Ediciones B., S.A., 2008
Quería movimiento,
no una existencia sosegada. Quería emoción y peligro, así como la oportunidad
de sacrificarme por amor. Me sentía henchido de tanta energía que no podía
canalizarla a través de la vida tranquila que llevábamos.
Leon Tolstoi,
Felicidad Familiar.
Nadie
podría negar (…) que el nomadismo siempre nos ha estimulado y llenado de
júbilo. En nuestro pensamiento, la condición de nómada está asociada a escapar
de la historia, la opresión, la ley y las obligaciones agobiantes, a un
sentimiento de libertad absoluta, y el camino del nómada siempre conduce hacia
el oeste.
Wallace Stegner, The American
West as Living Space.
Antes de partir,
regaló a Westerberg su preciada edición de 1942 de Guerra y paz de Tolstoi y
escribió en la primera página: “Transferido a Wayne Westerberg por Alexander.
Octubre de 1990. Haz caso a Pierre.” Esta última frase era una referencia al
protagonista de la novela y alter ego de Tolstoi, Pierre Bezujov, hijo
ilegítimo, generoso, altruista, siempre en busca de aventuras.
Estaba
solo, despreocupado, feliz, cerca del corazón salvaje de la vida. Estaba solo
con su juventud, terquedad y valor, solo en medio de una inmensidad de aire
libre y agua amarga, de una cosecha marina de algas y conchas, de la luz velada
y gris del sol.
Es en las
experiencias y recuerdos, en el inconmensurable gozo de vivir en el sentido más
pleno de la palabra, donde puede descubrirse el significado auténtico de la
existencia. ¡Dios, qué fantástico es estar vivo! Gracias, gracias.
La
poderosa bestia primitiva se hacía fuerte en el interior de Buck y, bajo las terribles
condiciones de vida de la traílla del trineo, no dejaba de crecer. Pero crecía
en secreto, pues su recién adquirida astucia le proporcionaba equilibrio y control
de sí mismo.
JACK
LONDON,
La
llamada de la selva.
¡Saludos
a la poderosa bestia primitiva! ¡Y también al capitán Akab!
Alexander
Supertramp Mayo de 1992
[Inscripción
hallada en el interior del autobús abandonado en la Senda de la Estampida.]
Akab:
El protagonista de Moby Dick, de Herman Melville
Ningún hombre se
guió jamás por su genio hasta el punto de equivocarse. Aunque el resultado
fuera la postración física, o incluso en el caso de que nadie pudiera afirmar
que las consecuencias habían sido lamentables, para tales hombres existía una
vida conforme a unos principios más elevados. Si recibes con alegría el día y
la noche, si la vida despide la fragancia de las flores y las plantas
aromáticas, si es más flexible, estrellada e inmortal, el mérito es tuyo. La
naturaleza entera es tu recompensa, y has provocado por un instante que sea a
ti mismo a quien bendiga. Los grandes logros y principios son muy difíciles de
apreciar. Dudamos de su existencia con facilidad. Pronto los olvidamos. Pero
son la más elevada de las realidades […]. La auténtica cosecha de la vida
cotidiana es tan intangible e indescriptible como los matices de la mañana o la
noche. Es como atrapar un poco de polvo de las estrellas o asir el fragmento de
un arco iris.
HENRY DAVID
THOREAU,
Walden o la vida en
los bosques
[Pasaje subrayado
en uno de los libros que se encontraron junto al cadáver de Chris McCandless.]
Franz
se atrevió entonces a plantearle una singular petición: «Mi madre era hija
única, como mi padre, y no tengo hermanos. Ahora que mi hijo ha muerto, sólo
quedo yo. Cuando me vaya de este mundo, mi familia habrá desaparecido para
siempre. Así que le pregunté si podía adoptarlo, si quería ser mi hijo.»
La
petición incomodó a McCandless, que eludió dar una respuesta.
—Hablaremos
de ello cuando vuelva de Alaska, Ron —dijo.
El
14 de marzo llegaron a las afueras de Grand Junction. Franz lo dejó en el arcén
de la interestatal 70 y regresó a California. McCandless se sentía lleno de
ilusión por encontrarse ya camino del norte, pero también aliviado; aliviado por
haber vuelto a sortear la amenaza inminente de establecer unos lazos de amistad
demasiado estrechos, demasiado íntimos, con toda la complicada carga emocional
que ello conlleva. Había huido de los claustrofóbicos límites de su familia.
Había conseguido guardar las distancias con Jan Burres y Wayne Westerberg,
alejándose de sus vidas sin darles tiempo a esperar nada de él. Y en ese
momento también acababa de salir sin mayores problemas de la vida de Ron Franz.
Sin
mayores problemas desde su perspectiva, pero no desde la del anciano, claro
está.
