“Así que debo culpar a Al...”, pensó Joe. La idea no le atraía: percibía en ella una lógica muy peculiar, una inexactitud quizá deliberada. Lo explicaba todo en términos de Al, tomándole como cabeza de turco y haciéndole pagar los platos rotos. “Es absurdo”, murmuró. Y... ¿le había oído Runciter? Tal vez había mentido al decirle que se trataba de una grabación. Por unos momentos, durante el anuncio, había aparentado responder a sus preguntas; sólo hacia el final sus palabras se habían hecho incongruentes. Joe se sintió de pronto como una polilla desorientada, revoloteando contra el cristal de la realidad y viéndola borrosamente desde fuera.
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