venía con un tipo corpulento, de aspecto deportista y con dos dedos de frente. Cuando el tipo reía, era como para ponerse a reflexionar sobre las imprevistas variantes de la imbecilidad humana.

Domingo 23 de junio

A ella le gustaba todo, pero la tensión no le dejaba disfrutar de nada. Cuando llegó el momento de descorchar el champán, ya no estaba pálida. "¿Hasta qué hora podés quedarte?", pregunté. "Hasta tarde." "¿Y tu madre?" "Mi madre sabe lo nuestro."

Un golpe bajo, evidentemente. Así no vale. Me sentí como desnudo, con esa desesperada desnudez de los sueños, cuando uno se pasea en calzoncillos por Sarandí y la gente lo festeja de vereda a vereda. "Y eso ¿por qué?", me atreví a preguntar. "Mi madre sabe todo lo mío." "¿Y tu padre?" "Mi padre vive fuera del mundo. Es sastre. Horrible. Nunca vayas a hacerte un traje con él. Los hace todos a la medida del mismo maniquí. Pero además es teósofo. Y anarquista. Nunca pregunta nada. Los lunes se reúne con sus amigos teósofos y glosa a la Blavatsky hasta la madrugada; los jueves vienen a casa sus amigos anarquistas y discuten a grito pelado sobre Bakunin y sobre Kropótkin. Por lo demás es un hombre tierno, pacífico, que a veces me mira con una dulce paciencia y me dice cosas muy útiles, de las más útiles que he escuchado jamás." Me gusta mucho que hable de los suyos, pero hoy me gustó especialmente. Me pareció que era un buen presagio para la inauguración de nuestra flamante intimidad. "Y tu madre, ¿qué dice de mí?" Mi trauma psíquico proviene de la madre de Isabel. "¿De vos? Nada. Dice de mí." Terminó con el resto del champán que quedaba en la copa y se limpió los labios con la servilletita de papel. Ya no le quedaba nada de pintura. "Dice de mí que soy una exagerada, que no tengo serenidad." "¿Con respecto a lo nuestro o con respecto a todo?" "A todo. La teoría de ella, la gran teoría de su vida, la que la mantiene en vigor es que la felicidad, la verdadera felicidad, es un estado mucho menos angélico y hasta bastante menos agradable de lo que uno tiende siempre a soñar. Ella dice que la gente acaba por lo general sintiéndose desgraciada, nada más que por haber creído que la felicidad era una permanente sensación de indefinible bienestar, de gozoso éxtasis, de festival perpetuo. No, dice ella, la felicidad es bastante menos (o quizá bastante más, pero de todos modos otra cosa) y es seguro que muchos de esos presuntos desgraciados son en realidad felices, pero no se dan cuenta, no lo admiten, porque ellos creen que están muy lejos del máximo bienestar. Es algo semejante a lo que pasa con los desilusionados de la Gruta Azul. La que ellos imaginaron es una gruta de hadas, no sabían bien cómo era, pero sí que era una gruta de hadas, en cambio llegan allí y se encuentran con que todo el milagro consiste en que uno mete las manos en el agua y se las ve levemente azules y luminosas." Evidentemente, le agrada relatar las reflexiones de su madre. Creo que las dice como una convicción inalcanzable para ella, pero también como una convicción que ella quisiera fervientemente poseer. "Y vos, ¿cómo te sentís?", pregunté, "¿como si te vieras las manos levemente azules y luminosas?" La interrupción la trajo a la tierra, al momento especial que era este hoy. Dijo: "Todavía no las introduje en el agua", pero en seguida se sonrojó. Porque, claro, la frase podía tomarse como una invitación, hasta por una urgencia que ella no había querido formular. Yo no tuve la culpa, pero ahí estuvo mi repentina desventaja. Se levantó, se recostó en la pared, y me preguntó con un tonito que quería ser simpático, pero que en realidad era notoriamente inhibido: "¿Puedo pedirte un primer favor?". "Podés", respondí, y ya tenía mis temores. "¿Dejás que me vaya, así sin otra cosa? Hoy, sólo por hoy. Te prometo que mañana todo irá bien." Me sentí desilusionado, imbécil, comprensivo. "Claro que te dejo. No faltaba más." Pero faltaba. Cómo no que faltaba.

