Editorial Anagrama, 2015
—Os lo ruego, no os mováis —dice.
Después acerca el pincel al rostro
de la mujer, vacila un instante, lo apoya sobre sus labios y lentamente hace
que se deslice de un extremo al otro de la boca. Las cerdas se tiñen de rojo
carmín. Él las mira, las sumerge levemente en el agua y levanta de nuevo la
mirada hacia el mar. Sobre los labios de la mujer queda la sombra de un sabor
que la obliga a pensar «agua de mar, este hombre pinta el mar con el mar» —y es
un pensamiento que provoca escalofríos.
Ella hace un rato que se ha dado la
vuelta, y está ya midiendo de nuevo la inmensa playa con el matemático rosario
de sus pasos, cuando el viento pasa por la tela para secar una bocanada de luz rosácea,
flotando desnuda sobre el blanco. Uno podría pasarse horas mirando ese mar, y
ese cielo, y todo lo demás, pero no podría encontrar nada de ese color. Nada
que se pueda ver.
Deja la pluma, dobla la hoja, la mete en un sobre. Se
levanta, coge de su baúl una caja de caoba, levanta la tapa, deja caer la carta
en su interior, abierta y sin señas. En la caja hay centenares de sobres
iguales. Abiertos y sin señas.
Bartleboom tiene treinta y ocho años. Él cree que en
alguna parte, por el mundo, encontrará algún día a una mujer que, desde
siempre, es su mujer. De vez en cuando lamenta que el destino se obstine
en hacerle esperar con obstinación tan descortés, pero con el tiempo ha
aprendido a pensar en el asunto con gran serenidad. Casi cada día, desde hace
ya años, toma la pluma y le escribe. No tiene nombre y no tiene señas para poner
en los sobres, pero tiene una vida que contar. Y ¿a quién sino a ella? Él cree que
cuando se encuentren será hermoso depositar en su regazo una caja de caoba
repleta de cartas y decirle
—Te esperaba.
Ella abrirá la caja y lentamente, cuando quiera, leerá
las cartas una a una y retrocediendo por un kilométrico hilo de tinta azul
recobrará los años —los días, los instantes— que ese hombre, incluso antes de
conocerla, ya le había regalado. O tal vez, más sencillamente, volcará la caja
y, atónita ante aquella divertida nevada de cartas, sonreirá diciéndole a ese
hombre
—Tú estás loco.
Y lo amará para siempre.
—Son estudios fatigosos, y también
difíciles, no puede negarse, pero es importante comprender.
Describir. La última voz que he
escrito ha sido Crepúsculos. ¿Sabéis?, es genial eso de que los días acaben. Es
un sistema genial. Los días y después las noches. Y de nuevo los días. Parece
banal, pero detrás hay talento. Y ahí donde la naturaleza decide colocar sus
propios límites, estalla el espectáculo. Los crepúsculos. Los he estudiado
durante semanas. No es fácil comprender un crepúsculo. Posee sus tiempos, sus
medidas, sus colores. Y puesto que no hay un crepúsculo, ni uno, insisto, que
sea idéntico a otro, el científico debe saber discernir entonces los detalles y
aislar la esencia hasta poder decir esto es un crepúsculo, el crepúsculo. ¿Os
aburro?
Ann Deverià no se aburría. Es decir:
no más de lo habitual.
—De este modo he llegado al mar. El
mar. Él también acaba, como todo lo demás, pero veréis, aquí también ocurre en
parte como con los crepúsculos, lo difícil es aislar la idea, o sea, resumir
kilómetros y kilómetros de acantilados, orillas, playas, en una única imagen,
en un concepto que sea el final del mar, algo que se pueda escribir en pocas
líneas, que pueda estar en una enciclopedia, para que después la gente, al
leerla, pueda comprender que el mar acaba, y cómo, independientemente de todo lo
que pueda suceder a su alrededor, independientemente de…
Suspendida sobre la última comisa del mundo,
a un paso del fin del mar, la posada Almayer dejaba que la oscuridad, una noche
más, enmudeciera poco a poco los colores de sus muros, y de la tierra toda y
del océano entero. Parecía —allí, tan solitaria— como olvidada. Casi como si
una procesión de posadas, de todo tipo, hubiera pasado un día por allí,
bordeando el mar, y de entre todas se hubiera separado una, por cansancio, y,
dejando que pasaran a su lado las compañeras de viaje, hubiera decidido pararse
sobre aquel barrunto de colina, rindiéndose a su propia debilidad, reclinando
la cabeza y esperando el final. Así era la posada Almayer. Tenía esa belleza de
la que sólo los vencidos son capaces. Y la limpidez de las cosas débiles. Y la
soledad, perfecta, de lo que se ha perdido.
