20 abril 2007

Jorge Bucal (El camino de la felicidad, 2002)


Ed. Sudamericana, 2006

Cada vez que hablo o escribo sobre la necesidad de bajar las expectativas; cada vez que reniego del valor del esfuerzo; cada vez que cuestiono el sacrificio en pos de una consecuencia mejor; cada vez, por fin, que menciono la palabra aceptación, alguien se pone de pie, me señala con el dedo índice, mira a su alrededor buscando cómplices para lo que sigue y me grita:
- ¡¡¡Conformista!!!
Desde el sentido estricto de la palabra, la idea de conformar-se (adaptarse a una nueva forma) me parece encantadora. Y por lo tanto, la idea de ser un conformista, uno que prefiere conformarse, no sólo no me insulta sino que me halaga.
El diccionario de la Real Academia Española y el diccionario etimológico de Corominas asocian conformarse con otros verbos para nada despreciables:

Concordar,
ajustarse,
convenir,
sujetarse voluntariamente a algo,
tolerar las adversidades,
proporcionarse,
configurar,
corresponder,
ser paciente,
unirse…. y otros.

Y sin embargo, como muchas otras veces, el uso popular le confiere algunas acepciones de baja calidad que lo hacen sonar como emparentado con el desinterés de los estúpidos o la tendencia a la sumisión de los débiles.

Pero conformarse no significa dejar de estar interesado en lo que sucede ni bajar necesariamente la cabeza. No tiene que ver con la resignación, sino con reconocer el punto de partida de un cambio, con el abandono de la urgencia de que algo sea diferente y la gratitud con la vida por ser capaz de intentar construir lo que sigue.

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