Lunes 24 de junio

Inesperadamente, no dijo nada ofensivo. Debe ser que la fiebre lo ha debilitado. Más aún, llegó a disculparse: "Puede ser que tengas razón. Siempre ando de mal genio. Yo qué sé. Como si me sintiera incómodo conmigo mismo". Como confidencia y partiendo de Esteban, era casi una exageración. Pero como autocrítica, creo que está muy aproximada a la verdad. Hace tiempo que me da la impresión de que el paso de Esteban no sigue al de su conciencia. "¿Qué dirías vos si dejo el empleo público?" "¿Ahora?" "Bueno, ahora no. Cuando me cure, si me curo. Dijo el médico que a lo mejor tengo para unos cuantos meses." "¿Y a qué se debe esta viaraza?" "No me preguntes demasiado. ¿No te alcanza con que quiera cambiar?" "Sí que me alcanza. Me dejás muy contento. Lo único que me preocupa es que si precisás una licencia por enfermedad, es más fácil que la consigas donde estás ahora." "A vos, cuando tuviste el tifus, ¿te echaron? ¿Verdad que no? Y faltaste como seis meses." En realidad, le llevaba la contra por el puro placer de oírlo afirmarse. "Lo principal, ahora, es que te cures. Después veremos." Entonces se lanzó a un largo retrato de sí mismo, de sus limitaciones, de sus esperanzas. Tan largo, que llegué a la oficina a las tres y cuarto, y tuve que disculparme con el gerente. Yo estaba impaciente, pero no me sentía con derecho a interrumpirlo. Era la primera vez que Esteban se confiaba. No podía defraudarlo. Después hablé yo. Le di algún consejo, pero muy amplio, sin fronteras. No quería espantarlo. Y creo que no lo espanté. Cuando me fui le palmeé la rodilla que abultaba bajo la frazada. Y me dedicó una sonrisa. Dios mío, me pareció la cara de un extraño. ¿Será posible? Por otra parte, un extraño lleno de simpatía. Y es mi hijo. Qué bien.

Sábado 6 de julio

Desde el dormitorio, ella me llamó. Se había levantado, así, envuelta en la frazada, y estaba junto a la ventana mirando llover. Me acerqué, yo también miré cómo llovía, no dijimos nada por un rato. De pronto tuve conciencia de que ese momento, de que esa rebanada de cotidianidad, era el grado máximo de bienestar, era la Dicha. Nunca había sido tan plenamente feliz como en ese momento, pero tenía la hiriente sensación de que nunca más volvería a serlo, por lo menos en ese grado, con esa intensidad. La cumbre es así, claro que es así. Además estoy seguro de que la cumbre es sólo un segundo, un breve segundo, un destello instantáneo, y no hay derecho a prórrogas. Allá abajo un perro trotaba sin prisa y con bozal, resignado a lo irremediable. De pronto se detuvo y obedeciendo a una rara inspiración levantó una pata, después siguió su trote tan sereno. Realmente, parecía que se había detenido a cerciorarse de que seguía lloviendo. Nos miramos a un tiempo y soltamos la risa. Me figuré que el hechizo se había roto, que la famosa cumbre había pasado... Pero ella estaba conmigo, podía sentirla, palparla, besarla. Podía decir simplemente: "Avellaneda." "Avellaneda" es, además, un mundo de palabras. Estoy aprendiendo a inyectarle cientos de significados y ella también aprende a conocerlos. Es un juego. De mañana digo: "Avellaneda", y significa: "Buenos días". (Hay un "Avellaneda" que es reproche, otro que es aviso, otro más que es disculpa.) Pero ella me malentiende a propósito para hacerme rabiar. Cuando pronuncio el "Avellaneda" que significa: "Hagamos el amor", ella muy ufana contesta: "¿Te parece que me vaya ahora? jEs tan temprano!". Oh, los viejos tiempos en que Avellaneda era sólo un apellido, el apellido de la nueva auxiliar (sólo hace cinco meses que anoté: "La chica no parece tener muchas ganas de trabajar, pero al menos entiende lo que uno le explica"), la etiqueta para identificar a aquella personita de frente ancha y boca grande que me miraba con enorme respeto. Ahí está ahora, frente a mí, envuelta en su frazada. No me acuerdo cómo era cuando me parecía insignificante, inhibida, nada más que simpática. Sólo me acuerdo de cómo es ahora: una deliciosa mujercita que me atrae, que me alegra absurdamente el corazón, que me conquista. Parpadeé conscientemente, para que nada estorbara después. Entonces mi mirada la envolvió, mucho mejor que la frazada; en realidad, no era independiente de mi voz, que ya había empezado a decir: "Avellaneda". Y esta vez me entendió perfectamente.

