25 noviembre 2011

Bartleby (Herman Melville)



Minilibros Quimantú, 1973

Era una suerte para mí que, debido a su causa primordial ‑la mala digestión‑, la irritabilidad y la consiguiente nerviosidad de Nippers eran más notables de mañana, y que de tarde estaba relativamente tranquilo. Y como los paroxismos de Turkey sólo se manifestaban después de mediodía, nunca debí sufrir a la vez las excentricidades de los dos. Los ataques se relevaban como guardias. Cuando el de Nippers estaba de turno, el de Turkey estaba franco, y viceversa. Dadas las circunstancias era éste un buen arreglo.

‑¿Está resuelto, entonces, a no acceder a mi solicitud; solicitud hecha de acuerdo con la costumbre y el sentido común?

Brevemente me dio a entender que en ese punto mi juicio era exacto. Sí: su decisión era irrevocable.


No es raro que el hombre a quien contradicen de una manera insólita e irrazonable bruscamente deje de creer en su convicción más elemental. Empieza a vislumbrar vagamente que, por extraordinario que parezca, toda la justicia y toda la razón están del otro lado; si hay testigos imparciales, se vuelve a ellos para que de algún modo lo refuercen.

Nada exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva. Si el individuo resistido no es inhumano y el individuo resistente es inofensivo en su pasividad, el primero, en sus mejores momentos, caritativamente procurará que su imaginación interprete lo que su entendimiento no puede resolver.

Ah, la felicidad busca la luz, por eso juzgamos que el mundo es alegre; pero el dolor se esconde en la soledad, por eso juzgamos que el dolor no existe.

Tan cierto es, y a la vez tan terrible, que hasta cierto punto el pensamiento o el espectáculo de la pena atrae nuestros mejores sentimientos, pero algunos casos especiales no van más allá. Se equivocan quienes afirman que esto se debe al natural egoísmo del corazón humano. Más bien proviene de cierta desesperanza de remediar un mal orgánico y excesivo. Y cuando se percibe que esa piedad no lleva a un socorro efectivo, el sentido común ordena al alma librarse de ella. Lo que vi esa mañana me convenció que el escribiente era la víctima de un mal innato e incurable. Yo podía dar una limosna a su cuerpo; pero su cuerpo no le dolía; tenía el alma enferma, y yo no podía llegar a su alma.

Nada de eso. Sin mandatos gritones a Bartleby ‑como hubiera hecho un genio inferior‑ yo había postulado que se iba, y sobre esa promesa había construido todo mi discurso. Cuanto más pensaba en mi actitud, más me complacía en ella. Con todo, al despertarme la mañana siguiente, tuve mis dudas ‑mis humos de vanidad se habían desvanecido‑. Una de las horas más lúcidas y serenas en la vida del hombre es la del despertar. Mi procedimiento seguía pareciéndome tan sagaz como antes, pero sólo en teoría. Cómo resultaría en la práctica, estaba por verse. Era una bella idea, dar por sentada la partida de Bartleby; pero después de todo, esta presunción era sólo mía, y no de Bartleby. Lo importante era, no que yo hubiera establecido que debía irse, sino que él prefiriera hacerlo. Era hombre de preferencias, no de presunciones.

Mijail Sholojov (El destino de un hombre, 1956)

Minilibros Quimantu, 1973

»Volvía uno del trabajo, cansado, y a veces con un humor de mil diablos. Pero ella no contestaba nunca con rudeza a las rudas palabras mías. Cariñosa, apacible, no sabía que hacer conmigo y se desvivía, incluso cuando yo traía poco dinero a casa, para prepararme siempre un plato sabroso. La miraba uno, y se le ablandaba el corazón, y, al cabo de un ratillo, la abrazaba y le decía: “Perdona, querida Irina, he estado muy grosero contigo. Pero, compréndelo, hoy no me ha ido bien el trabajo.” Y de nuevo reinaba entre nosotros la paz, y la tranquilidad volvía a mi alma. ¿Y tú sabes, hermano, lo que eso significaba para el trabajo? Por la mañana me levantaba como nuevo, iba a la fábrica, ¡y cualquier faena cundía, marchaba de primera en mis manos! Ya ves lo que es tener una mujer y compañera inteligente.
»En ocasiones, los días de cobro ocurría que me iba a beber con los amigos. A veces, también volvía a casa haciendo tantas eses, que seguramente daría miedo verme. La calle era estrecha para uno, sin hablar ya de los callejones. Yo era entonces un muchacho sano y fuerte como un toro; por mucho que bebiera, llegaba siempre por mi pie a casa. Mas, alguna vez que otra, también recorría el último trecho metiendo la primera, es decir, a cuatro patas; pero llegaba. Y de nuevo, ni un reproche, ni gritos ni escándalos. Mi Irina se limitaba a reírse unas miajas de mí, y eso con tiento, no fuera a ofenderme... Me desnudaba y me decía bajito: “Acuéstate junto a la pared, Andriusha, no vayas a caerte, dormido, de la cama.” Bueno, y yo me derrumbaba como un fardo, y todo se balanceaba ante mis ojos. Sólo, entre sueños, sentía que ella me pasaba suavemente la mano por los cabellos y susurraba algo con cariño; me acariciaba, por consiguiente...