Mi adorada:
Dios sabe cuánto echo en falta, en
esta hora melancólica, el consuelo de vuestra presencia y el alivio de vuestras
sonrisas. El trabajo me cansa y el mar se rebela a mis obstinados intentos por
comprenderlo. No me había imaginado lo difícil que podía ser estar delante de
él. Y vago, dando vueltas con mis instrumentos y mis cuadernos, sin hallar el principio
de lo que busco, la entrada a una respuesta cualquiera. ¿Dónde empieza el final
del mar? O más aún: ¿a qué nos referimos cuando decimos mar? ¿Nos referimos al
inmenso monstruo capaz de devorar cualquier cosa o esa ola que espuma en tomo a
nuestros pies? ¿Al agua que te cabe en el cuenco de la mano o al abismo que
nadie puede ver? ¿Lo decimos todo con una sola palabra o con una sola palabra
lo ocultamos todo? Estoy aquí, a un paso del mar, y ni siquiera soy capaz de
comprender dónde está él El mar. El mar.
Hoy he conocido a una mujer
bellísima. Pero no debéis estar celosa. Yo vivo sólo para vos.
Ismael A. Ismael Bartleboom
Un día, seis años antes, trajeron ante
el almirante Langlais a un hombre que, decían, se llamaba Adams. Alto, robusto,
pelo largo que le caía sobre los hombros, piel quemada por el sol. Habría podido
parecer un marinero como muchos otros. Pero para que se mantuviera en pie
tenían que sostenerlo, ni siquiera era capaz de caminar. Una repugnante herida
ulcerosa le marcaba el cuello.
Estaba absurdamente inmóvil, como
paralizado, ausente. Lo único que traslucía algún resto de conciencia era la
mirada. Parecía la mirada de un animal en agonía.
«Tiene la mirada del animal al acecho»,
pensó Langlais.
Dijeron que lo habían encontrado en una
aldea en el corazón de África. Había otros blancos por allí, esclavos, Pero él
era algo distinto. Él era el animal predilecto del jefe de la tribu. Permanecía
a cuatro patas, grotescamente decorado con plumas y piedras de colores, atado
con una cuerda al trono de aquella especie de rey. Comía los restos que él le
arrojaba. Tema el cuerpo martirizado por las heridas y los golpes. Había
aprendido a ladrar de un modo que divertía mucho al soberano. Si seguía vivo
era, probablemente, sólo por eso.
—¿Qué tiene que contarme? —preguntó
Langlais.
—Él, nada. No habla. No quiere hablar.
Pero los que estaban con él…, los demás esclavos… y también otros que lo han
reconocido, en el puerto…, en fin, que cuentan de él cosas extraordinarias, es
como si este hombre hubiera estado en todas partes, es un misterio… si uno
creyera en todo lo que se dice…
—¿Qué es lo que se dice?
Él, Adams inmóvil y ausente, en medio de
la habitación. Y a su alrededor la bacanal de la memoria y de la fantasía que
explota para pintar el aire con las aventuras de una vida que, dicen, es la
suya / trescientos kilómetros a pie en el desierto / jura que lo ha visto
transformarse en un negro y después volverse de nuevo blanco / porque tenía
tratos con el chamán local, ahí es donde aprendió a hacer el polvillo rojo que
/ cuando los capturaron, los ataron a todos a un único árbol enorme y esperaron
a que los insectos los cubrieran completamente, pero él empezó a hablar en una
lengua incomprensible y fue entonces cuando aquellos salvajes, de repente /
jurando que él había estado en aquellas montañas, donde no desaparece nunca la
luz, y por eso nadie ha vuelto nunca sano de mente, excepto él, que, al volver,
dijo solamente / en la corte del sultán, donde había sido aceptado por su voz,
que era bellísima, y él, cubierto de oro, tenía la misión de permanecer en la
sala de torturas y de cantar mientras los otros hacían su trabajo, todo para
que el sultán no tuviera que oír el fastidioso eco de los lamentos, sino la
belleza de aquel canto que / en el lago de Kabalaki, que es tan grande como el
mar, y allí creían que era el mar, hasta que construyeron una barca hecha de
hojas enormes, hojas de árbol, y con ella navegaron de una costa a la otra, y
en aquella barca estaba él, podría jurarlo / recogiendo diamantes en la arena,
con las manos, encadenados y desnudos, para que no pudieran huir, y él estaba justo
allí en medio, tan cierto como / todos decían que había muerto, la tempestad se
lo había llevado consigo, pero un día a uno le cortan las manos, delante de la
puerta Tesfa, a un ladrón de agua, y yo me fijo bien, y era él, él sin duda /
por eso se llama Adams, pero ha tenido miles de nombres, y uno, una vez, se lo
encontró cuando se llamaba Ra Me Nivar, que en la lengua local quería decir el
hombre que vuela, y otra vez, en las costas africanas / en la ciudad de los
muertos, donde nadie osaba entrar, porque había una maldición, desde hacía
siglos, que hacía que le explotaran los ojos a todos los que
—Es suficiente.