Lunes 8 de julio

Esteban ya se levanta. Su enfermedad nos ha dejado un buen saldo, tanto a él como a mí. Hemos tenido dos o tres conversaciones francas, verdaderamente saludables. Incluso hablamos alguna vez de generalidades, pero con naturalidad, sin que el mutuo fastidio dictara las respuestas.

Sábado 13 de julio

Ella está a mi lado, dormida. Estoy escribiendo en una hoja suelta, esta noche lo pasaré a la libreta. Son las cuatro de la tarde, el final de la siesta. Empecé a pensar en una comparación y terminé con otra. Está aquí, al lado mío, el cuerpo de ella. Afuera hace frío, pero aquí la temperatura es agradable, más bien hace calor. El cuerpo de ella está casi al descubierto, la frazada y la sábana se han deslizado hacia un costado. Quise comparar este cuerpo con mis recuerdos del cuerpo de Isabel. Evidentemente, eran otras épocas. Isabel no era delgada, sus senos tenían volumen, y por eso caían un poco. Su ombligo era hundido, grande, oscuro, de márgenes gruesos. Sus caderas eran lo mejor, lo que más me atraía; tengo una memoria táctil de sus caderas. Sus hombros eran llenos, de un blanco rosáceo. Sus piernas estaban amenazadas por un futuro de várices, pero todavía eran hermosas, bien torneadas. Este cuerpo que está a mi lado no tiene absolutamente ningún rasgo en común con aquél. Avellaneda es flaca, su busto me inspira un poquito de piedad, sus hombros están llenos de pecas, su ombligo es infantil y pequeño, sus caderas también son lo mejor (¿o será que las caderas siempre me conmueven?), sus piernas son delgadas pero están bien hechitas. Sin embargo, aquel cuerpo me atrajo y éste me atrae. Isabel tenía en su desnudez una fuerza inspiradora, yo la contemplaba e inmediatamente todo mi ser era sexo, no había por qué pensar en otra cosa. Avellaneda tiene en su desnudez una modestia sincera, simpática e inerme, un desamparo que es conmovedor. Me atrae profundamente, pero aquí el sexo es sólo un tramo de la sugestión, del llamamiento. La desnudez de Isabel era una desnudez total, más pura quizá. El cuerpo de Avellaneda es una desnudez con actitud. Para quererla a Isabel bastaba con sentirse atraído por su cuerpo. Para quererla a Avellaneda es necesario querer el desnudo más la actitud, ya que ésta es por lo menos la mitad de su atractivo. Tener a Isabel entre los brazos significaba abrazar un cuerpo sensible a todas las reacciones físicas y capaz también de todos los estímulos lícitos. Tener en mis brazos la concreta delgadez de Avellaneda, significa abrazar además su sonrisa, su mirada, su modo de decir, el repertorio de su ternura, su reticencia a entregarse por completo y las disculpas por su reticencia. Bueno, ésa era la primera comparación. Pero vino la otra, y esa otra me dejó gris, desanimado. Mi cuerpo de Isabel y mi cuerpo de Avellaneda. Qué tristeza. Nunca he sido un atleta, líbreme Dios. Pero aquí había músculos, aquí había fuerza, aquí había una piel lisa, tirante. Y sobre todo no había tantas otras cosas que desgraciadamente ahora hay. Desde la calvicie desequilibrada (el lado izquierdo es el más desierto), la nariz más ancha, la verruga del cuello, hasta el pecho con islas pelirrojas, el vientre retumbante, los tobillos varicosos, los pies con incurable, deprimente micosis. Frente a Avellaneda no me importa, ella me conoce así, no sabe cómo he sido. Pero me importa ante mí, me importa reconocerme como un fantasma de mi juventud, como una caricatura de mí mismo. Hay una compensación quizá: mi cabeza, mi corazón, en fin, yo como ente espiritual, quizá sea hoy un poco mejor que en los días y las noches de Isabel. Sólo un poco mejor, tampoco conviene ilusionarse demasiado. Seamos equilibrados, seamos objetivos, seamos sinceros, vaya. La respuesta es: "¿Eso cuenta?". Dios, si es que existe, debe estar allá arriba haciéndose cruces. Avellaneda (oh, ella existe) está ahora acá abajo abriendo los ojos.

