04 diciembre 2016

Jon Krakauer (Hacia rutas salvajes, 1996)

Into the wild
Ediciones B., S.A., 2008

  
Quería movimiento, no una existencia sosegada. Quería emoción y peligro, así como la oportunidad de sacrificarme por amor. Me sentía henchido de tanta energía que no podía canalizarla a través de la vida tranquila que llevábamos.
Leon Tolstoi, Felicidad Familiar. 

Nadie podría negar (…) que el nomadismo siempre nos ha estimulado y llenado de júbilo. En nuestro pensamiento, la condición de nómada está asociada a escapar de la historia, la opresión, la ley y las obligaciones agobiantes, a un sentimiento de libertad absoluta, y el camino del nómada siempre conduce hacia el oeste.
Wallace Stegner, The American West as Living Space. 

Antes de partir, regaló a Westerberg su preciada edición de 1942 de Guerra y paz de Tolstoi y escribió en la primera página: “Transferido a Wayne Westerberg por Alexander. Octubre de 1990. Haz caso a Pierre.” Esta última frase era una referencia al protagonista de la novela y alter ego de Tolstoi, Pierre Bezujov, hijo ilegítimo, generoso, altruista, siempre en busca de aventuras. 

Estaba solo, despreocupado, feliz, cerca del corazón salvaje de la vida. Estaba solo con su juventud, terquedad y valor, solo en medio de una inmensidad de aire libre y agua amarga, de una cosecha marina de algas y conchas, de la luz velada y gris del sol. 

Es en las experiencias y recuerdos, en el inconmensurable gozo de vivir en el sentido más pleno de la palabra, donde puede descubrirse el significado auténtico de la existencia. ¡Dios, qué fantástico es estar vivo! Gracias, gracias. 

La poderosa bestia primitiva se hacía fuerte en el interior de Buck y, bajo las terribles condiciones de vida de la traílla del trineo, no dejaba de crecer. Pero crecía en secreto, pues su recién adquirida astucia le proporcionaba equilibrio y control de sí mismo.
JACK LONDON,
La llamada de la selva.
¡Saludos a la poderosa bestia primitiva! ¡Y también al capitán Akab!
Alexander Supertramp Mayo de 1992
[Inscripción hallada en el interior del autobús abandonado en la Senda de la Estampida.]
Akab: El protagonista de Moby Dick, de Herman Melville 

Ningún hombre se guió jamás por su genio hasta el punto de equivocarse. Aunque el resultado fuera la postración física, o incluso en el caso de que nadie pudiera afirmar que las consecuencias habían sido lamentables, para tales hombres existía una vida conforme a unos principios más elevados. Si recibes con alegría el día y la noche, si la vida despide la fragancia de las flores y las plantas aromáticas, si es más flexible, estrellada e inmortal, el mérito es tuyo. La naturaleza entera es tu recompensa, y has provocado por un instante que sea a ti mismo a quien bendiga. Los grandes logros y principios son muy difíciles de apreciar. Dudamos de su existencia con facilidad. Pronto los olvidamos. Pero son la más elevada de las realidades […]. La auténtica cosecha de la vida cotidiana es tan intangible e indescriptible como los matices de la mañana o la noche. Es como atrapar un poco de polvo de las estrellas o asir el fragmento de un arco iris.
HENRY DAVID THOREAU,
Walden o la vida en los bosques
[Pasaje subrayado en uno de los libros que se encontraron junto al cadáver de Chris McCandless.] 

Franz se atrevió entonces a plantearle una singular petición: «Mi madre era hija única, como mi padre, y no tengo hermanos. Ahora que mi hijo ha muerto, sólo quedo yo. Cuando me vaya de este mundo, mi familia habrá desaparecido para siempre. Así que le pregunté si podía adoptarlo, si quería ser mi hijo.»
La petición incomodó a McCandless, que eludió dar una respuesta.
—Hablaremos de ello cuando vuelva de Alaska, Ron —dijo.
El 14 de marzo llegaron a las afueras de Grand Junction. Franz lo dejó en el arcén de la interestatal 70 y regresó a California. McCandless se sentía lleno de ilusión por encontrarse ya camino del norte, pero también aliviado; aliviado por haber vuelto a sortear la amenaza inminente de establecer unos lazos de amistad demasiado estrechos, demasiado íntimos, con toda la complicada carga emocional que ello conlleva. Había huido de los claustrofóbicos límites de su familia. Había conseguido guardar las distancias con Jan Burres y Wayne Westerberg, alejándose de sus vidas sin darles tiempo a esperar nada de él. Y en ese momento también acababa de salir sin mayores problemas de la vida de Ron Franz.
Sin mayores problemas desde su perspectiva, pero no desde la del anciano, claro está. 

