Ed. Sudamericana, 2000
Las películas de Ruiz producen un doble efecto de fascinación por la extrañeza de éstas y su disconformidad con los esquemas narrativos y visuales dominantes. Al respecto, Ruiz propone algunas soluciones, siempre provisionales, ante ciertas estructuras consideradas inamovibles, destacando la oposición entre linealidad y simultaneidad, unicidad y pluralidad, continuidad y discontinuidad. Aunque el pensamiento de Ruiz no constituye un sistema, el lector hallará en la lectura de estos ensayos, las preocupaciones propias de un cine de proyectos ambiciosos y claramente definidos.
Algunos fragmentos:
Nada cuesta discernir en esta descripción las tres etapas del aburrimiento: un sentimiento de aprisionamiento, la evasión por el sueño y finalmente la ansiedad, como si nos sintiésemos culpables de algún acto espantoso que no hemos cometido.
Tratemos de formular el problema tal como se nos presenta a comienzos de los años 60. A uno de nosotros, paseando un día por la calle San Diego, en Santiago de Chile, y al pasar ante una sala de cine, le vienen ganas de entrar en ella. No hay nadie en la boletería que le venda una entrada, ninguna cinta se anuncia en el afiche, pero desde afuera se escuchan los efectos sonoros de una película de guerra, así como los compases de una música familiar, índices claros de que al interior tiene lugar una proyección. Nuestro amigo entra para no salir nunca más de allí. Tan realista es la película, que nuestro camarada no tendrá jamás la certeza de haberla dejado. Hablo, se entiende, de un film total, el cual no estaría dirigido sólo a la vista y al oído, sino a todos los sentidos: olfato, tacto, gusto. Unas minúsculas contracciones musculares darían a pensar que corremos, saltamos o que acariciamos el cuerpo de una mujer que amamos, mientras que una vaga salivación bastaría para mimar el apetito. El paso del tiempo sería difícil de apreciar: los instantes serían eternos, los minutos prolongarían su duración, las horas transcurrirían laboriosamente, los días desfilarían, los meses correrían y los años volarían (cito, por supuesto, al poeta Nicanor Parra).
Volvamos a la idea de reconstrucción de secuencias ficticias a partir de las imágenes terminales estudiadas por Florenski. Si una serie de imágenes abstractas, poco diferentes entre sí, desencadenan una cascada de figuras en tercera dimensión, y esta cascada puede provocar a su vez memorias virtuales de cosas que pueden haber tenido lugar, entonces la posibilidad de abolir la distinción entre la vigilia y sueño, pasado y presente, y muy especialmente entre pasados concebibles, futuros concebibles y el presente, deja de ser impensable. Florenski evoca la situación siguiente: un hombre a punto de ser guillotinado se desmaya. Lo conducen inconsciente al cadalso en una camilla, y no se despierta sino en el momento de acercarse a la guillotina; pero, justo antes, el condenado ha vivido una secuencia ilusoria invertida en la cual ha visto desfilar toda su vida – con la salvedad de que no se trataba de su propia vida, sino de una inventada -, la que se termina con el episodio que había provocado el sueño: la decapitación.
Si digo que debemos desconfiar de la industria y de la manera, en cierto modo, demasiado perfecta con la cual la mercancía industrial apunta a producir inocencia en el público, es porque mi crítica va contra el riesgo que esta inocencia nos expone a sufrir. Porque la inocencia de que se trata no es otra que la de los corderos y, como se sabe, al final del sendero se disimula casi siempre un matadero, lo cual sería una manera un tanto ovina de operar el encuentro con el más allá.
Algunos años más tarde, comprendí que la irrupción abrupta de un film en otro film no era suficiente para impregnarlo de magia; sin embargo, creo haber entendido que todo film conlleva siempre otro film secreto, y que para descubrirlo bastaba con desarrollar el don de la doble visión que cada uno posee. Este don, que Dalí podría haber llamado “método crítico paranoico”, consiste sencillamente en ver en una cinta no ya la secuencia narrativa que se da a ver efectivamente, sino el potencial simbólico y narrativo de las imágenes y de los sonidos aislados del contexto. Una película secreta no aparecerá casi nunca en la primera visión, y aunque es evidente que un pésimo film (pero, ¿qué es un pésimo film?) conlleva demasiados films clandestinos, no es menos cierto que no basta con que éste sea del todo malo para que llegue a ser apasionante. Una película mala carece de un sistema de vigilancia eficaz, o sea no llega a controlar la narración ni la coherencia en la actuación de los comediantes; o digamos mejor que se puede entrar y salir de ella con facilidad extrema, de manera que una verdadera multitud de pasajeros clandestinos circulan allí incansablemente. En tanto que una cinta bien vigilada, por ejemplo A Touch of Evil (Sed de mal), estimula nuestra capacidad de ardid.
Todos nosotros somos poseedores de verdaderos tesoros de obsesiones en nuestra cabeza y en nuestro cuerpo: una manía, un juego numérico, una amante invisible, un acto heroico por realizar, un crimen deleitable cometido o por cometer, un deporte, un instante eterno.
