Frankenstein
Mary W. Shelley
Entonces me había llenado de un
éxtasis que prestaba alas al espíritu, permitiéndole despegarse del mundo de tinieblas
y remontarse hasta la luz y la felicidad. La contemplación de todo lo que de
majestuoso y sobrecogedor hay en la naturaleza siempre ha tenido la virtud de
ennoblecer mis sentimientos y me ha hecho olvidar las efímeras preocupaciones
de la vida.
Miré el valle a mis pies. Sobre los
ríos que lo atraviesan se levantaba una espesa niebla, que serpenteaba en espesas
columnas alrededor de las montañas de la vertiente opuesta, cuyas cimas se
escondían entre las nubes. Los negros nubarrones dejaban caer una lluvia
torrencial que contribuía a la impresión de tristeza que desprendía todo lo que
me rodeaba. ¿Por qué presume el hombre de una sensibilidad mayor a la de las
bestias cuando esto sólo consigue convertirlos en seres más necesitados? Si
nuestros instintos se limitaran al hambre, la sed y el deseo, seríamos casi
libres. Pero nos conmueve cada viento que sopla, cada palabra al azar, cada imagen
que esa misma palabra nos evoca.
¡Serenaos! Os ruego me escuchéis
antes de dar rienda suelta a vuestro odio. ¿Acaso no he sufrido bastante que
buscáis aumentar mi miseria? Amo la vida, aunque sólo sea una sucesión de
angustias, y la defenderé.
Recordad: me habéis hecho más
fuerte que vos; mi estatura es superior y mis miembros más vigorosos. Pero no
me dejaré arrastrar a la lucha contra vos. Soy vuestra obra, y seré dócil y
sumiso para con mi rey y señor, pues lo sois por ley natural. Pero debéis
asumir vuestros deberes, los cuales me adeudáis. Oh Frankenstein, no seáis
ecuánime con todos los demás y os ensañéis sólo conmigo, que soy el que más
merece vuestra justicia e incluso vuestra clemencia y afecto. Recordad que soy
vuestra criatura. Debía ser vuestro Adán, pero soy más bien el ángel caído a
quien negáis toda dicha. Doquiera que mire, veo felicidad de la cual sólo yo
estoy irrevocablemente excluido. Yo era bueno y cariñoso; el sufrimiento me ha
envilecido. Concededme la felicidad, y volveré a ser virtuoso.
¡Aparta! No te escucharé. No puede
haber entendimiento entre tú y yo; somos enemigos. Apártate, o midamos nuestras
fuerzas en una lucha en la que sucumba uno de los dos.
¿Cómo podré conmoveros?; ¿no
conseguirán mis súplicas que os apiadéis de vuestra criatura, que suplica vuestra
compasión y bondad? Creedme, Frankenstein: yo era bueno; mi espíritu estaba
lleno de amor y humanidad, pero estoy solo, horriblemente solo. Vos, mi
creador, me odiáis. ¿Qué puedo esperar de aquellos que no me deben nada? Me
odian y me rechazan. Las desiertas cimas y desolados glaciares son mi refugio.
He vagado por ellos muchos días. Las heladas cavernas, a las cuales únicamente
yo no temo, son mi morada, la única que el hombre no me niega. Bendigo estos
desolados parajes, pues son para conmigo más amables que los de tu especie. Si
la humanidad conociera mi existencia haría lo que tú, armarse contra mí. ¿Acaso
no es lógico que odie a quienes me aborrecen? No daré treguas a mis enemigos.
Soy desgraciado, y ellos compartirán mis sufrimientos. Pero está en tu mano
recompensarme, y librarles del mal, que sólo aguarda que tú lo desencadenes.
Una venganza que devorará en los remolinos de su cólera no sólo a ti y a tu
familia, sino a millares de seres más. Deja que se conmueva tu compasión y no
me desprecies. Escucha mi relato: y cuando lo hayas oído, maldíceme o apiádate
de mí, según lo que creas que merezco. Pero escúchame. Las leyes humanas permiten
que los culpables, por malvados que sean, hablen en defensa propia antes de ser
condenados.
Escúchame, Frankenstein. Me acusas
de asesinato; y sin embargo destruirías, con la conciencia tranquila, a tu propia
criatura. ¡Loada sea la eterna justicia del hombre! Pero no pido que me
perdones; escúchame y luego, si puedes, y si quieres, destruye la obra que
creaste con tus propias manos.
Me dio una visión de las
costumbres, gobiernos y religiones que tenían las distintas naciones de la
Tierra. Oí hablar de los indolentes asiáticos, de la magnífica genialidad y
actividad intelectual de los griegos, de las guerras y virtudes de los romanos,
de su degeneración posterior y de la decadencia de ese poderoso imperio; del
nacimiento de las órdenes de caballería, la cristiandad, los reyes. Supe del
descubrimiento del hemisferio americano y lloré con Safie la desdichada suerte
de sus indígenas.
Estas maravillosas narraciones me
llenaban de extraños sentimientos. ¿Sería en verdad el hombre un ser tan
poderoso, virtuoso, magnífico y a la vez tan lleno de bajeza y maldad? Unas
veces se mostraba como un vástago del mal; otras, como todo lo que de noble y
divino se puede concebir. El ser un gran hombre lleno de virtudes parecía el
mayor honor que pudiera recaer sobre un ser humano, mientras que el ser infame
y malvado, como tantos en la historia, la mayor denigración, una condición más
rastrera que la del ciego topo o inofensivo gusano. Durante mucho tiempo no
podía comprender cómo un hombre podía asesinar a sus semejantes, ni entendía
siquiera la necesidad de leyes o gobiernos; pero cuando supe más detalles sobre
crímenes y maldades, dejé de asombrarme, y sentí asco y disgusto.