Martes 30 de julio

Tal vez yo exagere la nota, situando a mis hijos (o permitiendo que ellos se encaramen allí) en una función de jueces. Yo he cumplido con ellos. Les he dado instrucción, cuidado, cariño. Bueno, quizá en el tercer rubro he sido un poco avaro. Pero es que yo no puedo ser uno de esos tipos que andan siempre con el corazón en la mano. A mí me cuesta ser cariñoso, inclusive en la vida amorosa. Siempre doy menos de lo que tengo. Mi estilo de querer es ése, un poco reticente, reservado el máximo sólo para las grandes ocasiones. Quizá haya una razón y es que tengo la manía de los matices, de las gradaciones. De modo que si siempre estuviera expresando el máximo, ¿qué dejaría para esos momentos (hay cuatro o cinco en cada vida, en cada individuo) en que uno debe apelar al corazón en pleno? También siento un leve resquemor frente a lo cursi, y a mí lo cursi me parece justamente eso: andar siempre con el corazón en la mano. Al que llora todos los días, ¿qué le queda por hacer cuando le toque un gran dolor, un dolor para el cual sean necesarias las máximas defensas? Siempre puede matarse, pero eso, después de todo, no deja de ser una pobre solución. Quiero decir que es más bien imposible vivir en crisis permanente, fabricándose una impresionabilidad que lo sumerja a uno (una especie de baño diario) en pequeñas agonías.

Lunes 12 de agosto

Ayer de tarde estábamos sentados junto a la mesa. No hacíamos nada, ni siquiera hablábamos. Yo tenía apoyada mi mano sobre un cenicero sin ceniza. Estábamos tristes: eso era lo que estábamos, tristes. Pero era una tristeza dulce, casi una paz. Ella me estaba mirando y de pronto movió los labios para decir dos palabras. Dijo: "Te quiero". Entonces me di cuenta de que era la primera vez que me lo decía, más aún, que era la primera vez que lo decía a alguien. Isabel me lo hubiera repetido veinte veces por noche. Para Isabel, repetirlo era como otro beso, era un simple resorte del juego amoroso. Avellaneda, en cambio, lo había dicho una vez, la necesaria. Quizá ya no precise decirlo más, porque no es juego: es una esencia.