En lo que respecta
a mi regreso a la civilización, no creo que se produzca pronto. Todavía no me
he cansado de los espacios salvajes; al contrario, cada vez estoy más
entusiasmado con su belleza y la vida de vagabundo que llevo.
Prefiero una silla
de montar antes que un tranvía, el cielo estrellado antes que un techo, la
senda oscura y difícil que conduce a lo desconocido antes que una carretera de
asfalto, y la profunda paz de la naturaleza antes que el descontento que
alimentan las ciudades. ¿Me culpas de que siga aquí, en el lugar al que siento
que pertenezco y donde yo y el mundo que me rodea somos uno? Es cierto que
añoro la compañía inteligente, pero hay tan pocas personas con quienes
compartirlas cosas que tanto significan para mí que he aprendido a contenerme.
Me basta con estar rodeado de belleza […].
Incluso por lo que
deduzco de tus breves comentarios, sé que no podría soportar ni la rutina ni el
ajetreo de la vida que estás obligado a llevar. Creo que nunca podré echar
raíces. A estas alturas he buceado tanto en las profundidades de la vida, que
preferiría cualquier cosa antes que tener que conformarme con una existencia
sin emociones.
[Pasaje de la
última carta que Everett Ruess envió a su hermano Waldo, fechada el 11 de
noviembre de 1934.]
He
decidido que voy a dejarme arrastrar por la corriente de la vida durante un
tiempo. La libertad y la simple belleza de la vida son algo demasiado valioso
como para desperdiciarlo.
A poca distancia de
la costa del sureste de Islandia hay una pequeña isla rocosa, sin árboles y
barrida por los fuertes vientos del Atlántico Norte. Se llama Papós y toma su
nombre de los primeros pobladores, unos monjes irlandeses conocidos como papar
que la abandonaron hace siglos. Una tarde de verano, mientras paseaba por la
accidentada costa, topé con unas piedras rectangulares apenas visibles,
incrustadas en la turba y dispuestas regularmente, que resultaron ser los
vestigios de una antigua morada de estos monjes, más antigua incluso que las
ruinas de las construcciones Anasazi de la garganta de Davis.
Los monjes llegaron
a la isla hacia el siglo V o VI d. de C. navegando desde la costa occidental de
Irlanda. Se hicieron a la mar con unas embarcaciones conocidas en gaélico como
currachs, hechas con piel de vaca tensada sobre unas ligeras cuadernas de
mimbre e impulsadas a remo, y con ellas atravesaron uno de los mares más
traicioneros del mundo sin saber qué encontrarían al otro lado, en el supuesto
de que encontrasen algo. Los papar no arriesgaron sus vidas —y las perdieron,
en el caso de muchos de ellos— para conseguir riquezas y honores o para
reclamar nuevos territorios en nombre de algún monarca. Tal como señaló
Fridtjof Nansen, el gran explorador del Ártico galardonado con el premio Nobel,
«emprendían estas extraordinarias travesías […] movidos por el deseo de
encontrar lugares solitarios en los que vivir en paz como anacoretas, lejos del
ruido y las tentaciones del mundo». Cuando hacia el siglo IX los primeros
grupos de vikingos aparecieron en las costas de Islandia, los papar decidieron
que había demasiada gente en el lugar, pese a que Islandia continuaba
prácticamente deshabitada. Se hicieron de nuevo a la mar con sus currachs y
pusieron rumbo a Groenlandia. Las corrientes y tempestades los arrastraron
hacia el oeste y los papar fueron más allá del límite del mundo conocido,
movidos sólo por su sed de espiritualidad, por una esperanza de una intensidad
tan extraordinaria que supera la imaginación moderna.
Todo
había cambiado de repente: el tono, el clima moral. No sabías qué pensar, a
quién escuchar. Era como si durante toda tu vida te hubieran llevado de la mano
como a un niño pequeño y, de pronto, te encontraras solo y tuvieras que
aprender a andar. Ya no quedaba nadie, ni la familia ni las personas cuya opinión
merecía tu respeto. En aquel tiempo sentías la necesidad de comprometerte con
algo absoluto —la vida, la verdad o la belleza— que gobernara tu vida y reemplazara
unas leyes del hombre que habían sido descartadas. Sentías la necesidad de
entregarte a una meta última con todas tus fuerzas, sin reservas, como no
habías hecho nunca en los apacibles viejos tiempos, en la antigua vida que
ahora estaba abolida y había desaparecido para siempre.
BORIS
PASTERNAK,
Doctor
Zivago
[Pasaje
subrayado en uno de los libros que se encontraron junto al cadáver de Chris
McCandless. En el margen superior, McCandless había escrito de su puño y letra:
«Necesidad de una meta.»]
