31 diciembre 2007

Norman Mailer (Antología Mínima)


Ed. Tiempo Contemporáneo, 1969

El argumento revigorizado

Quizá sea necesario que una comunicación de experiencia humana, de la experiencia humana más honda e irrecuperable, deba producirse aún para que logremos sobrevivir.

El arte de la literatura de ficción
Un reportaje de Paris Review


No existe una separación clara entre la experiencia y la imaginación. ¿Quién sabe qué atisbos de la realidad recogemos inconcientemente, telepáticamente.

La situación de uno con la marihuana es siempre existencial. Se puede sentir la importancia de cada momento, y cómo lo cambia a uno. Se siente el propio ser, se adquiere conciencia del enorme aparato de la nada, el zumbido de un aparato de alta fidelidad, el vacío de una interrupción insensata; se adquiere conciencia de la guerra entre cada uno de nosotros, de cómo la nada que hay en cada uno ataca al ser de los demás, de cómo nuestro ser, a su vez, es atacado por la nada de los demás. No hablo ahora de la violencia o del conflicto activo entre un ser y otro. Eso todavía pertenece a la obra de teatro. Pero la guerra entre el ser y la nada es la enfermedad subyacente del siglo XX. El aburrimiento aniquila más porciones de la existencia que la guerra.

Reportero: Bien ¿y qué puede arruinar a un escritor de primera categoría?
Mailer: La bebida, la comercialización, el exceso de sexo, el exceso de fracasos en la vida privada, el exceso de desgastes, el reconocimiento del público en demasía, la falta de reconocimiento, la frustración. Casi todo lo que existe milita para embotar un talento de primera fila. Pero es probable que lo peor sea la cobardía. A medida que uno madura, adquiere conciencia de su cobardía, y el deseo de ser audaz, que antes constituía una alegría, se recarga de cautela y de obligaciones.

El tiempo de su tiempo

Había sido uno de esos jugadores que ven su vida como una sola apuesta, y había perdido.

No dijo más. Tenía la digna tristeza de un hombre que recuerda el mayor fracaso de su vida.

Pero al despertar, con la cabeza destrozada - ¿hice tres veces el amor, ese año, sin estar ebrio? -, el santo recibía su hora de tentación, pues nada me habría agradado tanto como sacar a patadas ese amistoso trasero que yacía en mi cama y prescindir del café, de los buenos modales, de mi depresión y a menudo de la de ella, y comenzar el nuevo día bajándola en una cesta, fuera de mi retiro de monje arruinado, seis pisos más abajo, y depositarla en el montículo de desperdicios (que ahora volvía a florecer con las crecidas de primavera), saludarla con la mano, felicitándola por su correcto aterrizaje y volver a introducirme en los benditos aislamientos del hombre solo.

Su esnobismo de universitaria, la médula, para mí de otras ochenta y cinco colmenas de la estética del Village, cuyo olor conocía demasiado bien, inflamó hasta tal punto al vengador de mi bragueta, que quise clavarla allí mismo, en el suelo del lugar de la fiesta. Durante un primer minuto fui un primitivo, un trépano ahíto, un falo de la clase obrera, ansioso por embestir contra todas sus desagradables y pequeñas tensiones. Otra vez escuché el mensaje, era uno de los millones de abajo, poseía los músculos necesarios para mover el sexo que mantenía vivo al mundo, y se lo encajaría, le introduciría los saludables y cordiales centímetros y el sudor del costo de la cultura adquirida cuando se empieza desde abajo y se quiere llegar hasta arriba.

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