15 agosto 2011

El invencible (Stanislav Lem)


Niezwycinezony, 1964

Editorial Minotauro, 2002
Rohan fue uno de los últimos en abandonar El Cóndor. Se sentía mareado y enfermo. Tenía la impre­sión de haber vivido una pesadilla, un sueño invero­símil. Pero los rostros desencajados de los otros eran demasiado elocuentes. Transmitió un breve mensaje a El Invencible. Parte del grupo permaneció a bordo de El Cóndor, tratando de poner un poco de orden. Rohan les pidió que fotografiaran previamente todos los lugares, y que anotaran todo lo que habían encontrado.
Luego emprendió el regreso junto con Ballmin y Gaarb, uno de los biofísicos. Jarg timoneaba el vehículo. El rostro ancho, habitualmente sonriente, estaba sombrío y como encogido. El pesado tractor se sacudía por los golpes bruscos que Jarg, un conductor siempre hábil y experimentado, aplicaba de tanto en tanto al acelera­dor. Arrojando a ambos lados grandes chorros de arena, el vehículo se internó entre las dunas. Delante avan­zaba un ergo-robot vacío, que los protegía con un campo de fuerza. Todos guardaban silencio, ensi­mismados.

Rohan casi tenía miedo de encontrarse cara a cara con el astronauta; no sabía qué decirle. Se había reservado uno de los hallazgos más espeluznantes, quizá el más incomprensible. En el cuarto de baño del octavo piso había encontrado varios trozos de jabón con huellas inconfundibles de dientes humanos. Era imposible que aquellas mordeduras obedecieran a un estado de ham­bruna en la nave. Los víveres se acumulaban en los depósitos; hasta la leche, en la cámara fría, estaba per­fectamente conservada.



-Los estoy saludando... el humo flota ahora en dirección a ellos... en cuanto se disipe... Jarg ¿qué pasa? ¿Qué? ¿Cómo?... ¡Hola, hola, muchachos!
El grito de Gaarb vibró un instante en la cabina y se cortó en seco. Rohan escuchó un rato: el zumbido de los motores fue amortiguándose, y al fin cesó del todo; ahora oían pasos precipitados, llamadas confusas, una exclamación, y otra; luego, silencio.
-¡Hola! i Gaarb! ¡ Gaarb! -llamó Rohan una y otra vez con los labios resecos.
Los pasos en la arena se acercaban. Había ruidos parásitos en el micrófono.
-¡Rohan! -la voz de Gaarb era distinta, jadeaba­-. ¡Rohan! ¡Maldición! ¡Están igual que Kertelen! ¡Están inconscientes, no nos reconocen, no hablan...! Rohan, ¿me oye?
-Lo oigo, sí. ¿Todos, todos en el mismo estado?
-Me parece que sí. No sé todavía. Jarg y Terner los están observando uno por uno.
-¿Cómo es posible? ¿Y el campo?
-Desconectado. No hay campo. No sé qué ha pasado. Se diría que lo desconectaron.
-¿Rastros de combate?
-No, ninguno. Los vehículos están detenidos, intactos, sin ninguna avería; y ellos, ellos están acostados, senta­dos. Los sacudimos pero no reaccionan. ¿Qué? ¿Qué pasa allí?
Rohan oyó una voz lejana, interrumpida por un aullido interminable.. Apretó las mandíbulas, procuran­do vencer la sensación de náusea que le subía de la boca del estómago.
-¡Dios todopoderoso! ¡Es Gralew! -La voz horro­rizada de Gaarb.- ¡Gralew, Gralew! ¿No me reco­noces?
El jadeo de Gaarb, amplificado por el altoparlante, llenó de pronto la cabina.
-Gralew también -dijo por fin, sin aliento. Calló un instante, como para reponerse.
-Rohan, no sé si podremos, solos. Hay que sacarlos de aquí. Envíenos más hombres ¿quiere?
-En seguida.
Una hora más tarde un cortejo de pesadilla se dete­nía bajo el casco metálico del supercóptero. De los veintidós hombres que habían partido sólo quedaban dieciocho; se ignoraba la suerte que habían corrido los otros cuatro. La mayor parte del grupo no se resistió, pero cinco de los hombres rehusaron abandonar el lugar y hubo que llevarlos por la fuerza. Fueron transporta­dos en camillas hasta la enfermería improvisada en el puente inferior del supercóptero. Los trece restantes, de terrible aspecto, con rostros rígidos como máscaras, fueron instalados en una cabina donde se dejaron acos­tar sin oponer resistencia. Tuvieron que desvestirlos y quitarles las botas; parecían bebés desvalidos. Rohan, testigo mudo de esta escena, de pie entre las hileras de cuchetas, notó que los hombres rescatados estaban casi todos tranquilos; los otros, en cambio, los que fueran traídos de viva fuerza, continuaban retorciéndose y gimiendo.