En el tercer caso, Julio César, aficionado a la astrología, descubre, aún joven, su destino en las estrellas. Sabe que será víctima fatal de una conspiración; sabe que el número de sus asesinos será catorce, pero no ve sino trece. Cuando por fin, en el momento mismo del crimen, descubre que la estrella que faltaba era Bruto, exclama: Entonces eras tú. Puede ahora morir con la satisfacción de un lector de novelas policiales que, habiendo descubierto al asesino, cierra el libro y se duerme.
Tratemos de formular el problema tal como se nos presenta a comienzos de los años 60. A uno de nosotros, paseando un día por la calle San Diego, en Santiago de Chile, y al pasar ante una sala de cine, le vienen ganas de entrar en ella. No hay nadie en la boletería que le venda una entrada, ninguna cinta se anuncia en el afiche, pero desde afuera se escuchan los efectos sonoros de una película de guerra, así como los compases de una música familiar, índices claros de que al interior tiene lugar una proyección. Nuestro amigo entra para no salir nunca más de allí. Tan realista es la película, que nuestro camarada no tendrá jamás la certeza de haberla dejado. Hablo, se entiende, de un film total, el cual no estaría dirigido sólo a la vista y al oído, sino a todos los sentidos: olfato, tacto, gusto. Unas minúsculas contracciones musculares darían a pensar que corremos, saltamos o que acariciamos el cuerpo de una mujer que amamos, mientras que una vaga salivación bastaría para mimar el apetito. El paso del tiempo sería difícil de apreciar: los instantes serían eternos, los minutos prolongarían su duración, las horas transcurrirían laboriosamente, los días desfilarían, los meses correrían y los años volarían (cito, por supuesto, al poeta Nicanor Parra).
Volvamos a la idea de reconstrucción de secuencias ficticias a partir de las imágenes terminales estudiadas por Florenski. Si una serie de imágenes abstractas, poco diferentes entre sí, desencadenan una cascada de figuras en tercera dimensión, y esta cascada puede provocar a su vez memorias virtuales de cosas que pueden haber tenido lugar, entonces la posibilidad de abolir la distinción entre la vigilia y sueño, pasado y presente, y muy especialmente entre pasados concebibles, futuros concebibles y el presente, deja de ser impensable. Florenski evoca la situación siguiente: un hombre a punto de ser guillotinado se desmaya. Lo conducen inconsciente al cadalso en una camilla, y no se despierta sino en el momento de acercarse a la guillotina; pero, justo antes, el condenado ha vivido una secuencia ilusoria invertida en la cual ha visto desfilar toda su vida – con la salvedad de que no se trataba de su propia vida, sino de una inventada -, la que se termina con el episodio que había provocado el sueño: la decapitación.
Si digo que debemos desconfiar de la industria y de la manera, en cierto modo, demasiado perfecta con la cual la mercancía industrial apunta a producir inocencia en el público, es porque mi crítica va contra el riesgo que esta inocencia nos expone a sufrir. Porque la inocencia de que se trata no es otra que la de los corderos y, como se sabe, al final del sendero se disimula casi siempre un matadero, lo cual sería una manera un tanto ovina de operar el encuentro con el más allá.
Algunos años más tarde, comprendí que la irrupción abrupta de un film en otro film no era suficiente para impregnarlo de magia; sin embargo, creo haber entendido que todo film conlleva siempre otro film secreto, y que para descubrirlo bastaba con desarrollar el don de la doble visión que cada uno posee. Este don, que Dalí podría haber llamado “método crítico paranoico”, consiste sencillamente en ver en una cinta no ya la secuencia narrativa que se da a ver efectivamente, sino el potencial simbólico y narrativo de las imágenes y de los sonidos aislados del contexto. Una película secreta no aparecerá casi nunca en la primera visión, y aunque es evidente que un pésimo film (pero, ¿qué es un pésimo film?) conlleva demasiados films clandestinos, no es menos cierto que no basta con que éste sea del todo malo para que llegue a ser apasionante. Una película mala carece de un sistema de vigilancia eficaz, o sea no llega a controlar la narración ni la coherencia en la actuación de los comediantes; o digamos mejor que se puede entrar y salir de ella con facilidad extrema, de manera que una verdadera multitud de pasajeros clandestinos circulan allí incansablemente. En tanto que una cinta bien vigilada, por ejemplo A Touch of Evil (Sed de mal), estimula nuestra capacidad de ardid.
Todos nosotros somos poseedores de verdaderos tesoros de obsesiones en nuestra cabeza y en nuestro cuerpo: una manía, un juego numérico, una amante invisible, un acto heroico por realizar, un crimen deleitable cometido o por cometer, un deporte, un instante eterno.
En el tercer caso, Julio César, aficionado a la astrología, descubre, aún joven, su destino en las estrellas. Sabe que será víctima fatal de una conspiración; sabe que el número de sus asesinos será catorce, pero no ve sino trece. Cuando por fin, en el momento mismo del crimen, descubre que la estrella que faltaba era Bruto, exclama: Entonces eras tú. Puede ahora morir con la satisfacción de un lector de novelas policiales que, habiendo descubierto al asesino, cierra el libro y se duerme.