»En los diez años ahorramos algún dinerillo y, en vísperas de la guerra, nos hicimos una casita con dos habitaciones pequeñas, despensa y pasillo. Irina compró dos cabras. ¿Qué más necesitábamos? Los chicos comían gachas con leche, teníamos un hogar, estábamos vestidos y calzados; por consiguiente, todo marchaba bien. Sólo que tuve poco acierto para construir la casa. Me dieron una parcela, de seiscientos metros cuadrados, no lejos de una fábrica de aviación. De haber hecho mi nido en otro sitio, tal vez hubiera sido otra mi suerte.


»Y de pronto, la guerra. Al segundo día recibí una citación para que me presentase en el centro de recluta miento, y al tercer día, al tren militar. Fueron a despedirme a la estación los cuatro míos. Irina, Anatoli y mis hijas Nastienka y Oliushka. Todos los chicos se portaron como unos valientes. Claro que a mis hijas, no sin motivo, se les saltaron unas lagrimillas. A Anatoli solamente se le estremecían los hombros, como si tuviera frío, por aquel entonces ya había cumplido los dieciséis años, y a mi Irina... En los diecisiete años de matrimonio, nunca la había visto así. Toda la noche anterior estuvo mi camisa humedecida por sus lágrimas en el hombro y el pecho, y por la mañana, la misma historia...



Llegaron a la estación, y yo, de la lástima que me daba mi mujer, no podía mirarla: tenía los labios hinchados de llanto, los cabellos asomaban revueltos bajo el pañuelo, y los ojos, turbios, como de loca. Los jefes dieron la orden de subir al tren, y ella se derrumbó sobre mi pecho mientras sus manos se aferraban a mi cuello; temblaba toda, como un árbol hendido por un hachazo... los chicos y yo tratábamos de consolarla, pero ¡de nada servía! Otras mujeres hablaban con sus maridos o con sus hijos, pero la mía estaba pegada a mí, como la hoja a la rama, y no hacía más que temblar toda ella sin poder articular palabra. Yo le dije: “¡Hay que ser fuertes, querida Irina! Dime aunque sólo sea unas palabras de despedida.” Ella balbuceó, sollozando a cada palabra: “Querido mío... Andruisha... no volveremos a vernos... más... en este... mundo...“

