11 octubre 2011

La sed (Assia Djebar)


La soif

Zig-zag, 1958


Cuando regresé a mi habitación, el silencio de la casa invadió mi alma, un silencio extraño que no conocía. Antes de dormirme lo comprendí todo.

El verano habría podido continuar así, como una esfera vacía, como mi vida, pleno solamente con la embrutecedora embriaguez del calor y el cruel azul del mar. Pero había bastado el mudo ardor de la mirada de Jedla para que bruscamente mis horas de sueño en la arena cálida, mis fugas por los caminos estivales, todo fuese repentinamente reducido a nada. Me di cuenta entonces de que para mí habían terminado el tedio, la soledad.

Ahora en ese jardín, al contacto con la hierba perfumada y ya tostada por el verano, me invadió la tristeza; nuestra fácil camaradería se había roto. Habría deseado recoger esos fragmentos para contemplarlos largamente, con nostalgia.

Conocía esas situaciones y lo que seguiría. Inútil interrogarme acerca de mis propios sentimientos no contaban por el momento. Había tomado la costumbre de no abusar de mi “sensibilidad”; la trataba con delicadeza, no por temor a los riesgos o por prudencia, sino por instinto.

Me puse de pie para ir donde ella. Se hallaba parada con el rostro contra la pared. Ver esa espalda erguida, apenas temblorosa y no un cuerpo derrumbado, me trastornó. Parecía fijo para siempre contra ese muro de piedra.

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