Entonces sentí una tremenda opresión en el pecho, una opresión en la que no parecía estar afectado ningún órgano físico, pero que era casi asfixiante, insoportable. Ahí, en el pecho, cerca de la garganta, ahí debe estar el alma, hecha un ovillo. "Hasta ahora no te lo había dicho", murmuró, "no porque no te quisiera, sino porque ignoraba por qué te quería. Ahora lo sé". Pude respirar, me pareció que la bocanada de aire llegaba desde mi estómago. Siempre puedo respirar cuando alguien explica las cosas. El deleite frente al misterio, el goce frente a lo inesperado, son sensaciones que a veces mis módicas fuerzas no soportan. Menos mal que alguien explica siempre las cosas. "Ahora lo sé. No te quiero por tu cara, ni por tus años, ni por tus palabras, ni por tus intenciones. Te quiero porque estás hecho de buena madera." Nadie me había dedicado jamás un juicio tan conmovedor, tan sencillo, tan vivificante. Quiero creer que es cierto, quiero creer que estoy hecho de buena madera. Quizá ese momento haya sido excepcional, pero de todos modos me sentí vivir. Esa opresión en el pecho significa vivir.

Domingo 8 de septiembre

Esta tarde hicimos el amor. Lo hemos hecho tantas veces y sin embargo no lo he registrado. Pero hoy fue algo maravilloso. Nunca en mi vida, ni con Isabel ni con nadie, me sentí tan cerca de la gloria. A veces pienso que Avellaneda es como una horma que se ha instalado en mi pecho y lo está agrandando, lo está poniendo en condiciones adecuadas para sentir cada día más. Lo cierto es que yo ignoraba que tenía en mí esas reservas de ternura. Y no me importa que ésta sea una palabra sin prestigio. Tengo ternura y me siento orgulloso de tenerla. Hasta el deseo se vuelve puro, hasta el acto más definitivamente consagrado al sexo se vuelve casi inmaculado. Pero esa pureza no es mojigatería, no es afectación, no es pretender que sólo apunto al alma. Esa pureza es querer cada centímetro de su piel, es aspirar su olor, es recorrer su vientre, poro a poro. Es llevar el deseo hasta la cumbre.

Hasta acá os dejo. Para el resto, hay que leer el libro, la verdad es que es una historia hermosa.

15 noviembre 2010

El último encuentro (Sándor Márai)


A gyertyák csonkig égnek

Una novela que tuve la suerte de leer gracias a una amiga. Ella escogió algunos fragmentos de esta obra en los que yo también reparé (ver fragmentos), pero la verdad es que habría que transcribir el libro completo. Por eso es que lo subo en forma íntegra.
El monólogo del protagonista es fundamental para entender la amistad, el amor, la vida y la muerte.
Espero les guste.

bajar libro

17 septiembre 2010

Franz Kafka (Un artista del trapecio)


