08 julio 2008

Miguel Ángel Asturias (El señor presidente, 1946)



(Unidad Editorial, 1999)

- Pero eso, ¿cómo lo supo…? – murmuró el estudiante, mientras que el sacristán se enjugaba el llanto con la punta de los dedos, destripándose las lágrimas en los ojos.

¡Yo, que perdí los ojos en una borrachera sin saber cómo, la pierna derecha en otra borrachera sin saber cuándo, y la otra en otra borrachera, víctima de un automóvil, sin saber ónde!...

…Y todo él temblaba en su interior. Se tocó un pie con otro. Le comía la falta de clavo en la cruz en que estaba. “Los borrachos tienen no se qué de ahorcados cuando marchan – se dijo -, y los ahorcados no se qué de borrachos cuando patalean o los mueve el viento”

Lo arrebató sin demora de la claridad, apretujándolo contra sus senos pletóricos de leche. Quejábase de Dios en un lenguaje inarticulado de palabras amasadas con llanto; por ratitos se le paraba el corazón y, como un hipo agónico, lamento tras lamento, balbucía: ¡hij!… ¡hij!… ¡hij!… ¡hij!…

En el corazón del viejo Canales se desencadenaban los sentimientos que acompañan las tempestades del alma del hombre de bien en presencia de la injusticia. Le dolía su país como si se le hubiera podrido la sangre. Le dolía afuera y en la médula, en la raíz del pelo, bajo las uñas, entre los dientes.
La víspera le habían trasladado de la Segunda Sección de Policía a la Penitenciaría Central, con gran aparato de fuerza, en carruaje cerrado, a altas horas de la noche; sin embargo, tanto le alegró verse en la calle, oírse en la calle, sentirse en la calle, que por un momento creyó que lo llevaban a su casa: la palabra se le deshizo en la boca amarga, entre cosquilla y lágrima.

Abatido por la pena sentía que el cuerpo se le enfriaba. Impresión de lluvia y adormecimiento de los miembros, de enredo con fantasmas cercanos e invisibles en un espacio más amplio que la vida, en el que el aire está solo, sola la luz, sola la sombra, solas las cosas.
El médico rompía la ronda de sus pensamientos.

No pudo hablar. Blanca, como el pañuelo que rasgaba con los dientes, se quedó quieta, inerte, ausente, gesticulando con las manos perdidas en los dedos.
Después de todo, ya estando allí, se le hacía imposible que fusilaran a su marido, así como así; así, de una descarga, con balas, con armas, hombre como él, gente como él, con ojos, con boca, con manos, con pelo en la cabeza, con uñas en los dedos, con dientes en la boca, con lengua, con galillo… No era posible que lo fusilaran hombres así, gente con el mismo color de piel, con el mismo acento de voz, con la misma manera de ver, de oír, de acostarse, de levantarse, de amar, de lavarse la cara, de comer, de reír, de andar, con las mismas creencias y las mismas dudas…

Fedor Dostoievski (El jugador, 1866)


(Salvat, 1969)

Dostoievski es en buena medida el Alexei Ivánovich de la novela, un ruso pobre pero culto que deambula por el extranjero, atolondrado, incongruente, presa de una agitación febril que le hace perder las mejores oportunidades, que supedita su vida al azar de la ruleta, a un juego que anula su voluntad y al que apuesta todas sus esperanzas, su amor, su futuro. Pero la novela no se limita al estudio de un carácter, y la autobiografía se ensancha para describirnos, en una serie de tipos, una especie de infierno al que los mismos personajes se condenan voluntariamente, del que se resisten a salir, del que en realidad sólo salen, expulsados del casino y ya sin dinero – es decir, deshonrados -, para sentir el resto de sus vidas la nostalgia de aquellos momentos supremos de emoción y riesgo (prólogo).

¡Sí, en esos instantes uno olvida todas las desgracias anteriores! Porque esto lo había conseguido arriesgando más que la vida; me había atrevido a correr el riesgo y ¡de nuevo era hombre!

Vivo, claro, en una constante zozobra; juego muy poco y espero algo, hago cálculos, permanezco días enteros ante la mesa de juego y observo; el juego no me abandona ni en los sueños, pero me parece como si me hubiera insensibilizado, como si permaneciese hundido en una ciénaga.

Walter M. Miller Jr. (Cántico a San Leibowitz, 1959)


(Bruguera, 1972)

El aliento necesario para gritar sería mejor emplearlo en correr.

- Está bien – le interrumpió el sacerdote. Sólo una sombra de revulsión cruzó su vieja cara.

¡Simples! ¡Sí, sí! ¡Soy simple! ¿Eres simple? ¡Construiremos una ciudad y la llamaremos “Ciudad Simple” porque para entonces todos los bastardos inteligentes que causaron esto estarán muertos! ¡Simples! ¡Vamos! ¡Esto les servirá de lección! ¿Hay alguien aquí que no sea simple? ¡Si lo hay, coged al bastardo!

