11 octubre 2011

La mano izquierda de la oscuridad (Ursula K. Le Guin)


The left hand of darkness, 1969

Editorial Minotauro, 1973

La antigua ley del embargo cultural se alzaba aún contra la exportación de aparatos que pudieran ser analizados o imitados por civilizaciones como las de Gueden, de modo que yo no había traído nada excepto la nave y el ansible, mi caja de ilustraciones, la indiscutible peculiaridad de mi cuerpo, y la hipotética singularidad de mi mente. Las fotografías pasaron de mano en mano alrededor de la mesa, y fueron examinadas con esa expresión evasiva con que la gente mira las fotografías de la familia de otro.

… y sin embargo a todos ellos les faltaba una cierta cualidad, alguna dimensión humana, y no alcanzaban a convencer. No eran del todo sólidos.
Parecía, pensé, que no arrojaran sombras.
Esta especie de especulación de alto vuelo es parte esencial de mi trabajo. Sin esa capacidad nadie puede llevar el título de móvil, y yo había sido formalmente entrenado en Hain, donde le dan el digno título de visión de largo alcance. Lo que se busca de este modo es percepción intuitiva de toda una moral, y tiende así a expresarse no tanto en símbolos racionales como en metáforas. Nunca fui un intuitivo excepcional, y esta noche me sentía muy fatigado y no me tenía confianza. Cuando estuve de vuelta en mis habitaciones me refugié en una ducha caliente. Aun entonces sentí una vaga intranquilidad, como si el agua caliente no fuese del todo real y digna de confianza, y no se pudiese contar con ella.

Contando el cadáver éramos veintiséis personas, dos trece. Los guedenianos cuentan a menudo en series de trece, veintiséis, cincuenta y dos, sin duda a causa del ciclo lunar de veintiséis días, la duración del mes y el plazo de recurrencia del ciclo sexual. El cadáver fue empujado contra las puertas traseras de acero, donde se mantenía frío. El resto nos pasábamos las horas sentados y encogidos, cada uno en su lugar, su territorio, su dominio, hasta la noche; cuando el frío empezaba a aumentar nos íbamos acercando unos a otros, poco a poco, hasta que al fin nos confundíamos en una entidad que ocupaba un espacio templado en el medio, frío en la periferia.
Había bondad allí. Yo y algunos otros, un viejo y alguien que tosía mucho, fuimos reconocidos como menos resistentes al frío, y todas las noches nos encontrábamos en el centro del grupo, la entidad de veinticinco, donde había más calor. No luchábamos por ocupar este puesto; estábamos ahí simplemente, todas las noches. Es algo terrible, esta bondad que los seres humanos nunca pierden. Terrible, porque cuando nos encontrábamos desnudos en la oscuridad y helados, no teníamos otra cosa. Nosotros que somos tan capaces, tan fuertes, terminamos en eso. No nos queda otra cosa.
A pesar de la promiscuidad y las noches en que nos apretábamos para dormir, nadie trataba de acercarse a los otros. Algunos estaban como adormilados por las drogas, otros eran quizá criaturas enfermas desde un punto de vista mental o social, todos habían sido perseguidos y aterrorizados. Sin embargo, parecía extraño que entre veinticinco personas ninguna le hablara alguna vez a todas las otras, ni siquiera para maldecirlas. Había bondad allí, y resistencia, pero en silencio, siempre en silencio. Apretados y juntos en la amarga sombra de nuestra compartida mortalidad, nos entrechocábamos continuamente, nos sacudíamos juntos, caíamos unos sobre otros, mezclábamos nuestros alientos, juntábamos el calor de nuestros cuerpos como preparando un fuego, pero seguíamos siendo extraños. Nunca supe el nombre de ninguna de aquellas gentes.

—Entonces soy Ai... ¿Quienes usan nombres propios?
—Los hermanos de hogar, o los amigos —dijo Estraven, y diciéndolo pareció remoto, fuera de alcance, a medio metro de mí en una tienda de dos metros y medio de largo. No respondí. ¿Hay algo más arrogante que la sinceridad?
Sentí frío, y me metí en mi saco de pieles. —Buenas noches, Ai —dijo el extraño, y el otro extraño respondió —: Buenas noches, Har.

—No esperaba verlo aquí, Señor Estraven.
—Lo inesperado es lo que hace posible la vida —dijo Estraven.

