21 noviembre 2011

Mashenka (Vladimir Nabokov)


Primera Edición 1926
Anagrama, 1970


Ignoraba ya qué clase de estímulo podía darle la fuerza precisa para romper aquellas relaciones con Liudmila, que habían durado ya tres meses, igual que ignoraba qué le hacía falta para poder levantarse de la silla. Sólo durante un período muy breve había estado genuinamente enamorado de Liudmila, habíase encontrado en aquel estado de emoción inquieta, exaltada, casi extraterrena, parecida a la que se siente cuando se oye música en el preciso instante en que uno hace algo totalmente vulgar, como recorrer el trecho que media desde la mesa, en un restaurante, al mostrador, para pagar la consumición, y esta música da una interior calidad de danza al más simple movimiento, transformándolo en un gesto significativo e inmortal.


De vez en cuando, bramando como un ciervo, pasaba veloz un automóvil, o bien ocurría algo en que las gentes que caminan por la ciudad nunca se fijan: una estrella, más rápida que el pensamiento, y más silenciosa que una lágrima, cruzaba el firmamento.

Era un dios en el acto de recrear un mundo muerto. Poco a poco Ganin resucitó aquel mundo, para complacer a la muchacha a la que no se atrevía a evocar hasta el instante en que dicho mundo estuviera completamente formado. La imagen de la muchacha, su presencia, la sombra de su recuerdo exigía que, por fin, él la resucitara también. Pero Ganin alejaba voluntariamente de su mente esta imagen porque quería acercarse gradualmente a ella, paso a paso, tal como había hecho nueve años atrás. Temeroso de cometer un error, de perderse en el deslumbrante laberinto de los recuerdos, recreaba muy cuidadosamente su anterior vida, la recreaba con amor y, de vez en cuando, desandaba camino para recoger algo aparentemente trivial, y nunca corría con demasiada prisa hacia delante.

Mientras estaba solo, Ganin se reclinó cómodamente en el viejo sillón verde y esbozó una reflexiva sonrisa. Había acudido al dormitorio del viejo poeta porque éste era seguramente el único individuo que podía comprender el alterado estado en que él se encontraba. Deseaba hablarle de muchas cosas, de puestas de sol en una carretera rusa y de bosques de abedules.

Pensativo, Ganin dijo:

—Le debe causar una extraña sensación acordarse de esto. A poco que pensemos nos daremos cuenta de que incluso parece extraño recordar cualquier detalle cotidiano, recordar algo ocurrido hace pocas horas, aunque nos sea imposible recordar por entero los días.

Podtyagin le dirigió una mirada penetrante y amable:

—¿Qué le ocurre, Lev Glebovich? Parece que su rostro haya recobrado la vida. ¿Se ha enamorado otra vez? Pues sí, tal como usted dice, el modo en que recordamos las cosas es muy extraño. Caramba, caramba... ¡Con cuánta felicidad sonríe usted hoy!


—No lo sé, no me pregunte estas cosas, querido amigo. Puse en la poesía todo lo que hubiera debido poner en la vida, y ahora ya es demasiado tarde para comenzar una vida nueva. Lo único que por el momento se me ocurre es que, a fin de cuentas, resulta mejor haber sido un hombre de temperamento sanguíneo, o sea, un hombre de acción, y si uno ha de embriagarse, mejor que se embriague del todo, y que lo mande todo a hacer gárgaras.


No sabía dónde podía encontrarla o abordarla, en qué revuelta de la carretera, si en este matorral o en el otro. La muchacha vivía en Voskresensk, y salió a pasear aquella misma soleada y solitaria tarde en que lo hizo Ganin, y exactamente a la misma hora. Ganin la vio desde lejos, e inmediatamente sintió una mano helada en el corazón. La muchacha caminaba aprisa, iba con falda azul, y había metido las manos en los bolsillos de su chaqueta de sarga también azul, con blanca blusa debajo. Cuando Ganin, como una suave brisa, llegó a su lado, únicamente vio los pliegues de tela azul moviéndose a uno y otro lado, y el lazo de seda negra, como dos alas extendidas. Cuando la rebasó, no miró el rostro de la muchacha, sino que fingió prestar absorta atención a su pedaleo, pese a que, un minuto antes, al imaginar su encuentro, se había jurado que sonreiría y la saludaría. En aquellos tiempos, Ganin pensaba que la muchacha forzosamente tenía que ostentar un nombre insólito y sonoro, pero cuando se enteró, por el estudiante antes mencionado, de que se llamaba Mashenka, no se sorprendió en absoluto, como si lo hubiera sabido de antemano, y aquel nombre sencillo tomó para él un nuevo sonido, adquirió un entrañable significado.

—Mashenka, Mashenka —musitó Ganin.

Hizo una profunda inhalación, y, sin soltar el aire, escuchó el latir de su corazón. Eran las tres de la madrugada aproximadamente, ya no pasaban trenes y la casa parecía haber detenido sus constantes movimientos. En la silla, con los brazos hacia delante, como los de un hombre fulminado en el instante de rezar sus oraciones, se veía, colgando en la oscuridad, la vaga y blanca forma de la camisa usada aquel día.

—Mashenka —repitió Ganin.