Para escapar de la ira de aquella multitud de simples, los hombres cultos que quedaban con vida huyeron a cualquiera de los santuarios que les ofrecían asilo. La Santa Iglesia los recibió, los vistió con hábitos monacales y trató de ocultarlos en tantos monasterios y conventos como habían sobrevivido y que podían ser habitados de nuevo, porque las religiones no eran muy despreciadas por la multitud a no ser que la desafiasen o aceptasen el martirio.
A veces el santuario era seguro, pero en general no resultó así. Los monasterios fueron invadidos, los archivos y libros sagrados quemados, los refugiados apresados y juzgados sumariamente y colgados o quemados. Al poco tiempo de iniciada, la Simplificación dejó de tener un plan o un propósito y se convirtió en un loco frenesí de crímenes en masa y destrucción, como suele ocurrir cuando los últimos restos de orden social desaparecen. La locura se transmitió a los niños, acostumbrados como estaban, no sólo a olvidar, sino a odiar, y oleadas de furia se reprodujeron esporádicamente hasta la cuarta generación después del Diluvio. Entonces, la ira se dirigió, no contra los sabios, pues ya no quedaba ninguno, sino contra los que sabían leer y escribir.

Su cometido no anunciado, y al principio sólo vagamente definido, era conservar la historia humana para los tataranietos de los nietos de los simples que querían destruirla… Sus miembros eran o bien “contrabandistas de libros” o “memorizadores”, según la tarea asignada. Los contrabandistas introducían clandestinamente libros al sudoeste y los enterraban allí en barriles. Los memorizadores se aprendían de memoria volúmenes enteros de historia, escrituras sagradas, literatura, ciencia, por si algún infortunado contrabandista de libros era apresado, torturado y obligado a delatar dónde estaban los barriles.

Puedes emplear el tiempo que te sobre en hacer duplicados de cualquiera de las copias que estén en malas condiciones. Si algo más se mezcla en el conjunto, procuraré no darme cuenta.

Aún el susurro de la propia respiración parecía ser suavemente devuelto por el eco de los distantes ábsides.

Porque la duda no implica negación. La duda es una poderosa herramienta que debería ser aplicada a la historia.

“¡Qué tonterías, viejo! – se reprendió a sí mismo -. Cuando estás cansado de vivir, los simples cambios te parecen malévolos, ¿no es así? Porque cualquier cambio estorba la paz letal del cansancio de la vida. Existe el diablo, claro que sí, pero no le carguemos con más de lo que su condenación merece. ¿Tan cansado estás de la vida, viejo fósil?”

….Si trata de guardar la sabiduría hasta que el mundo sea sabio, padre, el mundo nunca la tendrá.

Samuel R. Delany (La intersección de Einstein, 1967)


(Minotauro, 1973)

Estaba demasiado cansado para comer, demasiado hambriento para dormir. Junto con esta paradoja el sueño y la comida dejaron la categoría de placer, que era donde yo siempre los había puesto, y se transformaron en obligaciones, partes de ese trabajo loco en el que yo, parecía, estaba metido. Mojé el pan en el guiso, lo llevé a la boca, mordí, y me estremecí.

Perdí el aliento en alguna parte, y tardó mucho en volverme a los pulmones. Al fin me bajó rugiendo a la garganta, en boqueadas, y giró en torbellino dentro del pecho magullado. ¿Costillas rotas? Sólo dolor. Y un nuevo rugido cuando volví a respirar. Los ojos se me llenaron de lágrimas.


Mientras miraba comenzó a llover. A veces ocurren catástrofes dolorosas. Luego sigue algo pequeño, quizá agradable, y uno llora. Como la lluvia. Lloré.

No es que el amor yerre a veces, sino que es, por esencia, un error. Nos enamoramos cuando sobre otra persona nuestra imaginación proyecta inexistentes perfecciones. Un día la fantasmagoría se desvanece, y con ella muere el amor (Ortega y Gasset / Estudios sobre el amor).

- Oh, tengo un pequeño sitio donde se sientan los cansados, comen los hambrientos, beben los sedientos, y se entretienen los aburridos.

…Tienes que darle esta exacta importancia: es indefinible; te implica necesariamente; es maravilloso, terrible, profundo, inefable si quieres explicarlo; opaco si quieres ver a través; sin embargo te incita a viajar, decide tus puntos de escala y de partida, puede impulsarte con amor y odio,…

José Saramago (Casi un objeto, 1983)


Objecto Quase
Punto de Lectura, 2006

Silla
Embargo
Reflujo
Cosas
Centauro
Desquite

Embargo

Cuando sintió todo esto empezó a llorar bajito, con un gañido, miserablemente, y así estuvo hasta que un perro escuálido, llegado de la lluvia, fue a ladrarle, sin convicción, a la puerta del coche.

Cosas

Salió de la plaza por una calle larga con dos hileras de árboles que hacían más espesas las tinieblas. Por allí nadie le exigiría que mostrase la mano. Pasaba gente rápidamente, pero la rapidez no significaba que tuviesen dónde estar o supiesen adónde ir. Andar deprisa era apenas, en todos los sentidos, una fuga.

Una pequeña laguna luminosa cintila sobre la piel, se desliza muy lentamente hacia la boca, la calienta.