04 octubre 2007

Charlotte Brontë (Jane Eyre, 1847)


Editorial Portada


-¡Silencio, Jane! Das excesiva importancia al cariño, eres demasiado vehemente e impulsiva. Acuérdate de que la mano soberana que te ha creado, dándote la vida, te otorgó también otros dones, además de tu cuerpo, frágil como el de otras criaturas… tan frágiles como tú. Fuera de este mundo y de la raza humana existe otro de espíritus invisibles que nos rodea, pues está en todas partes, y estos espíritus nos vigilan y tienen la misión de guardarnos. Y cuando estemos agonizando de dolor y vergüenza, y el desprecio de todos nos persiga, y el odio nos aplaste, los ángeles ven nuestro suplicio y reconocen nuestra inocencia, si somos inocentes, como yo sé que tú lo eres de la culpa que con tanto aparato ha lanzado contra ti el señor Brocklehurst, instigado por la señora Reed, pues lo leo en tu mirada luminosa y en tu frente despierta. Dios está esperando la separación del cuerpo y del alma para coronarnos con el premio que hayamos merecido. ¿Por qué desesperamos, si la vida es tan breve y la muerte es el atrio de la felicidad y de la gloria?

- Porque yo tengo menos méritos que ella para merecerlo. Ella puede acudir a su antigua amistad y a la costumbre que usted ha establecido de comprarle juguetes, y la costumbre crea los derechos. En cambio yo, desde el momento que soy una extraña para usted, no tengo por qué pensar que se ocupe de mí.

Antes de comenzar tengo que advertirle que la tal historia le va a sonar a algo muy conocido, pero las cosas antiguas suelen refrescarse y valorizarse cuando pasan por el tamiz de otros labios.

- No es imposible – repetí yo con desdén -. Mi corazón no es para ti. Para ti guardo la constancia de un compañero, la sinceridad de un soldado, la lealtad, la camaradería y hasta el respeto de un neófito y la sumisión a un superior, si así lo prefieres.

02 octubre 2007

Knut Hamsun (Hambre, 1890)



Ed. Zig-Zag, 1930

Kunt Hamsun .... Cuanta desesperación se siente al leerlo!

Apoyando los codos sobre el alfeizar e incorporándome, saqué afuera la cabeza para bañarme de aire. Era ciertamente un claro día, la anunciación del otoño, la estación fina y sutil que muda y transforma los colores.

-Espere usted, hombre, espere. ¡Aquí se deja usted dos pequeñas miserias, nada, que con ser tan poco es lo único que en el mundo posee!
Y sus palabras infligían tan duramente mi situación, sonaban tan tristes en la agonía de la tarde, que comencé a llorar…
El viento soplaba cada vez más fuerte, arrastrando las nubes que celaban la luz; con la noche, el frío se hacía más agudo. Anduve llorando por toda aquella calle; sentía una tal compasión de mí mismo, que las palabras con que intentaba consolarme arrancaban de mí nuevos sollozos…

… Desde hace veinte primaveras, día por día y hora por hora, estuve esperando este momento; la noche estrellada sabe de mis súplicas y de mis impaciencias; he acompañado vuestras tristezas con mis dolores y nada me fue más grato que poner en vuestros ensueños el tibio aroma de mis esperanzas…
Me encontraba ahora en el momento lírico del hambre; exento de dolor sentíame ingrávido y ligero como una pluma. Y de esta pura ingravidez eran mis pensamientos. Atado a la sorpresa de mi expresión me di en buscarle significado.

Al llegar a la calle me dio la idea de que lo que debía pedir era un panecillo en vez de una bujía. Estaba indeciso; me paré un momento reflexionando. ¡No, de ninguna manera! – concluí al fin -. Desgraciadamente, no me encontraba yo en estado de soportar ninguna comida; en el momento en que volviese a ingerir algo sería presa de las mismas alucinaciones, de las mismas quimeras y propensiones absurdas; mi artículo tampoco se acabaría, y era preciso ofrecérselo al director antes que tuviese tiempo de olvidarme. ¡De ninguna manera! Resueltamente me decidí por la bujía y penetré en la tienda.