En aquellos barrios de Mishnori la gente rompía los faroles de la calle, para poder actuar en la oscuridad. Pero los coches de los inspectores estaban siempre vigilando e iluminando esas calles oscuras, quitándoles a los pobres la única intimidad que les quedaba, la noche.

Aquella noche yo estaba en mi cuarto cuando alguien vino a verme, la primera visita desde mi regreso a Erhenrang. Era un hombre menudo, lampiño, tímido y llevaba del cuello la cadena dorada de un profeta, un celibatario. —Soy amigo de alguien que le dio su amistad —me dijo, con la brusquedad de los tímidos —. He venido a pedirle a usted un favor, en beneficio de ese amigo.

Eskichve rem ir Her ha supuesto que la actividad volcánica en el noroeste de Orgoreyn y en el archipiélago ha estado aumentando en los últimos diez o veinte milenios, y presagia el fin del hielo, o por lo menos una recesión y un periodo interglacial. El CO2 liberado por los volcanes en la atmósfera será con el tiempo una capa aisladora que conservará las ondas largas de energía calórica reflejadas desde la tierra, y permitirá que el calor solar nos llegue directamente. La temperatura media del mundo, dice, subirá al fin unos quince grados, hasta alcanzar los veinte grados centígrados. Me alegra no estar presente entonces. Ai dice que teorías similares se han propuesto en la Tierra para explicar la recesión todavía incompleta de la última Edad de Hielo. Todas esas teorías son en gran parte irrefutables e indemostrables; nadie sabe con certeza por qué viene el hielo, por qué se va. Nadie ha hollado la Nieve de la Ignorancia.
Sobre el Drumner, ahora, en la oscuridad, arde un palio de fuegos opacos.
Eps danern. El medidor indica hoy veintitrés kilómetros, pero no estamos a más de doce en línea recta desde el campamento de anoche. No salimos todavía del paso de hielo entre los dos volcanes. El Drumner está en erupción. Sierpes de fuego bajan arrastrándose por las laderas oscuras, visibles cuando el viento barre las turbulencias de las nubes de ceniza, humo y vapores blancos. Continuamente, sin pausa, hay un siseo en el aire; un sonido tan prolongado e intenso que es difícil oírlo cuando uno se detiene a escuchar; y sin embargo ocupa y colma todos los intersticios de tu propio ser. El glaciar tiembla día y noche, cruje y rechina, se estremece bajo nuestros pies. Todos los puentes de nieve que la ventisca pudo haber levantado sobre las hendeduras han desaparecido ahora, destruidos, derribados por estos golpes y sacudidas del hielo y de la tierra bajo el hielo. Vamos hacia atrás y adelante, buscando el fin de una grieta que podría devorarse el trineo entero, y luego buscando el fin de la grieta siguiente. Tratando de ir hacia el norte y obligados siempre a ir hacia el este o el oeste. Sobre nosotros el Dremegole, en simpatía con los trabajos del Drumner, gime y echa un humo fétido.
La cara de Ai estaba cubierta de escarcha esta mañana: nariz, orejas, barbilla, todo de un gris muerto. Acerté a mirarlo y le friccioné la cara reavivándole la circulación, pero hemos de tener más cuidado.
El viento que baja del cielo es mortal en verdad, y tenemos que darle la cara mientras subimos.
Me alegraré cuando salgamos de este brazo de hielo hendido y arrugado. Las montañas tienen que mirarse, y no oírse.