“Pues bien, ese mismo comandante, al día siguiente de haber dicho yo lo del metro cúbico, me llamó a su despacho. Al anochecer vino el intérprete al barrancón, acompañado de dos guardianes. “¿Quién es Andrei Sokolov?” Dije que era yo. “Ven con nosotros, te llama el propio herr lagerführer en persona.” Estaba claro para qué me llamaba. Para liquidarme. Me despedí de los camaradas, todos sabían que iba a la muerte, di un suspiro y me fui. Caminaba ya por el patio del campo de concentración, miraba a las estrellas, me despedía de ellas y pensaba: “Bueno, se acabaron tus tormentos, Andrei Solokov, número trescientos treinta y uno en este campo.” Me dio pena de Irina, de los hijitos, pero luego aquella pena fue calmándose y empecé a armarme de valor para mirar impávido al cañón de la pistola, como corresponde a un soldado, para que los enemigos no vieran en mi último instante que, a pesar de todo, me costaba trabajo desprenderme de la vida...
»En la comandancia, había tiestos de flores en los alféizares de las ventanas; estaba todo limpio, como en un buen club nuestro. Sentados a la mesa, estaban todos los jefes del campo; eran cinco, bebían shnapps; comían tocino como entremés. Sobre la mesa había un panzudo botellón de shnapps (vodka), pan, tocino, manzanas en adobo, botes abiertos de conservas de diferentes clases. Eché a todos aquellos manjares una rápida ojeada y, no lo querrás creer, pero me entró una desazón tan grande, que estuve a punto de vomitar. Tenía hambre de lobo, había perdido la costumbre de comer lo que comen las personas, y de pronto, aparecía toda aquella bendición delante de mí... Como pude dominé las náuseas, pero hube de hacer un enorme esfuerzo para apartar los ojos de la mesa.
»Frente a mí, estaba sentado Müller, medio borracho; jugueteaba con la pistola, tirándosela de una mano a otra, y me miraba sin pestañear, como una serpiente. Bueno, yo me puse firme, di un taconazo e informé en voz alta: “El prisionero Andrei Solokov se presenta por orden de usted, herr kommandant.” El me preguntó: “¿De modo, russ Ivan, que cuatro metros cúbicos de norma de trabajo es mucho?” “Exacto —le respondí—, herr kommandant, es mucho.” “¿Y con uno tienes bastante para tu sepultura?” “Exacto, herr kommandant, con uno me basta y hasta me sobra.”
»Se levantó y dijo: “Voy a hacerte un gran honor, ahora te mataré personalmente por esas palabras. Aquí no estaría bien, vamos al patio y allí te daré el pasaporte.” “Como usted quiera”, le repuse. Se levantó y quedó un momento pensativo; luego, tiró la pistola sobre la mesa, llenó de shnapps un vaso, tomó una rebanada de pan, le puso encina una loncha de tocino y me tendió todo aquello al tiempo que decía: “Bebe, russ Ivan, antes de morir, por la victoria de las armas alemanas.”
»Yo cogí de sus manos el vaso y la tapa, pero en cuanto oí aquellas palabras, ¡me pareció que me quemaban como un hierro candente! Y pensé: “Yo, un soldado ruso, ¿voy a beber por la victoria de las armas alemanas? ¿Y no quieres alguna otra cosa más, herr kommandant? De todos modos, voy a morir, por lo tanto, ¡vete a hacer puñetas con tu vodka!”
»Dejé sobre la mesa el vaso, puse allí también el bocadillo y dije: “Les agradezco su invitación, pero yo no bebo.” Él sonrió: “¿No quieres beber por nuestra victoria? En este caso, bebe por tu muerte.” ¿Qué tenía yo que perder? “Por mi muerte y la liberación de mis sufrimientos, beberé”, repuse. Dicho esto, cogí el vaso y, de dos tragos me lo eché al coleto, pero no toqué el bocadillo; cortésmente, me limpié los labios con la palma de la mano y dije: “Le agradezco la fineza. Estoy a su disposición, herr kommandant, vamos, deme usted el pasaporte.”
»Pero él se me quedó mirando con atención y dijo: “Toma siquiera un bocado antes de la muerte.” Yo le contesté: “Después del primer vaso, nunca como.” Me sirvió el segundo y me lo dio. Me bebí también el segundo, pero, de nuevo, no toqué el bocadillo; empinaba el codo para tomar valor, pensando: “Al menos, me emborracharé antes de salir al patio a despedirme de la vida.” El comandante, enarcando mucho las cejas blanquecinas, me preguntó: “¿Por qué no comes, russ Ivan? ¡No te dé vergüenza!” Y yo le repliqué: “Perdóneme usted, herr kommandant, pero, después del segundo vaso, tampoco acostumbro comer.” Infló los carrillos, dio un resoplido, soltó la carcajada y, entre risas, dijo rápidamente algo en alemán; por lo visto, estaba traduciendo mis palabras a sus amigos. Estos también se echaron a reír, corrieron las sillas y volvieron sus carotas hacia mí; entonces observé que me miraban ya de otra manera, como más suavemente.
»Me sirvió el comandante el tercer vaso, y su mano temblequeaba de la risa. Me lo bebí despacio, comí un pedacito de pan y dejé el resto sobre la mesa. Quería demostrarles a los malditos que, aunque no podía tenerme en pie, de hambre, no me disponía a atragantarme con su limosna, que tenía mi dignidad y mi orgullo rusos y que, por mucho que habían hecho, no habían conseguido convertirme en una bestia.
»Después de aquello, el comandante puso una cara seria, se enderezó sobre el pecho las dos cruces de hierro, se levantó de la mesa, sin armas, y dijo: “Mira, Solokov, tú eres un verdadero soldado ruso. Un soldado valiente. Yo también soy un soldado y respecto la dignidad de los enemigos. No te mataré. Además, hoy nuestras gloriosas tropas han llegado a Volga y conquistado por completo a la ciudad de Stalingrado. Esto es para nosotros una gran alegría; por ello, te concedo magnánimamente la vida. Vete a tu block, y toma esto, por tu valentía”, y cogiendo de la mesa un pan no muy grande y un trozo de tocino, me lo dio.
»Yo apreté el pan contra el pecho, con todas mis fuerzas, tenía el tocino en la mano izquierda y era tan grande mi desconcierto ante aquel cambio inesperado, que ni siquiera di las gracias; giré sobre los talones, hacia la izquierda, y me dirigí hacia la salida, pensando: “Ahora, me meterá una bala entre las dos paletillas y yo no podré llevarles a los muchachos estos víveres.” Pero no, escapé felizmente. También esta vez pasó la muerte de largo, junto a mí, y sólo sentí su frío aliento...
»Salí de la comandancia con paso firme, pero en el patio empecé a dar bandazos. Irrumpí en la barranca y me derrumbé sobre el piso de cemento. Me despertaron los nuestros antes del amanecer: “¡Cuéntanos!” Bueno, y yo recordé todo lo que había pasado en la comandancia; se lo referí.” ¿Cómo vamos a repartir los víveres?”, me preguntó mi compañero de camastro, y la voz le temblaba. “A todos por igual”, contesté yo. Esperamos a que amaneciera. Cortamos el pan y el tocino, midiéndolo rigurosamente con una cuerda, en porciones idénticas. A cada uno le correspondió un pedazo del pan del tamaño de una caja de cerillas, calculando hasta las migajas, y en cuanto al tocino, bueno, ya te puedes figurar, lo suficiente para untarse los labios. Sin embargo, lo repartimos todo sin que nadie se ofendiera.