En lo que respecta a mi regreso a la civilización, no creo que se produzca pronto. Todavía no me he cansado de los espacios salvajes; al contrario, cada vez estoy más entusiasmado con su belleza y la vida de vagabundo que llevo.
Prefiero una silla de montar antes que un tranvía, el cielo estrellado antes que un techo, la senda oscura y difícil que conduce a lo desconocido antes que una carretera de asfalto, y la profunda paz de la naturaleza antes que el descontento que alimentan las ciudades. ¿Me culpas de que siga aquí, en el lugar al que siento que pertenezco y donde yo y el mundo que me rodea somos uno? Es cierto que añoro la compañía inteligente, pero hay tan pocas personas con quienes compartirlas cosas que tanto significan para mí que he aprendido a contenerme. Me basta con estar rodeado de belleza […].
Incluso por lo que deduzco de tus breves comentarios, sé que no podría soportar ni la rutina ni el ajetreo de la vida que estás obligado a llevar. Creo que nunca podré echar raíces. A estas alturas he buceado tanto en las profundidades de la vida, que preferiría cualquier cosa antes que tener que conformarme con una existencia sin emociones.
[Pasaje de la última carta que Everett Ruess envió a su hermano Waldo, fechada el 11 de noviembre de 1934.] 

He decidido que voy a dejarme arrastrar por la corriente de la vida durante un tiempo. La libertad y la simple belleza de la vida son algo demasiado valioso como para desperdiciarlo.

A poca distancia de la costa del sureste de Islandia hay una pequeña isla rocosa, sin árboles y barrida por los fuertes vientos del Atlántico Norte. Se llama Papós y toma su nombre de los primeros pobladores, unos monjes irlandeses conocidos como papar que la abandonaron hace siglos. Una tarde de verano, mientras paseaba por la accidentada costa, topé con unas piedras rectangulares apenas visibles, incrustadas en la turba y dispuestas regularmente, que resultaron ser los vestigios de una antigua morada de estos monjes, más antigua incluso que las ruinas de las construcciones Anasazi de la garganta de Davis.
Los monjes llegaron a la isla hacia el siglo V o VI d. de C. navegando desde la costa occidental de Irlanda. Se hicieron a la mar con unas embarcaciones conocidas en gaélico como currachs, hechas con piel de vaca tensada sobre unas ligeras cuadernas de mimbre e impulsadas a remo, y con ellas atravesaron uno de los mares más traicioneros del mundo sin saber qué encontrarían al otro lado, en el supuesto de que encontrasen algo. Los papar no arriesgaron sus vidas —y las perdieron, en el caso de muchos de ellos— para conseguir riquezas y honores o para reclamar nuevos territorios en nombre de algún monarca. Tal como señaló Fridtjof Nansen, el gran explorador del Ártico galardonado con el premio Nobel, «emprendían estas extraordinarias travesías […] movidos por el deseo de encontrar lugares solitarios en los que vivir en paz como anacoretas, lejos del ruido y las tentaciones del mundo». Cuando hacia el siglo IX los primeros grupos de vikingos aparecieron en las costas de Islandia, los papar decidieron que había demasiada gente en el lugar, pese a que Islandia continuaba prácticamente deshabitada. Se hicieron de nuevo a la mar con sus currachs y pusieron rumbo a Groenlandia. Las corrientes y tempestades los arrastraron hacia el oeste y los papar fueron más allá del límite del mundo conocido, movidos sólo por su sed de espiritualidad, por una esperanza de una intensidad tan extraordinaria que supera la imaginación moderna. 

Todo había cambiado de repente: el tono, el clima moral. No sabías qué pensar, a quién escuchar. Era como si durante toda tu vida te hubieran llevado de la mano como a un niño pequeño y, de pronto, te encontraras solo y tuvieras que aprender a andar. Ya no quedaba nadie, ni la familia ni las personas cuya opinión merecía tu respeto. En aquel tiempo sentías la necesidad de comprometerte con algo absoluto —la vida, la verdad o la belleza— que gobernara tu vida y reemplazara unas leyes del hombre que habían sido descartadas. Sentías la necesidad de entregarte a una meta última con todas tus fuerzas, sin reservas, como no habías hecho nunca en los apacibles viejos tiempos, en la antigua vida que ahora estaba abolida y había desaparecido para siempre.
BORIS PASTERNAK,
Doctor Zivago
[Pasaje subrayado en uno de los libros que se encontraron junto al cadáver de Chris McCandless. En el margen superior, McCandless había escrito de su puño y letra: «Necesidad de una meta.»] 

