16 noviembre 2007

Raúl Ruiz (Poética del cine, 1995)

Ed. Sudamericana, 2000

Las películas de Ruiz producen un doble efecto de fascinación por la extrañeza de éstas y su disconformidad con los esquemas narrativos y visuales dominantes. Al respecto, Ruiz propone algunas soluciones, siempre provisionales, ante ciertas estructuras consideradas inamovibles, destacando la oposición entre linealidad y simultaneidad, unicidad y pluralidad, continuidad y discontinuidad. Aunque el pensamiento de Ruiz no constituye un sistema, el lector hallará en la lectura de estos ensayos, las preocupaciones propias de un cine de proyectos ambiciosos y claramente definidos.

Algunos fragmentos:

Nada cuesta discernir en esta descripción las tres etapas del aburrimiento: un sentimiento de aprisionamiento, la evasión por el sueño y finalmente la ansiedad, como si nos sintiésemos culpables de algún acto espantoso que no hemos cometido.

Tratemos de formular el problema tal como se nos presenta a comienzos de los años 60. A uno de nosotros, paseando un día por la calle San Diego, en Santiago de Chile, y al pasar ante una sala de cine, le vienen ganas de entrar en ella. No hay nadie en la boletería que le venda una entrada, ninguna cinta se anuncia en el afiche, pero desde afuera se escuchan los efectos sonoros de una película de guerra, así como los compases de una música familiar, índices claros de que al interior tiene lugar una proyección. Nuestro amigo entra para no salir nunca más de allí. Tan realista es la película, que nuestro camarada no tendrá jamás la certeza de haberla dejado. Hablo, se entiende, de un film total, el cual no estaría dirigido sólo a la vista y al oído, sino a todos los sentidos: olfato, tacto, gusto. Unas minúsculas contracciones musculares darían a pensar que corremos, saltamos o que acariciamos el cuerpo de una mujer que amamos, mientras que una vaga salivación bastaría para mimar el apetito. El paso del tiempo sería difícil de apreciar: los instantes serían eternos, los minutos prolongarían su duración, las horas transcurrirían laboriosamente, los días desfilarían, los meses correrían y los años volarían (cito, por supuesto, al poeta Nicanor Parra).

Volvamos a la idea de reconstrucción de secuencias ficticias a partir de las imágenes terminales estudiadas por Florenski. Si una serie de imágenes abstractas, poco diferentes entre sí, desencadenan una cascada de figuras en tercera dimensión, y esta cascada puede provocar a su vez memorias virtuales de cosas que pueden haber tenido lugar, entonces la posibilidad de abolir la distinción entre la vigilia y sueño, pasado y presente, y muy especialmente entre pasados concebibles, futuros concebibles y el presente, deja de ser impensable. Florenski evoca la situación siguiente: un hombre a punto de ser guillotinado se desmaya. Lo conducen inconsciente al cadalso en una camilla, y no se despierta sino en el momento de acercarse a la guillotina; pero, justo antes, el condenado ha vivido una secuencia ilusoria invertida en la cual ha visto desfilar toda su vida – con la salvedad de que no se trataba de su propia vida, sino de una inventada -, la que se termina con el episodio que había provocado el sueño: la decapitación.

Si digo que debemos desconfiar de la industria y de la manera, en cierto modo, demasiado perfecta con la cual la mercancía industrial apunta a producir inocencia en el público, es porque mi crítica va contra el riesgo que esta inocencia nos expone a sufrir. Porque la inocencia de que se trata no es otra que la de los corderos y, como se sabe, al final del sendero se disimula casi siempre un matadero, lo cual sería una manera un tanto ovina de operar el encuentro con el más allá.

Algunos años más tarde, comprendí que la irrupción abrupta de un film en otro film no era suficiente para impregnarlo de magia; sin embargo, creo haber entendido que todo film conlleva siempre otro film secreto, y que para descubrirlo bastaba con desarrollar el don de la doble visión que cada uno posee. Este don, que Dalí podría haber llamado “método crítico paranoico”, consiste sencillamente en ver en una cinta no ya la secuencia narrativa que se da a ver efectivamente, sino el potencial simbólico y narrativo de las imágenes y de los sonidos aislados del contexto. Una película secreta no aparecerá casi nunca en la primera visión, y aunque es evidente que un pésimo film (pero, ¿qué es un pésimo film?) conlleva demasiados films clandestinos, no es menos cierto que no basta con que éste sea del todo malo para que llegue a ser apasionante. Una película mala carece de un sistema de vigilancia eficaz, o sea no llega a controlar la narración ni la coherencia en la actuación de los comediantes; o digamos mejor que se puede entrar y salir de ella con facilidad extrema, de manera que una verdadera multitud de pasajeros clandestinos circulan allí incansablemente. En tanto que una cinta bien vigilada, por ejemplo A Touch of Evil (Sed de mal), estimula nuestra capacidad de ardid.

Todos nosotros somos poseedores de verdaderos tesoros de obsesiones en nuestra cabeza y en nuestro cuerpo: una manía, un juego numérico, una amante invisible, un acto heroico por realizar, un crimen deleitable cometido o por cometer, un deporte, un instante eterno.

En el tercer caso, Julio César, aficionado a la astrología, descubre, aún joven, su destino en las estrellas. Sabe que será víctima fatal de una conspiración; sabe que el número de sus asesinos será catorce, pero no ve sino trece. Cuando por fin, en el momento mismo del crimen, descubre que la estrella que faltaba era Bruto, exclama: Entonces eras tú. Puede ahora morir con la satisfacción de un lector de novelas policiales que, habiendo descubierto al asesino, cierra el libro y se duerme.