“Dos semanas estuve comiendo y durmiendo. Me daban el alimento poco a poco y con frecuencia, pues si me hubieran dado de golpe todo lo que yo quería, habría hincado el pico; así me lo dijo el doctor. Acumulé fuercecillas de sobra. Pero al cabo de las dos semanas, ya no podía tragar ni un bocado. No llegaba respuesta de casa y, lo reconozco, me entró la morriña.


Ni siquiera pensaba en la comida, perdí el sueño por completo, toda clase de malos pensamientos me pasaban por la cabeza... A la tercera semana, recibí carta de Voronezh. Pero no me escribía Irina, sino un vecino mío, el carpintero Ivan Timofeievich. ¡No quiera dios que nadie reciba una carta semejante! Me decía que, en junio del cuarenta y dos, los alemanes habían bombardeado la fábrica de aviación y una bomba grande había caído en mi pequeña jata. Irina y las hijas estaban en aquel momento en casa... Y me comunicaba que no se habían encontrado ni los restos de ellas; en el sitio donde estuviera la jata, quedó una profunda fosa... Aquella vez no pude terminar de leer la carta.


Se me nubló la vista, el corazón se me había encogido y continuaba hecho un ovillo sin querer dilatarse. Me eche en la cama, estuve acostado un buen rato y acabé de leerla. Mi vecino me decía que durante el bombardeo, Anatoli se encontraba en la ciudad. Al atardecer, volvió a la barriada, estuvo contemplando la fosa y regresó de nuevo a la ciudad. Antes de marcharse, le dijo a mi vecino que iba a pedir que le mandasen como voluntario al frente. Y nada más.



»Cuando el corazón se dilató un poco y empecé a sentir en los oídos el latir de la sangre, recordé con cuánto dolor se había despedido de mí Irina en la estación. Por consiguiente, su corazón de mujer le decía ya que no volveríamos a vernos más en este mundo. Y aquella vez la aparté de un empujón... Tenía yo una familia, mi casa; todo aquello se había ido formando en el transcurso de años, y de pronto, en un instante, desapareció todo y me quede solo. Pensaba: “¿No habrá sido un sueño mi vida infortunada?” Pues en el cautiverio, casi todas las noches —mentalmente, claro está— hablaba con Irina, con mis hijitos, les daba ánimos; les decía: “No paséis pena por mí, queridos míos; volveré, soy fuerte, saldré de esto con vida y de nuevo estaremos todos juntos... Por lo tanto, ¡había estado hablando con los muertos!

