La leyenda del pianista en el océano
Anagrama, 1999
El primero en ver América. En
cada barco hay uno. Y no hay que pensar que son cosas que ocurren por
casualidad, no…, y ni tan siquiera es cuestión de dioptrías: es el destino. Son
gente que desde siempre tuvieron ese instante impreso en su vida. Y cuando eran
niños, podías mirarlos a los ojos y, si te fijabas bien, ya veías América
preparada para saltar, para deslizarse por los nervios y la sangre y yo qué sé,
hasta el cerebro y desde allí a la lengua, hasta dentro de aquel grito
(gritando), AMÉRICA, ya estaba allí, en aquellos ojos, desde niño, toda entera,
América.
Allí, esperando.
No creo que haga
falta explicarles cómo es este barco, en muchos sentidos un barco
extraordinario y, en definitiva, único. Al mando el capitán Smith, conocido
claustrofóbico y hombre de gran sabiduría (seguramente habrán notado que vive
en una lancha de salvamento), trabaja para todos ustedes un equipo
prácticamente único de profesionales absolutamente fuera de lo común: Paul
Siezinskj, timonel, ex sacerdote polaco, médium, sanador, ciego, por desgracia…
Bill Joung, telegrafista, gran jugador de ajedrez, zurdo, tartamudo…, el médico
de a bordo, el doc. Klausermanspitzwegensdorfentag, como les urja llamarlo lo
tienen claro…, pero sobre todo:
Monsieur Pardin,
el chef,
directamente
procedente de Parías, a donde, por otro lado, regresó de inmediato tras
comprobar en persona la curiosa circunstancia de que este barco carece de
cocinas, como ha podido notar sutilmente, entre otros, Monsieur Camembert, del
camarote doce, que hoy se ha quejado al encontrar su lavabo lleno de mayonesa,
cosa rara, porque normalmente en los lavabos metemos los embutidos, todo esto
debido a la ausencia de cocinas, hecho que hay que atribuir, por otro lado, a
la ausencia en esta nave de un auténtico cocinero, como lo era sin duda
Monsieur Pardin, quien regresó a Paris, de donde procedía directamente, con la
ilusión de encontrar a bordo cocinas que, la verdad sea dicha y siendo fieles a
los hechos, aquí no tenemos, y todo esto gracias al simpático olvido del
diseñador de este barco, el insigne ingeniero Camilleri, anoréxico de fama
mundial, a quien ruego le dediquen su más caluroso aplausooooo…
(Banda en primer
plano)
Quien lo encontró fue un marinero
que se llamaba Danny Boodmann. Se lo encontró una mañana, cuando ya todos
habían bajado, en Boston, lo encontró en una caja de cartón. Tendría unos diez
días, no más. Ni siquiera lloraba, estaba en silencio en aquella caja con los
ojos abiertos. Lo habían dejado en el salón de baile de primera clase. Encima
del piano. Pero no tenía aspecto de ser un recién nacido de primera clase. Esas
cosas solían hacerlas los emigrantes. Parir a escondidas, en algún lugar del
puente, y después abandonar allí a los niños. No lo hacían por maldad. Aquello
era miseria, pura miseria. Algo parecido a lo que ocurría con la ropa…, subían
con parches hasta en el trasero, todos con su traje, el único que tenían,
gastado por todas partes. Pero después, como América es América, al final los
veías bajar a todos bien vestidos, incluso los hombres con corbata y los niños
con unas camisetas blancas…, en fin, se las arreglaban estupendamente, en
aquellos veinte días de navegación cosían y cortaban, al final no encontrabas
ni una sola cortina en el barco, ni una sábana, nada: se habían hecho el traje
bueno para América. Toda la familia. Qué ibas a decirles…
En fin, que de vez en cuando
tocaba también un niño, que para un emigrante es una boca más que alimentar y
un montón de problemas en la oficina de inmigración. Los dejaban en el barco.
En cierto sentido, a cambio de las cortinas y de las sábanas. Con aquel niño
tenía que haber pasado lo mismo. Debieron de decirse: si lo dejamos sobre el
piano de cola, en el salón de baile de primera clase, a lo mejor se lo lleva
consigo algún ricachón, y será feliz toda su vida. Era un buen plan. Funcionó a
medias. No se hizo rico, pero sí pianista. El mejor, lo juro, el mejor.
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