31 agosto 2007

Knut Hamsun (Pan, 1894)


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Un día el doctor me habló de Eduarda y, contra mi miedo, su nombre, al mezclarse en la conversación, no me impresionó; le oí referirse a sus opiniones, a sus actos, sin emoción alguna, cual si se tratase de persona o, más bien, de cosa lejana, sin la menor relación con mi vida; y esta sensación, a la vez balsámica y triste, me hacía pensar una y otra vez: "¡Qué de prisa olvidamos!"

Su voz penetra como un rayo de sol por la puerta de mi cabaña, y mi sangre dormida acelera su curso y me sube al rostro.

—Tiene razón: soy torpe en sociedad y necesito de la indulgencia... Sólo en el bosque, donde mi falta de cortesanía no molesta a nadie, vivo bien; en cuanto abandono esta querida soledad, necesito vigilarme yo mismo y hasta tener quien me vigile.
—Sus inconveniencias son tantas, que es imposible no cansarse de sufrirlas y de prevenirlas.


—Pues es algo extraordinario. Una mañana, por ejemplo, la pasas entera paseando por un camino en el que esperas encontrar a una persona querida, que no llega por la simple razón de tener cualquier ocupación más interesante para ella en otra parte... Ya ves qué cosa tan sencilla. Conocí a un viejo lapón, ciego desde hacía cincuenta años, que a los setenta imaginábase poder ver un poquito mejor cada día. Los progresos resultaban lentos, lentísimos; pero de no interrumpirse —decía él—, "dentro de seis o siete años podré entrever el sol". Sus cabellos eran negros como los de un joven, y en cambio, sus ojos eran blancos; fumábamos muchas veces juntos, y me decía que de niño había visto perfectamente... Era fuerte, tenaz en la esperanza. Cuando me iba me acompañaba algún trecho, y deteniéndose de vez en cuando, me decía: "Allí está el Sur; allá el Norte; seguirás esa dirección unos trescientos pasos y luego torcerás a la derecha, ¿no es así?" "Así es", decíale yo, y él sonreía entonces satisfecho, asegurándome que la prueba de que veía mejor era que cincuenta años antes no me habría podido indicar la dirección tan exactamente. Luego casi a cuatro patas, se metía en su cabañuela y, sentado junto al fuego, dedicábase a acariciar el anhelo de recobrar la vista... Ya ves... La esperanza es cosa curiosa, Eva. Mira si es curiosa, que yo espero olvidar a la persona que no quiso pasar por el camino en donde yo estuve toda la mañana esperándola.

Se fue en seguida, y colmado por tanta amabilidad, me aislé en el baile para saborear mi dicha, y me despedí poco después. ¡Cuánta bondad, cuánta inesperada bondad! ¿Cómo podría correspondería? El frío entumecía mis manos y una sensación deliciosa de inexistencia me impedía cerrar los puños. Llegué tarde a mi cabaña porque di un rodeo para ir a preguntar al muelle si el vapor llegaría al día siguiente antes de la noche... Por desgracia, hasta la próxima semana no estaría allí; así que cuando me encontré en mi albergue me puse a sacar del cofre el traje mejor y a limpiarlo y zurcirlo con ganas hondas y pueriles de llorar... Al terminar la obra me acosté; mas una idea importuna le cerró el paso al sueño: "Ha sido una estratagema — me dije—; de no haber estado allí, no habría sido invitado... Y, sin embargo, no se puede negar que me instó y hasta mostró miedo de recibir a última hora una excusa."
Pasé mal la noche, y muy de mañana salí para el bosque, transido, malhumorado, febril... ¡Ah! ¿De modo que se preparaba una gran recepción en Sirilund en honor del barón? Pues lo que yo debía hacer era no ir ni disculparme... Estaba decidido... ¡No faltaba más!
La neblina extendióse densa y una humedad glacial me impregnó la ropa y entorpeció mis movimientos; no llovía, mas sentía la cara mojada y yerta de frío. De tarde en tarde alguna ráfaga hacía circular sobre el paisaje jirones dormidos de bruma. El día pasó y sobrevino el crepúsculo, verdadero heraldo de una noche sin luz y sin estrellas. Como no tenía prisa, erré tranquilamente, y hasta me aventuré en dirección desconocida con el deseo de perderme en una de las partes inexploradas del bosque.


… El fresco del otoño, el frío del invierno, han entumecido sus sentidos, que dormirán castamente hasta la primavera... No, no vendrá ni ella ni ninguna mientras las plantas estén sin flor y el cielo sin esplendor... Es tiempo de reposar, de recordar... El sol se ha hundido ya en las olas y tardará en volver a alzarse.