»Mi amigo y su mujer no tenían hijos, vivían en una casita propia de las afueras de la ciudad. Aunque era inválido de guerra, trabajaba de chofer en una compañía de transportes; yo me coloqué también allí. Me quedé a vivir en casa de mi amigo, me acogieron en ella.
Llevábamos diversas cargas a diferentes comarcas; en otoño, nos incorporamos al transporte del trigo. En aquel tiempo fue cuando conocí a mi nuevo hijito, ése que está jugando en la arena.
»Cuando volvía a la ciudad, de algún viaje, lo primero que hacía, claro está, era detenerme en un ventorrillo a comprar algo y beberme, como es natural, medio vaso de vodka para matar el cansancio. He de reconocer que por aquel tiempo me había aficionado bastante a esta mala cosa... Pues bien, una vez, junto al ventorrillo, vi a ese chicuelo; al día siguiente lo volví a ver allí. Pequeñito, harapiento, con la carita toda manchada de jugo de sandía, lleno de polvo y mugre, despeinado ¡y con unos ojillos como dos luceritos en la noche, después de la lluvia! Y quedé tan prendado de él, que —cosa rara— hasta empecé a echarlo de menos; cuando volvía de un viaje, aceleraba para verlo cuanto antes. Comía a la puerta del ventorrillo lo que le daban.
»Al cuarto día, viniendo directamente del sovjos, cargado de trigo viré hacia el ventorrillo. Mi chicuelo estaba sentado al borde de la terracilla de entrada, balanceando las piernecitas y, según todos los síntomas, hambriento. Asomé la cabeza por la ventanilla y le grité: “¡Eh, Vania! Monta a escape en el coche, te llevaré al elevador y, desde allí, volveremos aquí, a comer.” Al oír mis voces, se estremeció, saltó de la terracilla, encaramóse al estribo y me preguntó bajito: “¿Y cómo sabes tú, tío, que yo me llamo Vania?” Y con los ojillos muy abiertos, esperó mi respuesta. Bueno, yo le dije que, como hombre de experiencia, lo sabía todo.
»Rodeó el camión para subir por la banda derecha; yo abrí la portezuela, lo senté a mi lado y partimos.
Aquel chiquillo tan vivaracho se apaciguó de pronto y quedó pensativo, quietecito; de improviso, posó en mí sus ojos de largas pestañas, combadas hacia arriba, y suspiró. Un gorrioncillo como aquel, y ya había aprendido a suspirar. ¿Acaso le correspondía a él eso? Le pregunté: “¿Dónde está tu padre, Vania?” Contestó en un susurro: “Murió en el frente.” “¿Y tu mamá?” “La mató una bomba en el tren, cuando íbamos de viaje.” “¿Y de dónde veníais?” “No sé, no me acuerdo...” “¿Y no tienes aquí ningún pariente?” “Ninguno.” “¿Dónde pasas las noches?” “Donde puedo.”
»Sentí la quemazón de una lágrima ardiente, que no acababa de brotar, y decidí en el acto: “¡Pasaremos juntos las penas! Lo prohijaré.” Y al instante, se me alivió el alma, como si entrase en ella un rayito de luz. Me incliné hacia él; y le pregunté quedo: “Vania, ¿y tú no sabes quién soy yo?” El pequeño inquirió con un hilillo de voz: “¿Quién?” Y yo le respondí, muy bajito también: “Soy tu padre.”
»¡La que se armó, santo Dios! Se abalanzó a mi cuello, me besó la cara, en los labios, en la frente y comenzó a chillar, con vocecilla aguda de pájaro flauta, atronando el pescante: “¡Papaíto querido! ¡Ya lo sabía yo! ¡Sabía que me encontrarías! ¡Que me encontrarías de todos modos! ¡He estado esperando tanto tiempo a que me encontraras!” Se apretó contra mí, y todo de él temblaba, como una hierbecilla agitada por el viento. Entonces, una neblina me veló los ojos y me entró también un temblor por todo el cuerpo, que se me estremecían hasta las manos... ¿Cómo no solté el volante? ¡De milagro! Sin embargo, me metí sin querer en la cuneta; paré el motor; en tanto seguía aquella neblina en los ojos, no quería reanudar la marcha, no fuera a atropellar a alguien. Estuve allí parado unos cinco minutos, y mi hijito continuaba apretándose contra mí, con todas sus fuercecillas, callado, tembloroso. Le pasé el brazo derecho por la espalda, y le estreché suavemente contra mi pecho mientras con la izquierda viraba el camión y emprendía el regreso hacia casa. Había desistido de ir al elevador, ¡no estaba yo para elevadores en aquellos momentos!
»Deje el coche a la puerta, tomé a mi nuevo hijito en brazos y lo llevé hacia casa. El me echó las manecitas al cuello y no se soltó hasta que llegamos. Tenía pegada su carita a mi áspera mejilla sin afeitar, como soldada a ella. Y así le llevé a la vivienda. Los dueños estaban en la casa. Entré, les guiñé y dije animoso: “¡He encontrado a mi Vania! ¡Dadnos albergue, buena gente!”
Los dos, que no tenían hijos, comprendieron al instante y empezaron a moverse diligentes. Pero yo no podía apartar al hijo de mí, de ninguna de las maneras.
Como Dios me dio a entender, le convencí de que me soltara. Le lavé las manos con jabón y lo senté a la mesa. La dueña de la casa le llenó el plato de sopa de coles; al ver con qué ansia comía, se le saltaron las lágrimas.
Estaba en pie ante el horno de la cocina llorando y enjugándose los ojos con el delantal. Mi Vania se dio cuenta de que lloraba, corrió a ella, y le preguntó, dándole tirones de la falda: “Tía, ¿por qué llora usted? El padre me ha encontrado a la puerta del ventorrillo. Todos debían estar contentos, ¡y usted llora!” Y ella, al oír aquello, ¡allá va!, arreció aún más en su llanto. ¡Se deshacía en lágrimas!

