02 octubre 2007

Clifford D. Simak (Estación de tránsito, 1963)


Way Station
Biblioteca de Ciencia Ficción Orbis, 1986
Traducción: J. Ribera

No te muevas y sabrás; simplemente escu­cha las estrellas...

Que puedo decir, un comienzo un poco lento y descriptivo, cuya historia va increscendo de una forma sublime, hasta alcanzar un climax...., sorprendente, como la música de GYBE. Además, de Way Station, recomiendo total y absolutamente Ciudad, la historia de los humanos contada por perros.

Fragmentos:

Así fue corno todo empezó, pensaba Enoch, hacía casi cien años. Las divagaciones hechas al amor de la lumbre se convirtieron en realidad y la Tierra ya figuraba en todas las cartas galácticas, como estación de tránsito para muchos viajeros que iban de una a otra estrella. Que de momento fueron extraños para él, pero que ahora ya no lo eran. Ya no existían extraños. Bajo cualquier forma, bajo cualquier finalidad, para él todos eran personas.

Se había acordado entonces de que había estado sen­tado en la escalera, pensando en lo solo que estaba y en un nuevo comienzo, sabiendo que era inevitable empezar de nuevo, empezar otra vez desde cero para volver a edi­ficar su vida.
Y aquí, de pronto, estaba aquel nuevo comienzo... más terrible y maravilloso que todo cuanto hubiera podido soñar, incluso en un momento de demencia.

… Había muchas cosas, se dijo, que el hom­bre no sólo tendría que aprender, sino que desaprender, si alguna vez quería convertirse en un miembro de la cultura galáctica.

Enoch, tieso y erecto, incapaz de hablar, estaba apresa­do por un helado terror, mientras un millón de pensamien­tos inconexos giraban en círculo en su cerebro.

En pie allí, a los rayos ponientes de postrimerías del estío, estremecióse a un aire frío que pareció estar soplando de alguna ignota dimensión de irrealidad, preguntándose por vez primera (por primera vez se había, visto obligado a preguntárselo) qué clase de hombre era él. ¿Un hombre encantado que debía pasar la vida ni comple­tamente extranjero ni completamente humano, que di­vidía las lealtades, con viejos fantasmas para recorrer los años y millas con él, cualquiera que fuese la vida que escogiera, la de la Tierra o la de las estrellas? ¿Un mestizo cultural, no comprendiendo ni a la Tierra ni a las estrellas, teniendo una deuda con ambas, pero no pagando ninguna? ¿Un sin hogar, una criatura errante que no podía reconocer la verdad de la mentira, habiendo visto tan diferentes (y lógicas) versiones de ambas?

Su mareo se diluyó en el suelo bajo él, y le sucedió una paz... la paz del terreno de árboles y bosques, y de la pri­mera calma y quietud de la caída de la noche. Como si el firmamento y las estrellas y el mismo espacio se hubiesen inclinado junto a él y le estuvieran cuchicheando su esen­cial y única singularidad. Y por un instante le pareció que había asido el borde de alguna gran verdad, y que con esta verdad había llegado a un consuelo y a una grandeza que jamás antes conociera.

… Convertía la distancia más lejana en algo cercano, transformaba lo complejo en algo simple y alejaba toda clase de temores y de penas, aún habiendo en ello una cierta sensación de profunda aflicción, como si uno supiera que nunca, en todo lo que le quedara de vida, viviría un instante como éste, y que al momento siguiente lo perdería y ya jamás sería capaz de recuperarlo. Y, sin embargo, no era así como transcurría todo, porque este instante dominante seguía y seguía existiendo.

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