Un artista del trapecio —como todos sabemos, este arte que se practica en lo más alto de las cúpulas de los grandes circos, es uno de los más difíciles entre los accesibles al hombre— había organizado su vida de manera tal —primero por un afán de perfección profesional y luego por costumbre, una costumbre que se había vuelto tiránica— que mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en su trapecio. Todas sus necesidades, por cierto muy moderadas, eran satisfechas por criados que se turnaban y aguardaban abajo. En cestos especiales para ese fin, subían y bajaban cuanto se necesitaba allí arriba.
Esta manera de vivir del trapecista no creaba demasiado problema a quienes lo rodeaban. Su permanencia arriba sólo resultaba un poco molesta mientras se desarrollaban los demás números del programa, porque como no se la podía disimular, aunque estuviera sin moverse, nunca faltaba alguien en el público que desviara la mirada hacia él. Pero los directores se lo perdonaban, porque era un artista extraordinario, insustituible. Por otra parte, se sabía que él no vivía así por simple capricho y que sólo viviendo así podía mantenerse siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.
Además, allá arriba el ambiente era saludable y cuando en la época de calor se abrían las ventanas laterales que rodeaban la cúpula y el sol y el aire inundaban el salón en penumbras, la vista era hermosa.
Por supuesto, el trato humano de aquel trapecista estaba muy limitado. De tanto en tanto trepaba por la escalerilla de cuerdas algún colega y se sentaba a su lado en el trapecio. Uno se apoyaba en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y así conversaban durante un buen rato. Otras veces eran los obreros que reparaban el techo, los que cambiaban algunas palabras con él, por una de las claraboyas o el electricista que revisaba las conexiones de luz en la galería más alta, que le gritaba alguna palabra respetuosa aunque no demasiado inteligible.
Fuera de eso, siempre estaba solo. Alguna vez un empleado que vagaba por la sala vacía en las primeras horas de la tarde, levantaba los ojos hacia aquella altura casi aislada del mundo, en la cual el trapecista descansaba o practicaba su arte sin saber que lo observaban.
El artista del trapecio podría haber seguido viviendo así con toda la tranquilidad, a no ser por los inevitables viajes de pueblo en pueblo, que le resultaban en extremo molestos. Es cierto que el empresario se encargaba de que esa mortificación no se prolongara innecesariamente. Para ir a la estación el trapecista utilizaba un automóvil de carrera que recorría a toda velocidad las calles desiertas. Pero aquella velocidad era siempre demasiado lenta para su nostalgia del trapecio. En el tren se reservaba siempre un compartimiento para él solo, en el que encontraba, arriba en la red de los equipajes, una sustitución aunque pobre, de su habitual manera de vivir.
En el lugar de destino se había izado el trapecio mucho antes de su llegada, y se mantenían las puertas abiertas de par en par y los corredores despejados. Pero el instante más feliz en la vida del empresario era aquel en que el trapecista apoyaba el pie en la escalerilla de cuerdas y trepaba a su trapecio, en un abrir y cerrar de ojos.
Por muchas ventajas económicas que le brindaran, el empresario sufría con cada nuevo viaje, porque —a pesar de todas las precauciones tomadas— el traslado siempre irritaba seriamente los nervios del trapecista.
En una oportunidad en que viajaban, el artista tendido en la red, sumido en sus ensueños, y el empresario sentado junto a la ventanilla, leyendo un libro, el trapecista comenzó a hablarle en voz apenas audible. Mordiéndose los labios, dijo que en adelante necesitaría para vivir dos trapecios, en lugar de uno como hasta entonces. Dos trapecios, uno frente a otro.
El empresario accedió sin vacilaciones. Pero como si quisiera demostrar que la aceptación del empresario era tan intrascendente como su oposición, el trapecista añadió que nunca más, bajo ninguna circunstancia, volverla a trabajar con un solo trapecio. Parecía estremecerse ante la idea de tener que hacerlo en alguna ocasión. El empresario vaciló, observó al artista y una vez más le aseguró que estaba dispuesto a satisfacerlo. Sin duda, dos trapecios serían mejor que uno solo. Por otra parte la nueva instalación ofrecía grandes ventajas, el número resultaría más variado y vistoso.
Pero, de pronto, el trapecista rompió a llorar. Profundamente conmovido, el empresario se levantó de un salto y quiso conocer el motivo de aquel llanto. Como no recibiera respuesta, trepó al asiento, lo acarició y apoyó el rostro contra la mejilla del atribulado artista, cuyas lágrimas humedecieron su piel.
—¡Cómo es posible vivir con una sola barra en las manos! —sollozó el trapecista, después de escuchar las preguntas y las palabras afectuosas del empresario.
Al empresario le resultó ahora más fácil consolarlo. Le prometió que en la primera estación de parada telegrafiaría al lugar de destino para que instalaran inmediatamente el segundo trapecio y se reprochó duramente su desconsideración por haberlo dejado trabajar durante tanto tiempo, en un solo trapecio. Luego le agradeció el haberle hecho advertir aquella imperdonable omisión. Así pudo el empresario tranquilizar al artista e instalarse nuevamente en su rincón.
Pero él no había conseguido tranquilizarse. Muy preocupado estaba, a hurtadillas y por encima del libro, miraba al trapecista. Si por causas tan pequeñas se deprimía tanto, ¿desaparecerían sus tormentos? ¿No existía la posibilidad de que fueran aumentando día a día? ¿No acabarían por poner en peligro su vida? Y el empresario creyó distinguir —en aquel sueño aparentemente tranquilo en el que había desembocado el llanto— las primeras arrugas que comenzaban a insinuarse en la frente infantil y tersa del artista del trapecio.

Fotografía: David Alquézar V.