21 noviembre 2011

Mashenka (Vladimir Nabokov)


Primera Edición 1926
Anagrama, 1970


Ignoraba ya qué clase de estímulo podía darle la fuerza precisa para romper aquellas relaciones con Liudmila, que habían durado ya tres meses, igual que ignoraba qué le hacía falta para poder levantarse de la silla. Sólo durante un período muy breve había estado genuinamente enamorado de Liudmila, habíase encontrado en aquel estado de emoción inquieta, exaltada, casi extraterrena, parecida a la que se siente cuando se oye música en el preciso instante en que uno hace algo totalmente vulgar, como recorrer el trecho que media desde la mesa, en un restaurante, al mostrador, para pagar la consumición, y esta música da una interior calidad de danza al más simple movimiento, transformándolo en un gesto significativo e inmortal.


De vez en cuando, bramando como un ciervo, pasaba veloz un automóvil, o bien ocurría algo en que las gentes que caminan por la ciudad nunca se fijan: una estrella, más rápida que el pensamiento, y más silenciosa que una lágrima, cruzaba el firmamento.

Era un dios en el acto de recrear un mundo muerto. Poco a poco Ganin resucitó aquel mundo, para complacer a la muchacha a la que no se atrevía a evocar hasta el instante en que dicho mundo estuviera completamente formado. La imagen de la muchacha, su presencia, la sombra de su recuerdo exigía que, por fin, él la resucitara también. Pero Ganin alejaba voluntariamente de su mente esta imagen porque quería acercarse gradualmente a ella, paso a paso, tal como había hecho nueve años atrás. Temeroso de cometer un error, de perderse en el deslumbrante laberinto de los recuerdos, recreaba muy cuidadosamente su anterior vida, la recreaba con amor y, de vez en cuando, desandaba camino para recoger algo aparentemente trivial, y nunca corría con demasiada prisa hacia delante.

Mientras estaba solo, Ganin se reclinó cómodamente en el viejo sillón verde y esbozó una reflexiva sonrisa. Había acudido al dormitorio del viejo poeta porque éste era seguramente el único individuo que podía comprender el alterado estado en que él se encontraba. Deseaba hablarle de muchas cosas, de puestas de sol en una carretera rusa y de bosques de abedules.