Langlais sabía todo eso. Y sin
embargo tomó a Adams consigo. Se lo robó a la miseria y lo llevó a su palacio.
Fuera cual fuere el mundo adonde había ido a refugiarse su mente, hasta allí
iría a buscarlo. Y se lo traería de regreso. No quería salvarlo. No era
exactamente eso. Quería salvar las historias que estaban escondidas en él. No
importaba el tiempo que necesitara: quería aquellas historias y las obtendría.
Sabía que Adams era un hombre
deshecho por su propia vida. Imaginaba su alma como una tranquila aldea
saqueada y dispersa por la invasión salvaje de una vertiginosa cantidad de
imágenes, sensaciones, olores, sonidos, dolores, palabras. La muerte que
aparentaba, cuando uno lo veía, era el resultado paradójico del estallido de
una vida. Un caos irrefrenable era lo que crepitaba bajo su mutismo y su
inmovilidad.
… mientras Langlais dejaba que mi mente
huyera siguiendo el rumbo de un navío bajel que voló, literalmente, sobre las
aguas de Malagar, y Adam calibraba la posibilidad de detenerse ante una rosa de
Borneo para observar los esfuerzos de un insecto absorto en escalar un pétalo
hasta el momento de renunciar a la empresa y volar lejos, en esto semejante y
conforme al navío, que el mismo instinto había tenido al remontar las aguas de
Malagar, hermanos ambos en el implícito rechazo de lo real y en la elección de
aquella fuga aérea, y unidos, en aquel instante, por ser imágenes
simultáneamente posadas en las retinas y en las memorias de dos hombres a los
que ya nada podría separar y que precisamente a aquellos dos vuelos, el del
insecto y el del velero, confiaban en el mismo instante igual zozobra por el
áspero sabor del final, y el desconcertante descubrimiento de lo silencioso que
es el destino cuando, de repente, estalla.
Lo primero es mi nombre, Savigny.
Lo primero es mi nombre, lo segundo
es la mirada de los que nos abandonaron —sus ojos, en aquel momento —los
mantenían clavados en la balsa, no lograban mirar hacia otra parte, pero no
había nada en el interior de aquella mirada, la nada absoluta, ni odio ni
piedad, remordimiento, miedo, nada. Sus ojos.
Lo primero es mi nombre, lo segundo
esos ojos, lo tercero un pensamiento: voy a morir, no moriré. Voy a morir no
moriré voy a morir no moriré voy —el agua llega hasta las rodillas, la balsa se
desliza bajo la superficie del mar, aplastada por el peso de demasiados
hombres— a morir no moriré voy a morir no moriré —el olor, olor de miedo, de
mar y de cuerpos, la madera que cruje bajo los pies, las voces, las cuerdas a
las que agarrarse, mi ropa, mis armas, la cara del hombre que— voy a morir no
moriré voy a morir no moriré voy a morir —las olas por todas partes, no hay que
pensar ¿dónde está la tierra?, ¿quién nos lleva?, ¿quién tiene el mando?, el
viento, la corriente, las plegarias como lamentos, las plegarias de rabia, el
mar que grita, el miedo que
Lo primero es mi nombre, lo segundo esos
ojos, lo tercero un pensamiento y lo cuarto es la noche que se acerca, nubes sobre
la luz de la luna, horrible oscuridad, ruidos solamente, es decir, gritos y
lamentos y plegarias y blasfemias, y el mar que se levanta y empieza a barrer
por todas partes aquel amasijo de cuerpos —sólo queda sujetarse a lo que se
pueda, una cuerda, los tablones, el brazo de alguien, toda la noche, dentro del
agua, bajo el agua, si hubiera una luz, una luz cualquiera, esta oscuridad es
eterna, e insoportable el lamento que acompaña a cada instante —pero un
momento, recuerdo, bajo el golpe de una ola imprevista, muro de agua, recuerdo,
de repente, el silencio, un silencio escalofriante, un instante, y yo que
grito, y que grito, y que grito,
Lo primero es mi nombre, ….
