02 marzo 2009

Rodrigo Fica (Bajo la marca de la ira)


Editorial Universitaria, 2005

Este libro nace de una bitácora escrita para ella.
Cual símbolo de clamores relegados, el manojo pronto cayó en un rincón y hubo de esperar a que el gran invierno se fuera para recibir clemencia.



Se hace el silencio. Profundo, real.

Las horas sin dormir y la ansiedad me hacen pensar en forma extraña. Salto de un pensamiento a otro, rápidamente, dándoles tan sólo retazos de atención. Juego con el tiempo; el futuro, el pasado, mío, nuestro, ajeno. Sensaciones de pérdidas por los años que se fueron y que nunca volverán. Quizás pena, talvez dolor, pero inconfundiblemente melancolía.

Poco a poco surge el desafío de internarse en este océano de nieve, siendo el primer objetivo lógico cruzarlo de lado a lado. Lo intenta dos veces Héctor Gianolini y luego Bruno Guth en 1951. En el verano de 1952, Emiliano Huerta logró visualizar el Pacífico después de entrar a la meseta por Argentina, vía el paso Marconi, el paso Pío XI y la zona de alimentación del glaciar homónimo. Afirmaron ser los primeros en realizar el cruce transversal, pero se les censuró no haber arribado físicamente al otro lado.

Esta objeción no es menor, porque el mismo Agostini había visualizado los fiordos de la costa occidental desde la cumbre del monte Torino varios años antes y nunca pretendió adjudicarse tal logro.

No sería la última ocasión en que nacería la polémica al calor de la fiebre patagónica. Su historia no está exenta de ejemplos como éste, cuando las aristas de la ambición humana tocaron el límite de lo permitido y crearon conflictos que todavía perturban el alma de sus protagonistas.


Salimos del restaurante y damos un paseo. Natales todavía está lejos de su mejor momento en la temporada y sus calles están vacías. Son las tranquilas horas de la tarde y la existencia es simple.
- Suerte… -nos gritan por ahí.
- … la van a necesitar –agrega alguien más y surge una pesada risa general.
- Sí; lo sé –comento en voz baja y me alejo, preocupado de la enorme verdad que esconde mi respuesta.

Antes de acostarme, doy un último paseo por la Costanera. Un kilómetro más allá se alcanza a vislumbrar la silueta de la Alacalufe meciéndose en el muelle. Esta lista para el zarpe de mañana y me da un poco de orgullo saber que no estaría ahí de no ser por nuestras ideas.

Una prueba más de que sí es posible tener el control, que sí podemos cambiar las cosas, que no sólo somos seres a los cuales les ocurre, como si fuera una enfermedad.


Días más tarde, en Caleta Tortel, la policía le puso problemas a Algernón por no tener un permiso para ir al Hielo, pero mi amigo volvió al barco y no le dio mayor importancia al entredicho. Yo, con un cuestionable sentido del humor, desde la bodega de la Yagán prendí el walkie-talkie y simulé ser oficial de Carabineros, exigiendo la presencia de los expedicionarios en la comisaría bajo orden de arresto. En la cubierta se desató un lío fenomenal al recibir el llamado y tuve que subir rápidamente para tranquilizarlos y decirles que yo era el autor y que no, no era necesario bombardear el cuartel.

Hice lo que pude por evitar que el barco se hundiera: hablaba con uno, consolaba al otro, inventaba distracciones, cantaba, reía, animaba… Mas fue inútil, fracasé. No se puede apuntalar con saliva los cimientos de nuestras voluntades. La unidad de la expedición ya estaba fracturada irremediablemente y no había nada que yo pudiera hacer para reconstruirla.

Miré por azar hacia delante y vi que Navegante no se detenía, sino que seguí abriendo la huella, en medio del atronador ruido de la tormenta.
Y de repente ¡desapareció!
Limpiamente. Como si se hubiese producido una dislocación espacio-temporal y en la nueva realidad él nunca hubiese existido.
Estaba… ¡Chaz! Ya no estaba.
Sólo un hoyo en el suelo denotaba su paso. ¡Había caído en una grieta!

Quizás fue un caso de “depresión invernal”, coloquialmente conocida como winteritis. Ese trastorno afectivo que tiende a ocurrir cuando hay cantidades decrecientes de luz. Se experimentan síntomas como cansancio, fatiga, irritabilidad, pérdida de apetito sexual, mal dormir, angustia, depresión. Algunos calzaban con lo ocurrido; otros, no…

Pero si hubo algo que me quedó claro de todo este embrollo. No debí haber cedido tan fácil ante Navegante. Fui débil ante la tentación de terminar con aquellas penurias, ante la esperanza de un alivio que al final se reveló efímero.