Pensativo, Ganin dijo:

—Le debe causar una extraña sensación acordarse de esto. A poco que pensemos nos daremos cuenta de que incluso parece extraño recordar cualquier detalle cotidiano, recordar algo ocurrido hace pocas horas, aunque nos sea imposible recordar por entero los días.

Podtyagin le dirigió una mirada penetrante y amable:

—¿Qué le ocurre, Lev Glebovich? Parece que su rostro haya recobrado la vida. ¿Se ha enamorado otra vez? Pues sí, tal como usted dice, el modo en que recordamos las cosas es muy extraño. Caramba, caramba... ¡Con cuánta felicidad sonríe usted hoy!


—No lo sé, no me pregunte estas cosas, querido amigo. Puse en la poesía todo lo que hubiera debido poner en la vida, y ahora ya es demasiado tarde para comenzar una vida nueva. Lo único que por el momento se me ocurre es que, a fin de cuentas, resulta mejor haber sido un hombre de temperamento sanguíneo, o sea, un hombre de acción, y si uno ha de embriagarse, mejor que se embriague del todo, y que lo mande todo a hacer gárgaras.


No sabía dónde podía encontrarla o abordarla, en qué revuelta de la carretera, si en este matorral o en el otro. La muchacha vivía en Voskresensk, y salió a pasear aquella misma soleada y solitaria tarde en que lo hizo Ganin, y exactamente a la misma hora. Ganin la vio desde lejos, e inmediatamente sintió una mano helada en el corazón. La muchacha caminaba aprisa, iba con falda azul, y había metido las manos en los bolsillos de su chaqueta de sarga también azul, con blanca blusa debajo. Cuando Ganin, como una suave brisa, llegó a su lado, únicamente vio los pliegues de tela azul moviéndose a uno y otro lado, y el lazo de seda negra, como dos alas extendidas. Cuando la rebasó, no miró el rostro de la muchacha, sino que fingió prestar absorta atención a su pedaleo, pese a que, un minuto antes, al imaginar su encuentro, se había jurado que sonreiría y la saludaría. En aquellos tiempos, Ganin pensaba que la muchacha forzosamente tenía que ostentar un nombre insólito y sonoro, pero cuando se enteró, por el estudiante antes mencionado, de que se llamaba Mashenka, no se sorprendió en absoluto, como si lo hubiera sabido de antemano, y aquel nombre sencillo tomó para él un nuevo sonido, adquirió un entrañable significado.

—Mashenka, Mashenka —musitó Ganin.

Hizo una profunda inhalación, y, sin soltar el aire, escuchó el latir de su corazón. Eran las tres de la madrugada aproximadamente, ya no pasaban trenes y la casa parecía haber detenido sus constantes movimientos. En la silla, con los brazos hacia delante, como los de un hombre fulminado en el instante de rezar sus oraciones, se veía, colgando en la oscuridad, la vaga y blanca forma de la camisa usada aquel día.

—Mashenka —repitió Ganin.

Intentaba dotar a estas sílabas de la musicalidad que en otros tiempos habían encerrado —el viento, el murmullo de los postes de telégrafo, la felicidad—, juntamente con otro secreto sonido que daba a la palabra su verdadera vida. Ganin yacía boca arriba, y escuchaba el pasado. En aquel instante, desde la habitación contigua llegó a sus oídos un bajo, dulce, inoportuno sonido: ta-ta, ta-ta. Alfyorov esperaba el sábado.

En aquellas fotos Mashenka era exactamente tal como la recordaba, y ahora le parecía terrible que su pasado estuviera encerrado en el cajón de otro hombre.

Desde el punto de vista de las ocupaciones cotidianas, los días de Ganin eran más vacíos desde que había roto sus relaciones con Liudmila, pero, por otra parte, ahora el no tener nada que hacer había dejado de aburrirle. Estaba tan absorto en sus recuerdos que no se daba cuenta del paso del tiempo. Su sombra se alojaba en la pensión de Frau Dorn, mientras su verdadera persona se encontraba en Rusia volviendo a vivir sus recuerdos como si fueran realidad. Para él, el tiempo se había convertido en el fluir de los recuerdos que iban acudiendo gradualmente a su memoria. Y pese a que sus amores con Mashenka, en aquellos lejanos tiempos, no habían durado solamente tres días, o una semana, sino mucho más, no notaba Ganin discrepancia alguna entre el transcurso del tiempo real y el de aquel otro tiempo en el que revivía el pasado, debido a que su memoria no tenía en cuenta todos los instantes, y prescindía de los períodos que no merecían ser recordados, iluminando únicamente los momentos relacionados con Mashenka. De esta manera no se daba discrepancia alguna entre el curso de la vida pasada y el de la vida presente.

