02 agosto 2007

Augusto Roa Bastos (El Trueno entre las hojas, 1953)



Ed. Bruguera, 1981

...La intencionalidad radica en un humanismo antropocéntrico e inmanente por el cual afirma al hombre en tanto se lo considera capaz de realizar todos los valores y de adueñarse del mundo y de la vida, moldeándolos a su servicio. El optimismo que se desprende de esta concepción constituye la fuerza motriz con que Roa Bastos enfrenta el fatalismo histórico de su tierra paraguaya. Es por ello que, si bien los personajes de El trueno entre las hojas – tanto individuales como colectivos – son mostrados en su enfrentamiento con situaciones límite (la muerte, la lucha, el sufrimiento) como única realidad radical y medida de su aniquilamiento, hay siempre una cuota de esperanza que trasciende la circunstancialidad concreta para proyectarse a un orden justo y armonioso. (Fragmento del Prólogo escrito por Mabel Piccini)

Escribe Marx en El Capital: “En efecto, el reino de la libertad sólo comienza allí donde termina el trabajo impuesto por la necesidad y por la coacción de los fines externos….”, idea que tiene su explicación en aquella otra de origen hegeliano: “el trabajo es el acto de la autocreación del hombre”. Dentro del humanismo marxista, el trabajo es, pues, una categoría antropológica, en tanto se manifiesta como una expresión de la vida, como actividad y no como mercancía. (Fragmento del Prólogo escrito por Mabel Piccini)

Carpincheros

Era infalible. Un rato después, los cachiveos pasaban peinando la cabellera de cometa verde del río. El corazón le palpitaba fuertemente a Margaret. Sus ojillos encandilados rodaban en las estelas de seda líquida hasta que el último de los cachiveos desaparecía en el otro recodo detrás del brillo espectral del banco de arena roído por los pequeños cráteres de sombra.

- ¡Gretchen..., Gretchen…! – su grito agrio y seco tiene ya la desmemoriada insistencia de la locura.

El viejo señor Obispo

- Ya no se puede confiar ni en los obispos. Usted debió cumplir con su deber denunciando a esos sucios traidores de la patria.
- La tiranía no es la patria, señor general – dijo el Obispo -. Los oprimidos tienen derecho a la rebelión. Yo cumplo con mi deber de sacerdote y de ciudadano ayudándolos.
- ¡Usted no es más que un perro tonsurado! – le gritó muy cerca del rostro, casi escupiéndolo, el generalote enfurecido.
- ¡Un perro subversivo! – ratificó con el mismo furor el jefe de policía secreta, un mestizo pequeño, hinchado por la ira como un sapo de cobre con moteaduras vinosas.

La excavación

No le quedaba otro recurso que cavar hacia delante. Cavar con todas sus fuerzas, sin respiro; cavar con el plato, con las uñas, hasta donde pudiese. Quizá no eran cinco metros los que faltaban; quizá no eran veinticinco días de zapa los que aún lo separaban del boquete salvador de la barranca del río. Quizá eran menos, sólo unos cuantos centímetros, unos minutos más de arañazos profundos. Se convirtió en un topo frenético. Sintió cada vez más húmeda la tierra. A medida que le iba faltando el aire, se sentía más animado. Su esperanza crecía con la asfixia. Un poco de barro tibio entre los dedos le hizo prorrumpir en un grito casi feliz. Pero estaba tan absorto en su emoción, la desesperante tiniebla de túnel lo envolvía de tal modo, que no podía darse cuenta de que no era la proximidad del río, de que no eran las filtraciones las que hacían ese lodo tibio, sino su propia sangre brotando debajo de las uñas en las yemas heridas por la tosca. Ella, la tierra densa e impenetrable, era ahora la que, en el epílogo del duelo mortal comenzado hacía mucho tiempo, lo gastaba a él sin fatiga y lo empezaba a comer aún vivo y caliente.

Regreso

El alarido se hace más agudo. Lacú ve a una mujer de luto que se arrastra a los pies de un jefe militar alto y obeso lleno de antorchados. Se abraza a sus pies y le pide clemencia para el hijo que van a fusilar. El jefe la aparta violentamente con el pie y levanta la mano al oficial que manda el pelotón. Al hombre en camisa lo han puesto de espaldas contra un montículo de tierra. Tiene vendados los ojos.
El oficial grita: “¡Preparen….!”. A Lacú le golpea enloquecidamente el corazón. Ha visto morir a los hombres, pero esta forma de matar a un hombre en lo que parece una fiesta le impresiona singularmente, le subleva intimamente. El oficial grita: “¡Apunten…!” Entonces el hombre se arranca la venda de los ojos, de un manotazo se rasga la camisa y golpeándose el pecho con el puño, grita a su vez. La voz llega nítida y conocida a los oídos de Lacú:
- Disparen aquí, cobardes….! ¡Adiós, mamá…! ¡Viva el Paraguay…!
Cuando llegó a Lacú el grito estentóreo de su hermano, la descarga cerrada del pelotón se anuda a su última palabra.

Galopa en dos tiempos

Uno de los intermitentes sismos políticos del país lo expulsó, junto con muchos otros, camino del destierro. Y Rosa desapareció en una de las grietas que quedaron abiertas en la corteza social que se tragaron sin piedad a muchas como ella.

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