31 agosto 2007

Máximo Gorki (La Madre, 1907)



Ed. EDAF, 1966

Tenía la voz baja pero firme, y en los ojos le relucía un deseo obstinado. Pelagia comprendió que su hijo estaba consagrado para siempre a un algo misterioso y terrible. En la vida, todo le había parecido siempre inevitable; se había acostumbrado a someterse sin reflexio­nar; se echó a llorar dulcemente, sin encontrar palabras en su corazón, oprimido por la angustia y la pena.

-¡Yo mismo no entiendo cómo ha sucedido! En la niñez todos me daban miedo… Cuando crecí, empecé a odiarlos… a unos, por cobardes; a otros, no sé por qué… Ahora ya no es lo mismo; creo que me dan lástima… No entiendo cómo, pero el corazón se me puso más tierno cuando supe que había una verdad para los hombres y que no todos tienen la culpa de lo ignominioso de su vida…

-¿Hay en el mundo un alma que no haya sentido ofensa? A mí me han ultrajado ya tanto, que me cansé de montar en cólera. ¿Qué hará uno, si la gente no puede obrar de otro modo? Las injurias me molestan mucho, me impiden trabajar…, pero no puede uno evitarlas, y si se detiene a pensarlo, es tiempo que pierde. ¡Así es la vida! Tiempo atrás me enfadaba con todos…, luego vino la reflexión y vi que todos tenían el corazón hecho pedazos. Cada cual teme el golpe del vecino y trata de golpearle primero. ¡La vida es así, madrecita!

… Le palpitaba de ansiedad el corazón. Apréciale que sus palabras se habían disipado sin dejar huella en aquellos hombres, como gotas de lluvia cuando salpican la tierra agrietada por larga sequía…

-¡Es un muchacho difícil!... Pero ya se le pasará. Yo también he sido como él. Cuando el corazón no se quema con ardor, se le acumula dentro mucho hollín…

Aturdida, sin darse cuenta de lo que estaba viendo, la madre no quitaba los ojos de Rybin. Hablaba él, y oía ella el sonido de su voz, pero las palabras volaban sin despertar eco en el vacío tembloroso y oscuro de su corazón…

-¡Hay que ver, qué horrible! Un puñado de hombres estúpidos, golpean, ahogan y oprimen a todo el mundo para defender su funesto poder sobre el pueblo… Aumenta la ferocidad, y la crueldad se hace ley de la vida… ¡Reflexione! Unos pegan y se portan como brutos, porque tienen la impunidad asegurada, porque sienten por dentro la necesidad voluptuosa de atormentar, ese mal repugnante de los esclavos a quienes permiten manifestar sus instintos serviles y sus hábitos bestiales en toda su fuerza. Otros están envenenados por la venganza; los terceros, idiotizados a golpes, se vuelven ciegos y mudos… ¡Pervierten al pueblo, al pueblo entero!

Sonrió la madre, sin comprender… Todo lo que iba pasando no era para ella más que el prefacio, inútil y forzoso, de algo terrible, que dejaría aplastados con frío terror a todos los asistentes…

… Aquellos cuerpos debían excitar en ellos una envidia impotente y mala, una avidez ardiente de agotados y enfermos. Hacían chascar los labios y se lamentaban de no tener aquellos músculos, capaces de trabajar y enriquecer, de gozar y crear. Ahora, tales cuerpos iban a salir de la circulación activa de la vida, renunciaban a ella, no podrían ya poseerlos, aprovechar su fuerza ni devorarlos. Por eso los muchachos inspiraban a los viejos jueces la animosidad vengativa y desolada de una fiera débil que ve carne fresca, pero carece ya de energía para apresarla.

Cuando las dos mujeres se separaron, Lludmila miró a Pelagia de frente y preguntó en voz baja:
-¿Sabe que da gusto estar con usted?
Y se contestó a sí misma:
-¡Sí! Es como estar en una montaña muy alta, al amanecer…

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