Intentaba dotar a estas sílabas de la musicalidad que en otros tiempos habían encerrado —el viento, el murmullo de los postes de telégrafo, la felicidad—, juntamente con otro secreto sonido que daba a la palabra su verdadera vida. Ganin yacía boca arriba, y escuchaba el pasado. En aquel instante, desde la habitación contigua llegó a sus oídos un bajo, dulce, inoportuno sonido: ta-ta, ta-ta. Alfyorov esperaba el sábado.

En aquellas fotos Mashenka era exactamente tal como la recordaba, y ahora le parecía terrible que su pasado estuviera encerrado en el cajón de otro hombre.

Desde el punto de vista de las ocupaciones cotidianas, los días de Ganin eran más vacíos desde que había roto sus relaciones con Liudmila, pero, por otra parte, ahora el no tener nada que hacer había dejado de aburrirle. Estaba tan absorto en sus recuerdos que no se daba cuenta del paso del tiempo. Su sombra se alojaba en la pensión de Frau Dorn, mientras su verdadera persona se encontraba en Rusia volviendo a vivir sus recuerdos como si fueran realidad. Para él, el tiempo se había convertido en el fluir de los recuerdos que iban acudiendo gradualmente a su memoria. Y pese a que sus amores con Mashenka, en aquellos lejanos tiempos, no habían durado solamente tres días, o una semana, sino mucho más, no notaba Ganin discrepancia alguna entre el transcurso del tiempo real y el de aquel otro tiempo en el que revivía el pasado, debido a que su memoria no tenía en cuenta todos los instantes, y prescindía de los períodos que no merecían ser recordados, iluminando únicamente los momentos relacionados con Mashenka. De esta manera no se daba discrepancia alguna entre el curso de la vida pasada y el de la vida presente.

Ahora, Ganin intentó recordar el aroma de aquel perfume, mezclado con los frescos olores otoñales del parque, pero, como todos sabemos, la memoria puede resucitarlo todo salvo los perfumes, pese a que nada hay que resucite con tanta fuerza el pasado como el olor a él asociado.

Ganin bajó la mano en que sostenía la carta, y quedó unos instantes sumido en sus pensamientos. Qué bien recordaba las alegres formas de expresión de Mashenka, su corta y honda carcajada cuando pedía disculpas, la rápida transición desde el suspiro de melancolía a la mirada de ardiente vitalidad...

En la misma carta, Mashenka había escrito :

"Durante largo tiempo he estado preocupada por tu paradero y tu suerte. Ahora no debemos romper el débil hilo que nos une. Son muchas las cosas que quiero decirte y preguntarte, pero mi pensamiento vaga sin rumbo. Desde aquellos tiempos, he visto muchas desdichas y también he sido desdichada. Escribe, escribe por el amor de Dios, escribe más a menudo y más extensamente. Que tengas suerte, mucha suerte. Me gustaría despedirme de un modo más afectuoso, pero quizás haya olvidado cómo hacerlo, después de tanto tiempo. ¿O es que hay algo que me lo impide?"

Después de recibir esta carta, estuvo varios días tembloroso de felicidad. No podía comprender cómo había sido capaz de separarse de Mashenka. Sólo recordaba el primer otoño que pasaron juntos, y todo lo demás, aquellos tormentos y peleas, quedaban en segundo término, lejanos e insignificantes. La lánguida oscuridad, el consabido resplandor del mar en la noche, el aterciopelado susurro de los cipreses en las estrechas sendas, el brillo de la luna en las anchas hojas de las magnolias, todo le deprimía.


"Escríbeme a vuelta de correo. ¿Vendrás y nos veremos? ¿Imposible? Bueno, es horrible. Pero, ¿a lo mejor puedes? Qué tonterías escribo, ¿cómo puedo pensar que hagas el largo viaje hasta aquí, sólo para verme? ¡Cuánta vanidad! ¿No crees?

"Antes de escribirte, he leído un poema en una vieja revista. Es de Krapovitsky, y se titula «Mi pequeña perla pálida». Me ha gustado mucho. Escribe y cuéntamelo todo. Te mando un beso.

Con una sonrisa, sacudiendo la cabeza, Ganin desplegó la última carta. La recibió la víspera de su partida hacia el frente. Al alba, hacía frío a bordo del buque, aquel día de enero, y el café de bellotas le había dejado medio mareado.

"Eyova, querido Lyova, ¡con cuánta impaciencia he esperado tu carta! Ha sido muy difícil para mí escribirte cartas tan medidas, refrenando mis sentimientos. ¿Cómo he sido capaz de vivir tres años sin ti, cómo me las he arreglado para sobrevivir, sin tener razón alguna para ello?

"Te quiero. Si vienes, te mataré a besos.

"¡Dios mío, qué lejos están aquellos días de esplendor en que nos amábamos...! Igual que tú, pienso que volveremos a vernos, pero ¿cuándo?, ¿cuándo?

"Te quiero. Ven a mi lado. Tu carta me ha producido tal alegría que aún estoy medio loca, de felicidad..."

Mientras formaba un ordenado montón con las cinco cartas dobladas, Ganin repitió suavemente:

—Felicidad... Esto, precisamente esto: felicidad. Ahora, dentro de doce horas, volveremos a vernos.

Se quedó quieto, inmóvil, sumido en secretos y deliciosos pensamientos. No le cabía la menor duda de que Mashenka seguía amándole, igual que antes. Ganin sostenía las cinco cartas de la muchacha en la mano. Fuera había anochecido, y todo estaba oscuro. En el dormitorio, las asas de las dos maletas lanzaban destellos. La desolada estancia olía a polvo.

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