(Unidad Editorial, 1999)
- Pero eso, ¿cómo lo supo…? – murmuró el estudiante, mientras que el sacristán se enjugaba el llanto con la punta de los dedos, destripándose las lágrimas en los ojos.
¡Yo, que perdí los ojos en una borrachera sin saber cómo, la pierna derecha en otra borrachera sin saber cuándo, y la otra en otra borrachera, víctima de un automóvil, sin saber ónde!...
…Y todo él temblaba en su interior. Se tocó un pie con otro. Le comía la falta de clavo en la cruz en que estaba. “Los borrachos tienen no se qué de ahorcados cuando marchan – se dijo -, y los ahorcados no se qué de borrachos cuando patalean o los mueve el viento”
Lo arrebató sin demora de la claridad, apretujándolo contra sus senos pletóricos de leche. Quejábase de Dios en un lenguaje inarticulado de palabras amasadas con llanto; por ratitos se le paraba el corazón y, como un hipo agónico, lamento tras lamento, balbucía: ¡hij!… ¡hij!… ¡hij!… ¡hij!…
En el corazón del viejo Canales se desencadenaban los sentimientos que acompañan las tempestades del alma del hombre de bien en presencia de la injusticia. Le dolía su país como si se le hubiera podrido la sangre. Le dolía afuera y en la médula, en la raíz del pelo, bajo las uñas, entre los dientes.
La víspera le habían trasladado de la Segunda Sección de Policía a la Penitenciaría Central, con gran aparato de fuerza, en carruaje cerrado, a altas horas de la noche; sin embargo, tanto le alegró verse en la calle, oírse en la calle, sentirse en la calle, que por un momento creyó que lo llevaban a su casa: la palabra se le deshizo en la boca amarga, entre cosquilla y lágrima.
Abatido por la pena sentía que el cuerpo se le enfriaba. Impresión de lluvia y adormecimiento de los miembros, de enredo con fantasmas cercanos e invisibles en un espacio más amplio que la vida, en el que el aire está solo, sola la luz, sola la sombra, solas las cosas.
El médico rompía la ronda de sus pensamientos.
Abatido por la pena sentía que el cuerpo se le enfriaba. Impresión de lluvia y adormecimiento de los miembros, de enredo con fantasmas cercanos e invisibles en un espacio más amplio que la vida, en el que el aire está solo, sola la luz, sola la sombra, solas las cosas.
El médico rompía la ronda de sus pensamientos.
No pudo hablar. Blanca, como el pañuelo que rasgaba con los dientes, se quedó quieta, inerte, ausente, gesticulando con las manos perdidas en los dedos.
Después de todo, ya estando allí, se le hacía imposible que fusilaran a su marido, así como así; así, de una descarga, con balas, con armas, hombre como él, gente como él, con ojos, con boca, con manos, con pelo en la cabeza, con uñas en los dedos, con dientes en la boca, con lengua, con galillo… No era posible que lo fusilaran hombres así, gente con el mismo color de piel, con el mismo acento de voz, con la misma manera de ver, de oír, de acostarse, de levantarse, de amar, de lavarse la cara, de comer, de reír, de andar, con las mismas creencias y las mismas dudas…
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