—Un yomeshta diría que la singularidad del hombre es su divinidad.
—Señores de la Tierra, sí. Otros cultos en otros mundos han llegado a la misma conclusión. Tienden a ser los cultos de las civilizaciones agresivas, dinámicas, que destruyen el equilibrio ecológico. Orgoreyn, creo, ha tomado ese camino; por lo menos parecen empeñados en llevarse todo por delante. ¿Qué dicen los handdaratas?
—Bueno, en el handdara... sabes, no hay teoría, ni dogma... Quizá son menos conscientes de la distancia que separa a los hombres de las bestias, ya que les preocupa más la semejanza, la relación, el todo del que son parte, las cosas vivas. —Yo había tenido la balada de Tormer todo el día en la cabeza, y dije las palabras: La luz es la mano izquierda de la oscuridad, y la oscuridad es la mano derecha de la luz.
Las dos son una, vida y muerte, juntas como amantes en kémmer, como manos unidas, como el término y el camino.
Me tembló la voz mientras lo decía, pues recordaba que en la carta que me escribió mi hermano antes de morir él me citaba las mismas palabras.
Ai reflexionó, y al cabo de un tiempo dijo: —Los guedenianos son criaturas solitarias, y a la vez, nada las divide. Quizá tienen la obsesión de la totalidad, como nosotros la obsesión del dualismo.
—Nosotros también somos dualistas. La dualidad es inevitable, ¿no? Mientras haya un mí mismo, y un otro.
—Yo y Tú —dijo Ai —. Al fin y al cabo hay ahí más distancia que entre los distintos sexos...
—Dime, ¿en qué difiere de tu sexo el otro sexo de tu raza?
Ai pareció sobresaltarse, y en verdad la pregunta me sobresaltó a mí; el kémmer provoca de pronto estos arranques de espontaneidad. Los dos nos sentíamos ahora demasiado atentos a nosotros mismos.
—Nunca lo pensé —dijo Ai al fin. —Nunca viste a una mujer. —Recurrió a la palabra terrestre, que yo conocía.
—Vi fotografías. Parecían guedenianos embarazados, pero con pechos más grandes. ¿Difieren mucho de tu sexo en actitudes mentales? ¿Son como especies diferentes?
—No. Si. No, por supuesto que no, no realmente. Pero las diferencias son importantes. Supongo que lo más importante, el factor de mayores consecuencias para la vida de cada uno, es nacer hombre o mujer.
En la mayoría de las sociedades eso determina las expectativas, actividades, actitudes, normas, costumbres... casi todo. El vocabulario. Variantes semióticas. Ropa. Aun la comida. Las mujeres tienden a comer menos. Es difícil separar las diferencias innatas de las adquiridas. Aun donde las mujeres participan de la vida de la sociedad en un nivel de igualdad con los hombres, son ellas siempre quienes llevan el peso del embarazo, y tienen a su cargo casi todo el trabajo de la crianza.
—¿Entonces la igualdad no es la norma común? ¿Son mentalmente inferiores?
—No sé. No parece haber a menudo entre ellas genios matemáticos, o compositores de música, o inventores, o filósofos. Pero no porque sean estúpidas. Físicamente tienen menos fuerza que los hombres,
pero viven un poco más. Psicológicamente...
Luego de haberse quedado mirando un rato la luz de la estufa, Ai meneó la cabeza. —Har —explicó, —no puedo decirte cómo son las mujeres. No lo pensé mucho antes, cómo son en general, ya entiendes. Y, Dios, ahora casi ya no me acuerdo. Llevo aquí dos años... No sabes. En cierto sentido las mujeres son para mí más extrañas que tú. Contigo comparto un sexo al menos... —Ai apartó los ojos y se rió, de mala gana y nervioso. Mis propios sentimientos eran confusos, y abandonamos el tema.

Y entonces vi de nuevo, y para siempre, lo que siempre había temido ver, y que siempre había evitado ver: que él era una mujer tanto como un hombre. Toda necesidad de explicarse los orígenes de ese miedo desapareció con el miedo mismo; y al fin no quedó en mí otra cosa que haber aceptado a Estraven tal como era. Hasta entonces yo lo había rechazado, había rehusado reconocerlo. Estraven había tenido mucha razón cuando dijo que él, la única persona de Gueden que había confiado en mí, era el único guedeniano de quien yo desconfiaba. Pues él era el único que me había aceptado del todo como ser humano; a quien yo le había agradado como persona y me había sido leal, y que por lo mismo había esperado de mi un grado semejante de reconocimiento, de aceptación. Yo me había resistido, y había tenido miedo. Yo no quería dar mi confianza y mi amistad a un hombre que era una mujer, a una mujer que era un hombre.
Estraven me explicó, tiesa y sencillamente, que estaba en kémmer, y que había estado tratando de evitarme aunque era difícil.
—No he de tocarte —dijo con mucho esfuerzo, y en seguida apartó los ojos.
Yo dije: —Entiendo. Estoy en todo de acuerdo.
Pues me parecía, y creo que a él también, que de esa tensión sexual que había entre nosotros, admitida y entendida ahora, aunque no por eso aliviada, de esa tensión nacía la notable y repentina seguridad de que éramos amigos; una amistad que los dos necesitábamos tanto en nuestro exilio, y ya tan probada en los días y noches de aquel duro viaje, y que también, tanto ahora como después, podía llamarse amor. Pero ese amor venia de la diferencia entre nosotros, no de las afinidades y semejanzas, y esto era un puente en verdad, el único puente tendido sobre lo que tanto nos separaba. Para nosotros el contacto sexual hubiese sido encontrarnos de nuevo como extraños. Nos habíamos tocado del único modo posible.
No fuimos más allá. No sé si teníamos razón.
Hablamos algo más aquella noche, y recuerdo que me costó mucho contestar de un modo coherente cuando Estraven me preguntó cómo eran las mujeres. Nos sentimos bastante tiesos y precavidos uno con el otro en el próximo par de días. Un amor profundo entre dos personas incluye, al fin y al cabo, el poder y la posibilidad de causar un daño profundo. Nunca se me hubiese ocurrido antes de esa noche que yo pudiera lastimar a Estraven.

