Ed. Nascimento, 1971
Alguna vez dijo: “El periodismo de batalla es la única forma de conocer a la gente, al estar en un contacto diario con personas que van desde el más encopetado ente cultural hasta el más viejo vecino de una criolla población callampa”. Su oficio de escritor lo estimaba trágico: "Hay que luchar contra muchas trincheras para poder surgir con algo en las manos que tenga el sabor a conquista literaria. Nunca hemos creído que se tiene que tener una actitud literaria frente a la vida, sino como seres humanos. La literatura es un oficio en que nos jugamos la vida, pero siempre reservándonos lo mejor para convivir con la gente".
José Donoso afirmó de este libro "era la mejor prosa de su generación"
Algunos fragmentos:
Alguna vez dijo: “El periodismo de batalla es la única forma de conocer a la gente, al estar en un contacto diario con personas que van desde el más encopetado ente cultural hasta el más viejo vecino de una criolla población callampa”. Su oficio de escritor lo estimaba trágico: "Hay que luchar contra muchas trincheras para poder surgir con algo en las manos que tenga el sabor a conquista literaria. Nunca hemos creído que se tiene que tener una actitud literaria frente a la vida, sino como seres humanos. La literatura es un oficio en que nos jugamos la vida, pero siempre reservándonos lo mejor para convivir con la gente".
José Donoso afirmó de este libro "era la mejor prosa de su generación"
Algunos fragmentos:
Los socios
-¡No era para menos socio!
-Claro que no. Subimos a los cerros, y desde arriba se veían las calles de color morado, llenas de vino. Nadie quería bajar, sólo los perros.
-Se curarían con el olor.
-No, tomando. Metían la lengua en las acequias y después ladraban de lado, afirmándose en la pared.
Zapatos para Estubigia
Una botella, los dos vasos, Estubigia y ese reflejo de la luz sobre los cristales y un punto y un violento chisporroteo, luego la mano, otra vez los nudos de los dedos, el movimiento del brazo, los ojos entrando en los ojos, un lento movimiento del silencio:
-¿Mucho viento?
-Como siempre.
-¿Viene el surazo?
-A lo mejor.
Sólo sonidos, palabras sueltas, palabras idas, palabras polvorientas, palabras absurdas, palabras sin sentido. Ahora no dicen nada. Se perdieron las palabras. Jamás nadie las encontró ni las encontrará en ningún oído, en ninguna memoria. ¿Qué más? Las quejas, los celos, los reproches, las dudas, el miedo:
-¿Qué te pasa, Florián? ¡Ya no eres el mismo!
-A lo mejor.
-Algo tienes…
Un ademán como diciendo: ¡basta!, pero contestando con una pregunta:
-¿Crees tú?
-Se te nota a la legua. No “estás” aquí. El rayo fulgurante de los vasos, el relámpago de los cristales, los círculos diamantinos, el crujido del silencio, la alteración y pulsación del mar cuando los seres lo escuchan y dejan de ser humanos y se renuevan con las olas, estupefactos, destrozados, calmos, feroces, piadosos.
El auriga Tristán Cardenilla
Una tarde trotando por la Avenida Prat, noté que el animal pisaba en falso, como si tuviera dos patas más largas o más cortas que las otras, dando bote, soltando el freno. Comprendí que se estaba muriendo, mientras se justificaba con humildad: Hasta aquí no más llegamos, viejito.
-¿Te vas a ir, entonces? -le pregunté.
-Llegó la hora - confesó con tristeza el caballo.
-¡Qué es eso! le dije para darle ánimo.
-Puedo pedir algo? -consultó.
-Claro que sí.
-¿Así a lo amigo?
-A lo amigote.
-¿A lo cumpimpa?
-A lo cumpimpa -acepté llorando.
-Es algo que no tiene importancia.
-Pide, pide lo que quieras -agregué, sonándome.
-No quiero que los niños me tiren piedras -dijo justo cuando la muerte le llegó a los ojos y se los puso duros, como de vidrio, y yo me quedé mirando en ese reflejo frío.
Había empezado a llover, lentamente, como para abrigarnos, como para protegernos, como para herirnos aun más.
Llegaron un carabinero y un fotógrafo.
Busqué un bar, me despaché dos botellas al hilo, tratando de contar la historia de un caballo muerto bajo la lluvia que no interesó a nadie. Pensé, mientras miraba el temporal, que usaría corbata negra, para recordar su memoria, igual que esos viudos que uno ve en la calle, sin saber para qué lado partir, solos, solos, pero tan solos, que dan ganas de abrazarlos, de decirles algo para que no renieguen de la vida y de la hermosa luz que nos alumbra a cada instante.