04 septiembre 2008

Heinrich Mann (El ángel azul, 1905)

(Professor Unrat)
Quimantú, 1973

- Señor profesor: yo no dije que olía a basura. Dije que Lohmann no paraba de decir…
- Cállese – tronó basura, tembloroso. Movió la cabeza de un lado a otro; logró serenarse, y continuó, con voz ahogada -: El destino se cierne sobre ustedes rozando sus cabezas. Pueden retirarse.
Los tres se fueron a almorzar; cada uno con su destino cerniéndose sobre su cabeza.
Parecía rejuvenecido. Con la corbata de través, varios botones desabrochados y el peinado revuelto, mostraba un aspecto inhabitual de hombre extraviado lejos del camino recto, vencedor en lamentables victorias, triste juguete de una pasión inconfesable.

"Este miserable lo sabe todo. Ahora doy media vuelta, voy a casa, subo al desván y apoyo el cañón de la escopeta contra mi pecho. Y abajo, en el salón, Dora canta al piano. Su canción sube hasta mí como una mariposa, y el polvillo dorado de sus alas brilla ante mis ojos hasta que la muerte los cierra… "

Hasta aquel día, hasta aquel terrible momento, había sido un trozo de su propia carne y, de repente, se desprendía de él, desgarrándolo. Basura veía sangrar la herida y no comprendía.

Y también porque Basura, viejo niño ingenuo, avivaba torpemente aquel sentimiento con sus continuas sospechas y porque la vida se negaba a ofrecerle a ella esa tranquilidad que tanto ansiaba.

Una cosa es indudable: que aquel que ha conseguido alcanzar las cúspides más luminosas, conoce también los más profundos e intrincados abismos.

Y esta desmoralización de toda una ciudad, que nadie podía impedir por ser muchos los que se hallaban complicados en ella, era obra de Basura y constituía su triunfo. La pasión que le dominaba en secreto, aquella pasión que su cuerpo reseco, sólo muy raras veces delataba con una mirada de venenoso brillo verde gris, desafiaba y se imponía a toda una ciudad. Basura era fuerte; podía ser feliz.

Aquella mujer había recibido de él, sin darse cuenta, lo mejor de su alma. Y ahora que estaba ya exhausto lo pretendía. Lohmann amaba las cosas por el eco que dejaban. El amor de las mujeres, sólo por la amarga soledad que le sucedía. Y la felicidad, todo lo más, por el anhelo angustiado que tras de sí dejaba.

En todo aquello prefería prescindir de Von Ertzum, el cual, al ver a Rosa, había empezado a manejar nerviosamente el sable, enronqueciendo de repente. Era muy capaz de volver a su pasión de antaño. Para él todo era presente. En cambio Lohmann, a solas con Rosa en la confitería, saboreaba únicamente el lejano regusto de las emociones pasadas.

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