Ahora, cada conversación de mis
vecinos me descubría nuevas maravillas. Fue escuchando las instrucciones que
Félix le daba a la joven árabe como aprendí el extraño sistema de la sociedad
humana. Supe del reparto de riquezas, de inmensas fortunas y tremendas
miserias; de la existencia del rango, el linaje y la nobleza.
Las palabras me indujeron a
reflexionar sobre mí mismo. Aprendí que las virtudes más apreciadas por mis
semejantes eran el rancio abolengo acompañado de riquezas. El hombre que poseía
sólo una de estas cualidades podía ser respetado; pero si carecía de ambas se
le consideraba, salvo raras excepciones, como a un vagabundo, un esclavo
destinado a malgastar sus fuerzas en provecho de los pocos elegidos. ¿Y qué era
yo? Ignoraba todo respecto de mi creación y creador, pero sabía que no poseía
ni dinero ni amigos ni propiedad alguna; y, por el contrario, estaba dotado de
una figura horriblemente deformada y repulsiva; ni siquiera mi naturaleza era
como la de los otros hombres. Era más ágil, y podía subsistir a base de una
dieta más tosca; soportaba mejor el frío y el calor; mi estatura era muy
superior a la suya. Cuando miraba a mi alrededor, ni veía ni oía hablar de nadie
que se pareciese a mí. ¿Era, pues, yo verdaderamente un monstruo, una mancha
sobre la Tierra, de la que todos huían y a la que todos rechazaban?
No puedo describir la angustia que
estos pensamientos me causaban. Intentaba desecharlos, pero la tristeza me
aumentaba a medida que me iba instruyendo. ¡Por qué no me habría quedado en mi
bosque, donde ni conocía ni experimentaba otras sensaciones que las del hambre,
la sed y el calor!
¡Qué extraña naturaleza la del
saber! Se aferra a la mente, de la cual ha tomado posesión, como el liquen a la
roca. A veces deseaba desterrar de mí todo pensamiento, todo afecto; pero
aprendí que sólo había una manera de imponerse al dolor y ésa era la muerte,
estado que me asustaba aunque aún no lo entendía. Admiraba la virtud y los
buenos sentimientos, y me gustaban los modales dulces y amables de mis vecinos;
pero no me era permitida la convivencia con ellos, salvo sirviéndome de la
astucia, permaneciendo desconocido y oculto, lo cual, más que satisfacerme,
aumentaba mi deseo de convertirme en uno más entre mis semejantes. Las tiernas
palabras de Agatha y las sonrisas animadas de la gentil árabe no me estaban
destinadas. Los apacibles consejos del anciano y la alegre conversación del
buen Félix tampoco me estaban destinados. Desgraciado e infeliz engendro.
Otras lecciones se me grabaron con
mayor profundidad aún. Supe de la diferencia de sexos, del nacer y crecer de
los hijos; cómo disfruta el padre con las sonrisas de su pequeño, y las alegres
correrías de los hijos más mayores; cómo todos los cuidados y razón de ser de
la madre se concentran en esa preciada carga; cómo la mente del joven se va
desarrollando y enriqueciendo; supe de hermanos, de hermanas, y los vínculos
que unen a los humanos entre sí con lazos mutuos.
Era tu diario de los cuatro meses que precedieron a mi creación. En él describías con minuciosidad todos los pasos que dabas en el desarrollo de tu trabajo, e insertabas incidentes de tu vida cotidiana. Sin duda recuerdas estos papeles. Aquí los tienes. En ellos se encuentra todo lo referente a mi nefasta creación, y revelan con precisión toda la serie de repugnantes circunstancias que la hicieron posible. Dan una detallada descripción de mi odiosa y repulsiva persona, en términos que reflejan tu propio horror y que convirtieron el mío en algo inolvidable. Enfermaba a medida que iba leyendo. «¡Odioso día en el que recibí la vida! ––exclamé desesperado––. ¡Maldito creador! ¿Por qué creaste a un monstruo tan horripilante, del cual incluso tú te apartaste asqueado? Dios, en su misericordia, creó al hombre hermoso y fascinante, a su imagen y semejanza. Pero mi aspecto es una abominable imitación del tuyo, más desagradable todavía gracias a esta semejanza. Satanás tenía al menos compañeros, otros demonios que lo admiraban y animaban. Pero yo estoy solo y todos me desprecian.
Si accedes, ni tú ni ningún otro
ser humano nos volverá a ver. Me iré a las enormes llanuras de Sudamérica. Mi
alimento no es el mismo que el del hombre; yo no destruyo al cordero o a la
cabritilla para saciar mi hambre; las bayas y las bellotas son suficiente
alimento para mí. Mi compañera será idéntica a mí, y sabrá contentarse con mi
misma suerte. Hojas secas formarán nuestro lecho; el sol brillará para nosotros
igual que para los demás mortales, y madurará nuestros alimentos. La escena que
te describo es tranquila y humana, y debes admitir que, si te niegas, mostrarías
una deliberada crueldad y tiranía. Despiadado como te has mostrado hasta ahora
conmigo, veo sin embargo un destello de compasión en tu mirada; déjame
aprovechar este momento favorable, para arrancarte la promesa de que harás lo
que tan ardientemente deseo.