—Har, lo siento mucho...
—No, llámame por mi nombre. Si puedes hablar dentro de mi cráneo con la voz de un muerto puedes llamarme por mi nombre. ¿Acaso él me llamaría Har? Oh, ya veo porque no hay mentiras en este lenguaje.
Es algo terrible... Muy bien, háblame de nuevo.
—Espera.
—No. Adelante.
Sintiendo la mirada de Estraven, ardiente y asustada, le hablé mentalmente:
—Derem, amigo mío, no hay nada que temer entre nosotros.
Estraven no me quitó los ojos de encima, y pensé que no me había entendido, pero me dijo en seguida:
—Ah, pero algo hay.
Al cabo de un rato, dominándose, Estraven dijo con una voz tranquila: —Me hablaste en mi lengua.
—Bueno, no conoces la mía.
—Dijiste que había palabras, si... Sin embargo, lo había imaginado como... un entendimiento...
—La empatía es otro asunto, aunque algo relacionado. Nos ayudó a conectarnos anoche. Pero en este modo de lenguaje se activan los centros cerebrales de la palabra, tanto como...
—No, no, no. Deja eso para después. ¿Por qué hablas con la voz de mi hermano? —Estraven contenía ahora la voz.
—No puedo decirlo. No lo sé. Cuéntame de tu hermano.
—Nusud... Mi hermano entero, Arek Har rem ir Estraven. Tenía un año más que yo. Hubiera sido Señor de Estre. Nosotros... Dejé mi casa, ya sabes, la dejé por él. Murió hace catorce años.
Estuvimos callados un tiempo. No pude saber o preguntar qué había detrás de esas pocas palabras.
A Estraven le habían costado mucho trabajo.
Dije al fin: —Háblame con la mente, Derem. Llámame por mi nombre. —Yo sabía que él podía hacerlo: había simpatía entre las partes, o como diría un experto, las fases eran consonantes, y él por supuesto no tenía idea de cómo levantar una barrera voluntaria. Si yo hubiese sido un Oyente, hubiese podido oír cómo pensaba Estraven.
—No —dijo —. Nunca. No todavía...
Pero ningún terror, ni angustia, ni conmoción podían contener a esa mente insaciable mucho tiempo.
Cuando hubo apagado otra vez la luz oí de pronto un tartamudeo en mi oído interior: —Genry... —Aun hablando así, Estraven no era capaz de pronunciar la l...
Respondí en seguida, y oí en la oscuridad un sonido inarticulado de miedo en el que había un levísimo tono de satisfacción. —No más, no más —dijo Estraven en voz alta. Al cabo de un rato nos dormimos.
Nunca fue fácil para él. No porque no tuviera esa capacidad, o no pudiera desarrollarla, pero lo perturbaba profundamente, y no acababa de aceptarla del todo. Aprendió en poco tiempo a levantar las barreras pero no estoy seguro de que les tuviera confianza. Quizá todos fuimos así, cuando los primeros eductores volvieron hace siglos del mundo de Rokanon, enseñando «el último arte». Quizá un guedeniano, siendo excepcionalmente completo, siente el lenguaje telepático como una violación de esa totalidad que ven en sí mismos, una brecha abierta en la integridad, y de difícil aceptación. Quizá la explicación fuese el carácter de Estraven, donde el candor y la reserva eran igualmente poderosos: toda palabra que el dijese brotaba de un hondo silencio. Había oído mi voz como la voz de un muerto, la voz del hermano. No sé qué hubo, además de amor y muerte, entre Estraven y ese hermano, pero sé que cada vez que yo le hablaba con la mente, Estraven se sobresaltaba apartándose como si le tocaran una herida. De modo que esta continuidad nos unía, sí, pero de un modo austero y oscuro, que no admitía en verdad mucha más luz (como yo había esperado) y mostraba sobre todo la extensión de la oscuridad.

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