14 junio 2007

Arthur C. Clarke (El fin de la infancia, 1953)

Childhood's End
Ed Minotauro, 1976


Durante un instante que pareció eterno, Reinhold observó, junto con el mundo entero, cómo las grandes naves descendían con una majestad abrumadora… En ese instante la historia suspendía su aliento… La raza humana ya no estaba sola.

Y en el sexto día, Karellen, supervisor de la Tierra, se hizo conocer al mundo entero por medio de una transmisión de radio que cubrió todas las frecuencias. Habló en un inglés tan perfecto que durante toda una generación las más vivas controversias se sucedieron a través del Atlántico. Pero el contexto del discurso fue aun más sorprendente que su forma. Fue, desde cualquier punto de vista, la obra de un genio superlativo, con un dominio total y completo de los asuntos humanos. No cabía duda alguna de que su erudición y su virtuosismo habían sido deliberadamente planeados para que la humanidad supiese que se hallaba ante una abrumadora potencia intelectual. Cuando Karellen concluyó su discurso las naciones de la Tierra comprendieron que sus días de precaria soberanía habían concluido. Los gobiernos locales podían retener sus poderes, pero en el campo más amplio de los asuntos internacionales las decisiones supremas habían pasado a otras manos. Argumentos, protestas, todo era inútil.

Un mundo y sus habitantes pueden ser transformados profundamente en sólo cincuenta años, hasta tal punto que nadie pueda reconocerlos. Sólo se requiere un hondo conocimiento de ingeniería social, una clara visión de los fines que uno se propone... y poder. Los superseñores tenían todo esto. Aunque sus fines eran un secreto, sabían lo que querían, y disfrutaban de poder. Ese poder tomó muchas formas, y los hombres cuyos destinos eran manejados ahora por los superseñores no advirtieron muchas de ellas. El poder de las grandes naves había sido evidente para todos. Pero detrás de esta exhibición de fuerzas dormidas había otras armas mucho más sutiles.

Comparada con las épocas anteriores, ésta era la edad de la utopía. La ignorancia, la enfermedad, la pobreza y el temor habían desaparecido virtualmente. El recuerdo de la guerra se perdía en el pasado como una pesadilla que se desvanece con el alba. Pronto ningún hombre viviente habría podido conocerlo.

Aunque las mentes racionales habían sabido siempre que todos los textos religiosos no podían ser verdaderos, la reacción fue sin embargo muy notable. Allí estaba la revelación que nadie podía negar o poner en duda. Ahí estaban —vistos gracias a una desconocida magia de los superseñores— los verdaderos comienzos de todas las grandes religiones del mundo. En sólo unos pocos días todos los redentores del género humano perdieron su origen divino. Bajo la intensa y desapasionada luz de la verdad las creencias que habían alimentado a millones de hombres, durante dos mil años, se desvanecieron como el rocío de la mañana. El bien y el mal fabricados por ellas fueron arrojados al pasado. Ya nunca volverían a conmover el alma de los hombres. La humanidad había perdido sus antiguas divinidades. Ahora era ya bastante vieja como para no necesitar dioses nuevos.

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