Impotentes, vimos cómo la pulka pasó por varias lomas de nieve, acelerando y frenando en ciclos, acercándose inexorablemente a las grietas, que a ese momento ya se me parecían bocas hambrientas deleitándose anticipadamente por el inesperado bocado.

Se hizo el silencio y el frío comenzó a morder con su rostro indiferente.
La noche tardó en llegar.

La atmósfera tiende a mantenerse estable dentro de la mediocridad.

Vamos encontrando grietas bien definidas que cruzamos saltándolas en sentido perpendicular, pensando en lo simple que es vivir así. Compenetración, equilibrio, ¡salto! Armonía física, poder contenido, control de tu destino. Cada grieta que paso se lleva una parte de mí.

¡Salí! Ya estoy en la playa y corro al depósito. Mis amigos han llegado hace rato y me miran.

Los toneles están bien. Parece que hubiera sido ayer cuando los abandonamos, pero ¡fue hace dos meses!

Estoico, fiel a su rúbrica, permanece sentado en el pasto soportando con dignidad la voracidad que le corroe por dentro. Es que Navegante no lo ha dejado comer nada porque quiere repartir las cosas en partes iguales. Pero, “con permiso…”, llego yo y empiezo a abrir los contenedores, sacando las bolsas y tirándolas al aire buscando algo digno del momento. Salen tarros de fruta, galletas, atún, bebidas, patés…

Para empezar, escojo el símbolo supremo del consumismo, una Coca-Cola, y luego tomo una bolsa de papas fritas y otra de mayonesa.

Mientras me los echo a la boca, de reojo veo que Navegante intenta objetar, pero se ve superado y no le queda más opción que sumarse a la más sublime de las orgías culinarias en las que yo alguna vez haya participado.


Pero, inesperadamente, lo que empieza a embargarme es una sensación media culposa, porque el estómago hinchado inicia una cadena de pensamientos asociados que desembocan en el recuerdo de quienes tienen hambre. A aquellos que todavía hoy, en este preciso instante, luchan por sobrevivir. Caras sucias que merecen respuestas.
¿No habría sido mejor emplear esta comida en una causa noble?
Buena pregunta.
Es más. Podríamos haber empleado tanto esfuerzo, sacrificios y dinero en luchar por un mundo mejor, ¿cierto?
Toda vez que hay que reconocer que para llegar hasta aquí, para que un abotagado expedicionario se cuestione su proceder a la hora de la siesta, haya sido necesario emplear cincuenta y cinco mil dólares americanos. Sí. Tal cual. Cincuenta y cinco mil.
Nada más que el costo de tomar a cuatro personas desnudas, vestirlas apropiadamente, comprar su comida, trasladarles la carga, llevarles al Hielo Patagónico Sur y dejarles allí con lo necesario para sobrevivir cuatro meses. Sin pagarles nada, debo agregar.
Puedo entender el cuestionamiento. Claro que sí. Es mucho dinero y soy el primero en avergonzarse por haberlo usado en esto.
Pero…
También es cierto que nuestra sociedad debe ser entendida como un ente complejo, inorgánico, donde el verdadero avance se da en base a la suma de iniciativas individuales, las cuales son las que realmente contribuyen a la riqueza global de la comunidad.

“-¿Cómo lo hiciste?, ¿cómo es posible?
-Porque jamás guardé nada para volver”
(Vincent, Gattaca)


Aquí estoy ahora. Tendido a lo ancho de la carpa, usando cuatro colchonetas. Estoico todavía no entra; hay espacio suficiente y entra luz. Está lindo.
Pero no va a durar. Poco a poco, inexorablemente, la nieve nos cubrirá y tendré que salir yo.
Mendigando horas de tranquilidad, que en otras partes son gratis.

Y voy más allá. El verdadero subdesarrollo, individual o de una comunidad, está dado por su incapacidad para crear. Por lo tanto, si se desea surgir, como colectividad, como nación, como especie, se hace necesario una educación centrada en motivar estas almas inquietas y en forjar su espíritu, ya que los obstáculos a vencer pondrán a prueba sus creencias y, si no están preparadas, terminarán por doblegar su confianza.

En un descanso, Poeta y Navegante discuten qué harían si apareciera un helicóptero en ese instante. Poeta lo tomaría, Navegante no. Estoico dice: “¡qué helicóptero, hueón!” y fin de la discusión.

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