La influencia
física del paisaje tenía su equivalente dentro de mí. Los senderos que recorría
no sólo me conducían hacia colinas y ciénagas, sino también hacia mi interior. A
partir del estudio de lo que descubría andando, la lectura y mis pensamientos,
llegué a una especie de exploración compartida de mí mismo y de la tierra. Al
cabo de un tiempo, ambas cosas se identificaron en mi mente. Con la creciente
fuerza de algo esencial que se crea a sí mismo a partir de un sustrato
ancestral, me vi frente a un apasionado y firme anhelo interior: abandonar para
siempre el pensamiento y todas las dificultades que comporta, todas menos los
deseos más inmediatos, más directos e inquisitivos.
Tomar la senda y no
mirar atrás; a pie, en raquetas de nieve o en trineo, hacia las colinas
estivales y sus tardías sombras heladas. Una hoguera en el horizonte, un rastro
en la nieve, mostrarían hacia dónde había ido. Dejad que el resto de la
humanidad me encuentre si puede.
JOHN HAINES, The Stars, the Snow, the Fire
Twenty-Five Years in the Northern Wilderness
Al concentrar mis expectativas en una cumbre tras
otra, conseguí no desorientarme en medio de la espesa niebla que envuelve el
paso de la adolescencia a la juventud. La escalada significaba mucho para mí.
En una ascensión, el peligro bañaba el mundo con un resplandor difuso que hacía
que todo resaltase: la curva de la roca, los líquenes anaranjados y amarillos,
la textura de las nubes. La vida latía con una intensidad absoluta. El mundo se
volvía real.
Durante dos días subí trabajosamente, pero sin contratiempos, por la
lengua de hielo. Hacía buen tiempo, la ruta era fácil de reconocer y no había
grandes obstáculos que salvar. Sin embargo, a causa de la soledad todo lo que
me rodeaba, incluso lo más simple y corriente, aparentaba tener un mayor significado.
El hielo parecía más frío y misterioso, y el azul del cielo más nítido.
Los picos sin nombre que se alzaban sobre el glaciar se veían más altos
y hermosos, pero también infinitamente más amenazadores, y ello porque no estaba
acompañado. Del mismo modo, mis emociones parecían más intensas: los momentos
de euforia eran más exultantes, los de desesperación, más sombríos. Para un
joven que era dueño de su destino y estaba embriagado con el desarrollo del
drama de su propia existencia, todo aquello poseía un atractivo irresistible.
La naturaleza atraía a todos aquellos que se sentían
asqueados o estaban hartos del hombre y sus obras. No sólo ofrecía una
escapatoria de la sociedad, sino que representaba el escenario ideal para que
el individuo romántico practicara el culto a la propia alma que con frecuencia
lo caracterizaba.
La soledad y la libertad absoluta de la naturaleza
constituían un entorno perfecto para la melancolía y la exultación.
RODERICK NASH,
Wilderness and the American Mind
—Apenas escribía sobre otra cosa que no fuese su alimentación.
Andrew no exagera. El diario es poco más que un recuento de las piezas
de caza menor que logró abatir y las plantas comestibles que encontró. Pese a todo,
inferir de ello que McCandless no llegó a apreciar la belleza del entorno natural,
que permaneció impasible ante la fuerza del paisaje, sería un error.
Como ha observado el ecologista cultural Paul Shepard, El beduino nómada
no reverencia lo que le rodea, la representación pictórica del paisaje, ni se
dedica a compilar una historia natural inservible […]. Su vida está tan
íntimamente ligada a la naturaleza que en ella no hay lugar para un pensamiento
abstracto, una estética o una «filosofía de la naturaleza» aislados del resto
de su existencia […]. La naturaleza y su relación con ella es un asunto muy
serio, en el que intervienen la convención, el misterio y el peligro. Su tiempo
de ocio está concebido lejos de la contemplación frívola o la manipulación
despreocupada de los procesos de la naturaleza. Pero la conciencia de ésta, del
terreno, del clima impredecible, del estrecho margen que le permite sobrevivir,
es inseparable de su vida.
Dormimos con la música del tiempo; despertamos, si
alguna vez lo hacemos, con el silencio de Dios. Y entonces, cuando abrimos los
ojos a orillas del tiempo increado, cuando la deslumbrante oscuridad se abre
paso a través de las lejanas colinas del tiempo, llega la hora de apartar cosas
como nuestra razón o nuestra voluntad; llega la hora de regresar a casa.
No existen los hechos, sino los pensamientos y el
complicado vaivén del corazón, el lento aprendizaje sobre dónde, cuándo y a
quién amar. El resto sólo son habladurías e historias para los tiempos
venideros.
ANNIE DILLARD,
Holy the Firm
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