He comprendido lo que es verdaderamente
el odio sobre estos tablones ensangrentados, con el agua del mar encima,
pudriendo las heridas. Y no sabía lo que es la piedad antes de haber visto
nuestras manos de asesinos acariciando durante horas los cabellos de un
compañero que no acababa de morir.
He visto la fiereza en los moribundos
arrojados a patadas de la balsa, he visto la dulzura en los ojos de Gilbert
mientras besaba a su pequeño Léon, he visto la inteligencia en los gestos con
que Savigny bordaba su masacre, y he visto la locura en aquellos dos hombres
que una mañana abrieron sus alas y se marcharon volando, por el cielo. Aunque
viviera mil años más, amor sería el nombre del leve peso de Thérèse, entre mis
brazos, antes de deslizarse entre las olas. Y destino sería el nombre de este océano
mar, infinito y hermoso. No me equivocaba allá en la orilla, en aquellos
inviernos, al pensar que aquí se encontraba la verdad. He tardado años en
descender hasta el fondo del vientre del mar, pero he hallado lo que buscaba.
Las cosas ciertas. Incluso la más insoportable y atrozmente cierta entre todas.
Esta mar es un espejo. Aquí, en su vientre, me he visto a mí mismo. He visto de
verdad.
—Bastaría con que tú lo quisieras para salvarte.
Cómo decírselo a una mujer así, que tú querrías
salvarte, y todavía más, querrías salvarla a ella contigo, y no hacer otra cosa
que salvarla y salvarte, toda una vida, pero no es posible, cada uno tiene un
viaje que realizar, y entre los brazos de una mujer se termina recorriendo
caminos enrevesados, que ni siquiera comprendes tú, y en el momento preciso no
puedes contarlos, no tienes palabras para hacerlo, palabras que estén bien,
ahí, entre esos besos y sobre la piel, palabras apropiadas no las hay, puedes
pasarte una vida buscándolas en lo que eres y lo que has sentido, pero no las
encuentras, tienen siempre una música errónea, es la música lo que les falta,
ahí, entre los besos y sobre la piel, es cuestión de música. Así que al final
dices algo, pero resulta poca cosa.
De Langlais aprendió que de entre todas
las vidas posibles hay que anclarse a una para poder contemplar, serenamente,
todas las otras. A Langlais le regaló, una a una, las mil historias que un
hombre y una noche habían sembrado en ella, Dios sabe cómo, pero de una forma
indeleble y definitiva. Él la escuchaba, en silencio. Ella contaba. Terciopelo.
De Adams no hablaron nunca. Sólo en una
ocasión Langlais, levantando la vista de sus libros, dijo con lentitud
—Yo amaba a aquel hombre. Si sabéis lo
que quiere decir, yo lo amaba.
Langlais murió una mañana de verano,
devorado por un dolor infame y acompañado por una voz — terciopelo— que le
hablaba del perfume de un jardín, el más pequeño y bello de Tombuctú.
Al día siguiente, Elisewin se marchó.
Era a Carewall adonde quería regresar, lardaría un mes, o toda una vida, pero
allí regresaría. De lo que la esperaba no conseguía imaginarse gran cosa. Solo
sabía que todas aquellas historias, custodiadas en su interior, las tendría
consigo, y para siempre. Sabía que en cualquier hombre que amara buscaría el
sabor de Thomas. Y sabía que ninguna tierra escondería, en ella, la huella del
mar.
Todo lo demás no era nada todavía.
Inventarlo —eso sería lo maravilloso.
Uno tiene sus sueños, cosas suyas, íntimas, y después
la vida no quiere seguir jugando contigo, y te lo desmonta, un instante, una
frase, y todo se desvanece. Suele ocurrir. Por esa razón y no otra vivir es una
tarea dolorosa. Hay que resignarse. La vida no resulta grata, no sé si me
explico.
Grata.
Pero en fin.