¿Por qué no me habría delatado? Entonces habría alcanzado mi vida un fin. Y mis manos no habrían opuesto resistencia a las esposas; al contrario, se habrían ofrecido. ¡Dios del cielo, el resto de mi vida por un segundo de felicidad, por un momento de reconciliación con la vida! ¡Por una vez al menos!...

Clifford D. Simak (Estación de tránsito, 1963)


Way Station
Biblioteca de Ciencia Ficción Orbis, 1986
Traducción: J. Ribera

No te muevas y sabrás; simplemente escu­cha las estrellas...

Que puedo decir, un comienzo un poco lento y descriptivo, cuya historia va increscendo de una forma sublime, hasta alcanzar un climax...., sorprendente, como la música de GYBE. Además, de Way Station, recomiendo total y absolutamente Ciudad, la historia de los humanos contada por perros.

Fragmentos:

Así fue corno todo empezó, pensaba Enoch, hacía casi cien años. Las divagaciones hechas al amor de la lumbre se convirtieron en realidad y la Tierra ya figuraba en todas las cartas galácticas, como estación de tránsito para muchos viajeros que iban de una a otra estrella. Que de momento fueron extraños para él, pero que ahora ya no lo eran. Ya no existían extraños. Bajo cualquier forma, bajo cualquier finalidad, para él todos eran personas.

Se había acordado entonces de que había estado sen­tado en la escalera, pensando en lo solo que estaba y en un nuevo comienzo, sabiendo que era inevitable empezar de nuevo, empezar otra vez desde cero para volver a edi­ficar su vida.
Y aquí, de pronto, estaba aquel nuevo comienzo... más terrible y maravilloso que todo cuanto hubiera podido soñar, incluso en un momento de demencia.

… Había muchas cosas, se dijo, que el hom­bre no sólo tendría que aprender, sino que desaprender, si alguna vez quería convertirse en un miembro de la cultura galáctica.

Enoch, tieso y erecto, incapaz de hablar, estaba apresa­do por un helado terror, mientras un millón de pensamien­tos inconexos giraban en círculo en su cerebro.

En pie allí, a los rayos ponientes de postrimerías del estío, estremecióse a un aire frío que pareció estar soplando de alguna ignota dimensión de irrealidad, preguntándose por vez primera (por primera vez se había, visto obligado a preguntárselo) qué clase de hombre era él. ¿Un hombre encantado que debía pasar la vida ni comple­tamente extranjero ni completamente humano, que di­vidía las lealtades, con viejos fantasmas para recorrer los años y millas con él, cualquiera que fuese la vida que escogiera, la de la Tierra o la de las estrellas? ¿Un mestizo cultural, no comprendiendo ni a la Tierra ni a las estrellas, teniendo una deuda con ambas, pero no pagando ninguna? ¿Un sin hogar, una criatura errante que no podía reconocer la verdad de la mentira, habiendo visto tan diferentes (y lógicas) versiones de ambas?

Su mareo se diluyó en el suelo bajo él, y le sucedió una paz... la paz del terreno de árboles y bosques, y de la pri­mera calma y quietud de la caída de la noche. Como si el firmamento y las estrellas y el mismo espacio se hubiesen inclinado junto a él y le estuvieran cuchicheando su esen­cial y única singularidad. Y por un instante le pareció que había asido el borde de alguna gran verdad, y que con esta verdad había llegado a un consuelo y a una grandeza que jamás antes conociera.

… Convertía la distancia más lejana en algo cercano, transformaba lo complejo en algo simple y alejaba toda clase de temores y de penas, aún habiendo en ello una cierta sensación de profunda aflicción, como si uno supiera que nunca, en todo lo que le quedara de vida, viviría un instante como éste, y que al momento siguiente lo perdería y ya jamás sería capaz de recuperarlo. Y, sin embargo, no era así como transcurría todo, porque este instante dominante seguía y seguía existiendo.