10 julio 2007


Valentine Penrose (La condesa sangrienta, 1962)

La Comtesse sanglante


Ediciones Siruela, 1996


Ilava estaba blanco. El castillo, cuadrado, emergiendo de entre la nieve, parecía preso en el hielo de sus fosos. Erzsébet, que había bajado de Csejthe para ir a Bicse, circulaba en carruaje por el camino real donde la nieve era menos espesa y que, al huir, cruzaban animalillos y pájaros de color marfil que lucían rayas y manchas rojas. En el coche, calientapiés y pieles de oso conservaban el calor de las mujeres amontonadas bajo prendas de piel. Erzsébet dormitaba, envuelta en pieles de martas enteras, erizada como un suntuoso animal engalanado para el invierno. Le disgustaba ir a esa boda, tener que vivir durante semanas la vida de una invitada de categoría a la que nunca se deja a su albedrío, rodeada de sirvientas extrañas que continuamente cruzarían por su cuarto. Sin contar a la anfitriona que podía visitarla inopinadamente. Iba tan disgustada, dando tumbos por el camino de Bicse, que sintió apuntar en sí la extraña advertencia que tan bien conocía, y que la ira o un deseo contrariado siempre habían provocado en los Báthory. Sin el menor pretexto, dio orden de que fueran por una de las jóvenes sirvientas que la acompañaban. Hasta precisó su nombre. En su semidelirio, veía siempre desfilar ante sus ojos los rostros de las jóvenes campesinas en que más se había fijado mientras se dedicaban a sus tareas en las habitaciones o en los patios. Por otra parte, siempre llevaba encima una lista de los nombres de estas muchachas. Pues, en un momento dado, era a ésta a la que tenía necesidad de sacrificar, y no a otra; y pronto.
La nieve, suspendida del cielo pero dispuesta a seguir cayendo, creaba ese ambiente propio del desierto, del invierno, de la montaña, donde todo es sólo estepa estéril, donde los límites se disuelven, donde desaparece todo sentimiento de responsabilidad. La muchacha llegó llorando. La empujaron dentro de la carroza, ante la Condesa, que se puso a morderla frenéticamente y a pellizcarla donde podía. Debió de ser entonces, como era frecuente tras tan crueles libertades, cuando la Condesa cayó en uno de esos trances que, precisamente, buscaba.
Mientras las damas de compañía rodeaban solícitamente a su señora, en medio de la habitual turbación, la joven campesina se escabulló fuera de la carroza, sin hacer ruido en la blanda nieve, y dejó borrarse en el horizonte ya gris de los cortos días invernales el maldito coche con su vampiro dentro. Permaneció así mientras caía la noche, a la que estaba acostumbrada, poniéndose nieve en las mordeduras, atemorizada sin embargo, escuchando si los animales de la llanura comenzaban a merodear. Pero ya en la lontananza del camino se había inmovilizado un bulto negro. De repente, hubo mucha agitación en torno al bulto, se encendieron antorchas. La campesina echó a correr y emprendió la huida por el campo. Pronto la cogieron y la llevaron de nuevo hacia el coche donde los lacayos, Dorkó y Jó Ilona la esperaban. Dorkó vociferaba. Pero la Condesa, inclinándose, le murmuró unas breves palabras al oído.
Cuando llegaron a las cercanías del castillo de Ilava, muy próximo, los lacayos fueron a sacar agua de debajo del hielo de los fosos, de entre los juncos que el invierno había secado. Jó Ilona le había arrancado la ropa a la joven sirvienta y la tenía, desnuda, de pie en la nieve, en medio del corro de las antorchas. Le echaron por encima el agua, que se le congeló instantáneamente sobre el cuerpo. Erzsébet miraba desde la portezuela de la carroza. La muchacha intentó débilmente moverse hacia el calor de las antorchas; volvieron a echarle agua. No pudo caer, al no ser ya más que una alta estalagmita muerta, con la boca abierta, que se veía a través del hielo. La enterraron al borde del camino, en el campo, bajo la nieve. Hundieron un poco el cadáver en la tierra, donde germinan los bulbos del tulipán silvestre y de la almizcleña azul que florecerán al llegar la primavera.

Pero, ¿qué decir del círculo mágico y qué esperanza puede haber en él, universo especial cerrado a contrapelo por antiguas llaves, con firmas de carbón que sellan, acuñan una y otra vez la mente para convertirla en una moneda de la naturaleza, tantas veces enajenada como dada?

El verdadero terror humano no es la muerte: es el antiguo caos por el que fluye la nada.

Lo que le quedaba, en medio de sus viejas sirvientas, insignificantes a sus ojos, que se plegaban a todos sus caprichos, era su reino subterráneo, en el que se embriagaba con su propia gloria, en el que podía, sin discusión, entregarse a su verdad, ordeñando, solitaria, la sangre para recibirla en su estática belleza.

Y se llevó, intacta, entre las manos a esta raza demente, cruel y enamorada, como un guijarro no lavado por el arrepentimiento; y se hundió con ella.