Ahora, Ganin intentó recordar el aroma de aquel perfume, mezclado con los frescos olores otoñales del parque, pero, como todos sabemos, la memoria puede resucitarlo todo salvo los perfumes, pese a que nada hay que resucite con tanta fuerza el pasado como el olor a él asociado.

Ganin bajó la mano en que sostenía la carta, y quedó unos instantes sumido en sus pensamientos. Qué bien recordaba las alegres formas de expresión de Mashenka, su corta y honda carcajada cuando pedía disculpas, la rápida transición desde el suspiro de melancolía a la mirada de ardiente vitalidad...

En la misma carta, Mashenka había escrito :

"Durante largo tiempo he estado preocupada por tu paradero y tu suerte. Ahora no debemos romper el débil hilo que nos une. Son muchas las cosas que quiero decirte y preguntarte, pero mi pensamiento vaga sin rumbo. Desde aquellos tiempos, he visto muchas desdichas y también he sido desdichada. Escribe, escribe por el amor de Dios, escribe más a menudo y más extensamente. Que tengas suerte, mucha suerte. Me gustaría despedirme de un modo más afectuoso, pero quizás haya olvidado cómo hacerlo, después de tanto tiempo. ¿O es que hay algo que me lo impide?"

Después de recibir esta carta, estuvo varios días tembloroso de felicidad. No podía comprender cómo había sido capaz de separarse de Mashenka. Sólo recordaba el primer otoño que pasaron juntos, y todo lo demás, aquellos tormentos y peleas, quedaban en segundo término, lejanos e insignificantes. La lánguida oscuridad, el consabido resplandor del mar en la noche, el aterciopelado susurro de los cipreses en las estrechas sendas, el brillo de la luna en las anchas hojas de las magnolias, todo le deprimía.


"Escríbeme a vuelta de correo. ¿Vendrás y nos veremos? ¿Imposible? Bueno, es horrible. Pero, ¿a lo mejor puedes? Qué tonterías escribo, ¿cómo puedo pensar que hagas el largo viaje hasta aquí, sólo para verme? ¡Cuánta vanidad! ¿No crees?

"Antes de escribirte, he leído un poema en una vieja revista. Es de Krapovitsky, y se titula «Mi pequeña perla pálida». Me ha gustado mucho. Escribe y cuéntamelo todo. Te mando un beso.

Con una sonrisa, sacudiendo la cabeza, Ganin desplegó la última carta. La recibió la víspera de su partida hacia el frente. Al alba, hacía frío a bordo del buque, aquel día de enero, y el café de bellotas le había dejado medio mareado.

"Eyova, querido Lyova, ¡con cuánta impaciencia he esperado tu carta! Ha sido muy difícil para mí escribirte cartas tan medidas, refrenando mis sentimientos. ¿Cómo he sido capaz de vivir tres años sin ti, cómo me las he arreglado para sobrevivir, sin tener razón alguna para ello?

"Te quiero. Si vienes, te mataré a besos.

"¡Dios mío, qué lejos están aquellos días de esplendor en que nos amábamos...! Igual que tú, pienso que volveremos a vernos, pero ¿cuándo?, ¿cuándo?

"Te quiero. Ven a mi lado. Tu carta me ha producido tal alegría que aún estoy medio loca, de felicidad..."

Mientras formaba un ordenado montón con las cinco cartas dobladas, Ganin repitió suavemente:

—Felicidad... Esto, precisamente esto: felicidad. Ahora, dentro de doce horas, volveremos a vernos.

Se quedó quieto, inmóvil, sumido en secretos y deliciosos pensamientos. No le cabía la menor duda de que Mashenka seguía amándole, igual que antes. Ganin sostenía las cinco cartas de la muchacha en la mano. Fuera había anochecido, y todo estaba oscuro. En el dormitorio, las asas de las dos maletas lanzaban destellos. La desolada estancia olía a polvo.