La influencia física del paisaje tenía su equivalente dentro de mí. Los senderos que recorría no sólo me conducían hacia colinas y ciénagas, sino también hacia mi interior. A partir del estudio de lo que descubría andando, la lectura y mis pensamientos, llegué a una especie de exploración compartida de mí mismo y de la tierra. Al cabo de un tiempo, ambas cosas se identificaron en mi mente. Con la creciente fuerza de algo esencial que se crea a sí mismo a partir de un sustrato ancestral, me vi frente a un apasionado y firme anhelo interior: abandonar para siempre el pensamiento y todas las dificultades que comporta, todas menos los deseos más inmediatos, más directos e inquisitivos.
Tomar la senda y no mirar atrás; a pie, en raquetas de nieve o en trineo, hacia las colinas estivales y sus tardías sombras heladas. Una hoguera en el horizonte, un rastro en la nieve, mostrarían hacia dónde había ido. Dejad que el resto de la humanidad me encuentre si puede.
JOHN HAINES, The Stars, the Snow, the Fire
Twenty-Five Years in the Northern Wilderness 

Al concentrar mis expectativas en una cumbre tras otra, conseguí no desorientarme en medio de la espesa niebla que envuelve el paso de la adolescencia a la juventud. La escalada significaba mucho para mí. En una ascensión, el peligro bañaba el mundo con un resplandor difuso que hacía que todo resaltase: la curva de la roca, los líquenes anaranjados y amarillos, la textura de las nubes. La vida latía con una intensidad absoluta. El mundo se volvía real. 

Durante dos días subí trabajosamente, pero sin contratiempos, por la lengua de hielo. Hacía buen tiempo, la ruta era fácil de reconocer y no había grandes obstáculos que salvar. Sin embargo, a causa de la soledad todo lo que me rodeaba, incluso lo más simple y corriente, aparentaba tener un mayor significado. El hielo parecía más frío y misterioso, y el azul del cielo más nítido.
Los picos sin nombre que se alzaban sobre el glaciar se veían más altos y hermosos, pero también infinitamente más amenazadores, y ello porque no estaba acompañado. Del mismo modo, mis emociones parecían más intensas: los momentos de euforia eran más exultantes, los de desesperación, más sombríos. Para un joven que era dueño de su destino y estaba embriagado con el desarrollo del drama de su propia existencia, todo aquello poseía un atractivo irresistible. 

La naturaleza atraía a todos aquellos que se sentían asqueados o estaban hartos del hombre y sus obras. No sólo ofrecía una escapatoria de la sociedad, sino que representaba el escenario ideal para que el individuo romántico practicara el culto a la propia alma que con frecuencia lo caracterizaba.
La soledad y la libertad absoluta de la naturaleza constituían un entorno perfecto para la melancolía y la exultación.
RODERICK NASH,
Wilderness and the American Mind 

—Apenas escribía sobre otra cosa que no fuese su alimentación.
Andrew no exagera. El diario es poco más que un recuento de las piezas de caza menor que logró abatir y las plantas comestibles que encontró. Pese a todo, inferir de ello que McCandless no llegó a apreciar la belleza del entorno natural, que permaneció impasible ante la fuerza del paisaje, sería un error.
Como ha observado el ecologista cultural Paul Shepard, El beduino nómada no reverencia lo que le rodea, la representación pictórica del paisaje, ni se dedica a compilar una historia natural inservible […]. Su vida está tan íntimamente ligada a la naturaleza que en ella no hay lugar para un pensamiento abstracto, una estética o una «filosofía de la naturaleza» aislados del resto de su existencia […]. La naturaleza y su relación con ella es un asunto muy serio, en el que intervienen la convención, el misterio y el peligro. Su tiempo de ocio está concebido lejos de la contemplación frívola o la manipulación despreocupada de los procesos de la naturaleza. Pero la conciencia de ésta, del terreno, del clima impredecible, del estrecho margen que le permite sobrevivir, es inseparable de su vida. 

Dormimos con la música del tiempo; despertamos, si alguna vez lo hacemos, con el silencio de Dios. Y entonces, cuando abrimos los ojos a orillas del tiempo increado, cuando la deslumbrante oscuridad se abre paso a través de las lejanas colinas del tiempo, llega la hora de apartar cosas como nuestra razón o nuestra voluntad; llega la hora de regresar a casa.
No existen los hechos, sino los pensamientos y el complicado vaivén del corazón, el lento aprendizaje sobre dónde, cuándo y a quién amar. El resto sólo son habladurías e historias para los tiempos venideros.
ANNIE DILLARD,

Holy the Firm

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