Cae la noche, el muelle se borra y una melancolía infinita invade en amargo oleaje mi corazón… El buque jadea y empieza a moverse. Se encienden las luces de tierra y puedo leer en una fachada este letrero: “Depósito de sal y toneles vacíos”… Poco a poco las letras se empequeñecen por la distancia, se embrollan, se extinguen… La luna y las estrellas surgen, las montañas delinean en el horizonte sus curvaturas de gigantes, y tras el acantilado aparece el inmenso bosque… ¡Qué emoción! Allí está el molino, allí estaba mi cabaña, allí está, solitaria y gris, la enorme piedra que respetó el incendio… ¡Ah, Iselina! ¡Eva!
Y la noche boreal amortaja con su tristeza el paisaje.

Máximo Gorki (La Madre, 1907)



Ed. EDAF, 1966

Tenía la voz baja pero firme, y en los ojos le relucía un deseo obstinado. Pelagia comprendió que su hijo estaba consagrado para siempre a un algo misterioso y terrible. En la vida, todo le había parecido siempre inevitable; se había acostumbrado a someterse sin reflexio­nar; se echó a llorar dulcemente, sin encontrar palabras en su corazón, oprimido por la angustia y la pena.

-¡Yo mismo no entiendo cómo ha sucedido! En la niñez todos me daban miedo… Cuando crecí, empecé a odiarlos… a unos, por cobardes; a otros, no sé por qué… Ahora ya no es lo mismo; creo que me dan lástima… No entiendo cómo, pero el corazón se me puso más tierno cuando supe que había una verdad para los hombres y que no todos tienen la culpa de lo ignominioso de su vida…

-¿Hay en el mundo un alma que no haya sentido ofensa? A mí me han ultrajado ya tanto, que me cansé de montar en cólera. ¿Qué hará uno, si la gente no puede obrar de otro modo? Las injurias me molestan mucho, me impiden trabajar…, pero no puede uno evitarlas, y si se detiene a pensarlo, es tiempo que pierde. ¡Así es la vida! Tiempo atrás me enfadaba con todos…, luego vino la reflexión y vi que todos tenían el corazón hecho pedazos. Cada cual teme el golpe del vecino y trata de golpearle primero. ¡La vida es así, madrecita!

… Le palpitaba de ansiedad el corazón. Apréciale que sus palabras se habían disipado sin dejar huella en aquellos hombres, como gotas de lluvia cuando salpican la tierra agrietada por larga sequía…

-¡Es un muchacho difícil!... Pero ya se le pasará. Yo también he sido como él. Cuando el corazón no se quema con ardor, se le acumula dentro mucho hollín…

Aturdida, sin darse cuenta de lo que estaba viendo, la madre no quitaba los ojos de Rybin. Hablaba él, y oía ella el sonido de su voz, pero las palabras volaban sin despertar eco en el vacío tembloroso y oscuro de su corazón…

-¡Hay que ver, qué horrible! Un puñado de hombres estúpidos, golpean, ahogan y oprimen a todo el mundo para defender su funesto poder sobre el pueblo… Aumenta la ferocidad, y la crueldad se hace ley de la vida… ¡Reflexione! Unos pegan y se portan como brutos, porque tienen la impunidad asegurada, porque sienten por dentro la necesidad voluptuosa de atormentar, ese mal repugnante de los esclavos a quienes permiten manifestar sus instintos serviles y sus hábitos bestiales en toda su fuerza. Otros están envenenados por la venganza; los terceros, idiotizados a golpes, se vuelven ciegos y mudos… ¡Pervierten al pueblo, al pueblo entero!

Sonrió la madre, sin comprender… Todo lo que iba pasando no era para ella más que el prefacio, inútil y forzoso, de algo terrible, que dejaría aplastados con frío terror a todos los asistentes…

… Aquellos cuerpos debían excitar en ellos una envidia impotente y mala, una avidez ardiente de agotados y enfermos. Hacían chascar los labios y se lamentaban de no tener aquellos músculos, capaces de trabajar y enriquecer, de gozar y crear. Ahora, tales cuerpos iban a salir de la circulación activa de la vida, renunciaban a ella, no podrían ya poseerlos, aprovechar su fuerza ni devorarlos. Por eso los muchachos inspiraban a los viejos jueces la animosidad vengativa y desolada de una fiera débil que ve carne fresca, pero carece ya de energía para apresarla.

Cuando las dos mujeres se separaron, Lludmila miró a Pelagia de frente y preguntó en voz baja:
-¿Sabe que da gusto estar con usted?
Y se contestó a sí misma:
-¡Sí! Es como estar en una montaña muy alta, al amanecer…