Si Horpach se encontrase allí, le diría todo lo que pensaba. Le diría, sí, que era una petulancia ridícula y a la vez una locura ese afán de "victoria a cualquier precio", esa "heroica perseverancia del hombre", esa obsesión de vengar a los camaradas muertos, cuando ellos mismos los habían condenado a esa muerte... Reconozcamos que fuimos imprudentes, que confiamos demasiado en nuestras armas poderosas, que hemos cometido errores, y que ahora hemos de pagar las con­secuencias. Nosotros, s o nosotros somos los respon­sables.
Así reflexionaba Rohan a la tenue luz de la cabina; los ojos le ardían, como si tuviera arena bajo los pár­pados. El hombre -lo comprendía ahora en un destello de clarividencia- no se ha elevado aún al pináculo que cree haber alcanzado; no ha merecido aún acceder a la posición presuntuosamente llamada cosmocéntrica. Esa idea acariciada desde la antigüedad, que no consiste sólo en buscar criaturas semejantes al hombre y en apren­der a comprenderlas, sino más bien en abstenerse de interferir en todo aquello que no concierne al hombre, en todo cuanto le es ajeno. Conquistar el espacio, sí ¿por qué no? Mas no atacar lo que ya tiene existencia propia, aquello que en el transcurso de millones de años ha creado su propio equilibrio, que no es tributario de nada ni de nadie, excepto de las fuerzas de radiación y de la materia: una existencia activa, ni mejor ni peor que la de los compuestos aminoácidos que llamamos hombres o animales.

A ese Rohan, a ese hombre que ahora creía entender que habla muchas formas de existencia, le llegó de pronto -como una aguja que le atravesara los nervios­ el aullido agudo e insistente de las sirenas de alarma.


Rohan quería preguntar algo más, pero no se atrevía. Horpach lo miraba como si esperase que dijera algo. Pero Rohan no sabía qué decir. ¿Supondría por ventura el astronauta que él, sin ayuda de nadie, había encon­trado un medio más perfecto que los sabios, los ciberne­tistas, los estrategas y los cerebros electrónicos? Sería absurdo. Y sin embargo, seguía mirándolo expectante, con una paciencia infinita. Ninguno de los dos hablaba. El grifo del lavabo goteaba a intervalos regulares, con un ruido inusitadamente sonoro en el silencio absoluto de la cabina. Y de ese silencio algo brotó y flotó entre ellos, algo que rozó las mejillas de Rohan con un hálito gla­cial. Ya sentía que el frío le invadía la cara, le apretaba la nuca y las mandíbulas, le contraía la piel, y no podía apartar la mirada de los ojos acuosos, ahora indecible­mente viejos del astronauta. No veía nada fuera de esos ojos. Y ahora sabía.
Con lentitud, sacudió la cabeza. Era como si dijese "sí". "¿Comprendes?" preguntaba la mirada del astro­nauta. "Comprendo" respondió Rohan con la mirada. Pero a medida que veía todo más claro, más sentía que era imposible. Nadie tenía el derecho de exigirle a él nada semejante, nadie, ni siquiera él mismo. Seguía callado, como antes, pero ahora fingía no saber nada, no tener ni la más remota idea de nada. Se aferraba a una esperanza ingenua: como no había pronunciado ninguna palabra, podía negar lo que las miradas ya habían dicho. Podría mentir, simular incomprensión, pues sabía que Horpach no sería el primero en hablar. Pero el viejo adivinaba los pensamientos, se daba cuenta de todo. Así permanecieron largo rato, inmóviles, sen­tados frente a frente. De pronto, la mirada de Horpach se dulcificó. Ya no era expectante ni imperiosa, sino sólo compasiva. Ere como si dijese: "Está bien. Comprendo. ¡Que así sea!"
El comandante bajó los ojos. Un instante apenas, y las palabras no dichas y el mudo diálogo de miradas se desvanecerían para siempre. Pero ese movimiento de cabeza del astronauta, ese gesto de resignación inclinó la balanza. Rohan se oyó decir:
-Iré.
Horpach lanzó un profundo suspiro, pero Rohan, sobrecogido por la palabra que acababa de pronunciar, no lo advirtió.

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