El último encuentro

Un pequeño aporte para su blog Sandor Marai y su libro El Último Encuentro. Mónica Hinrichsen.

“Uno está convencido, y mi padre todavía lo enten­día así, de que la amistad es un servicio. Al igual que el ena­morado, el amigo no espera ninguna recompensa por sus sentimientos. No espera ningún galardón, no idealiza a la persona que ha escogido como amiga, ya que conoce sus defectos y la acepta así, con todas sus consecuencias. Esto sería el ideal. Ahora hace falta saber si vale la pena vivir, si vale la pena ser hombre sin un ideal así. Y si un amigo nues­tro se equivoca, si resulta que no es un amigo de verdad, ¿podemos echarle la culpa por ello, por su carácter, por sus debilidades? ¿Qué valor tiene una amistad si sólo amamos en la otra persona sus virtudes, su fidelidad, su firmeza? ¿Qué valor tiene cualquier amor que busca una recompen­sa? ¿No sería obligatorio aceptar al amigo desleal de la mis­ma manera que aceptamos al abnegado y fiel? ¿No sería justamente la abnegación la verdadera esencia de cada rela­ción humana, una abnegación que no pretende nada, que no espera nada del otro? ¿Una abnegación que cuanto más da, menos espera a cambio? Y si uno entrega a alguien toda la confianza de su juventud, toda la disposición al sacrificio de su edad madura y finalmente le regala lo máximo que un ser humano puede dar a otro, si le regala toda su confianza ciega, sin condiciones, su confianza apasionada, y después se da cuenta de que el otro le es infiel y se comporta como un canalla, ¿tiene derecho a enfadarse, a exigir venganza? Y si se enfada y pide venganza, ¿ha sido un amigo él mismo, el engañado y abandonado? ¿Ves?, este tipo de cuestiones teóricas me han ocupado desde que me quedé solo.”


“—Porque en la vida de un hombre no solamente ocurren las cosas. (…) Uno también construye lo que le ocurre. Lo construye, lo invoca, no deja escapar lo que le tiene que ocurrir. Así es el hombre. Obra así incluso sabiendo o sintiendo desde el principio, desde el primer instante, que lo que hace es algo fatal. Es como si se mantu­viera unido a su destino, como si se llamaran y se crearan mutuamente. No es verdad que la fatalidad llegue ciega a nuestra vida, no. La fatalidad entra por la puerta que noso­tros mismos hemos abierto, invitándola a pasar. No existe ningún ser humano lo bastante fuerte e inteligente para evitar mediante palabras o acciones el destino fatal que le deparan las leyes inevitables de su propia naturaleza y ca­rácter.”


“¿Qué significa la fidelidad, qué esperamos de la persona a quien amamos? Yo ya soy viejo, y he reflexiona­do mucho sobre esto. ¿Exigir fidelidad no sería acaso un grado extremo de la egolatría, del egoísmo y de la vanidad, como la mayoría de las cosas y de los deseos de los seres humanos? Cuando exigimos a alguien fidelidad, ¿es acaso nuestro propósito que la otra persona sea feliz? Y si la otra persona no es feliz en la sutil esclavitud de la fidelidad, ¿amamos a la persona a quien se la exigimos? Y si no ama­mos a esa persona ni la hacemos feliz, ¿tenemos derecho a exigirle fidelidad y sacrificio? Ahora, al final de mi vida, ya no me atrevería a responder a estas preguntas, si alguien me las formulase (…). Pero, en fin, así es el hombre, que incluso siendo inteligente y experimenta­do puede hacer muy poco en contra de su naturaleza y de sus obsesiones.”


“Sobrevivir a al­guien a quien se quiere tanto como para llegar al homici­dio, sobrevivir a alguien por quien nos habríamos dejado matar por amor es uno de los crímenes más misteriosos e incalificables de la vida. Los códigos penales no reconocen este delito. Pero nosotros dos sí que lo hacemos (…). He visto la paz y la guerra, he visto la miseria y la grandeza, te he visto cobarde y me he visto a mí mismo vani­doso, he visto la confrontación y el acuerdo. Pero en el fondo, quizás el último significado de nuestra vida haya sido esto: el lazo que nos mantuvo unidos a alguien, el lazo o la pasión, llámalo como quieras. ¿Es ésta la pregunta? Sí, ésta es. Qui­siera que me dijeras —continúa, tan bajo como si temiera que alguien estuviera a sus espaldas, escuchando sus pala­bras— qué piensas de esto. ¿Crees tú también que el sentido de la vida no es otro que la pasión, que un día colma nuestro corazón, nuestra alma y nuestro cuerpo, y que después arde para siempre, hasta la muerte, pase lo que pase? ¿Y que si he­mos vivido esa pasión, quizás no hayamos vivido en vano? ¿Que así de profunda, así de malvada, así de grandiosa, así de inhumana es una pasión?… ¿Y que quizás no se concentre en una persona en concreto, sino en el deseo mismo?… Tal es la pregunta. O puede ser que se concentre en una persona en concreto, la misma siempre, desde siempre y para siempre, en una misma persona misteriosa que puede ser buena o mala, pero que no por ello, ni por sus acciones ni por su ma­nera de ser, influye en la intensidad de la pasión que nos ata a ella. Respóndeme, si sabes responder —dice elevando la voz, casi exigiendo.— ¿Por qué me lo preguntas? —dice el otro con cal­ma—. Sabes que es así.”