22 diciembre 2021


Frankenstein

Mary W. Shelley


Entonces me había llenado de un éxtasis que prestaba alas al espíritu, permitiéndole despegarse del mundo de tinieblas y remontarse hasta la luz y la felicidad. La contemplación de todo lo que de majestuoso y sobrecogedor hay en la naturaleza siempre ha tenido la virtud de ennoblecer mis sentimientos y me ha hecho olvidar las efímeras preocupaciones de la vida.

 

Miré el valle a mis pies. Sobre los ríos que lo atraviesan se levantaba una espesa niebla, que serpenteaba en espesas columnas alrededor de las montañas de la vertiente opuesta, cuyas cimas se escondían entre las nubes. Los negros nubarrones dejaban caer una lluvia torrencial que contribuía a la impresión de tristeza que desprendía todo lo que me rodeaba. ¿Por qué presume el hombre de una sensibilidad mayor a la de las bestias cuando esto sólo consigue convertirlos en seres más necesitados? Si nuestros instintos se limitaran al hambre, la sed y el deseo, seríamos casi libres. Pero nos conmueve cada viento que sopla, cada palabra al azar, cada imagen que esa misma palabra nos evoca.

 

¡Serenaos! Os ruego me escuchéis antes de dar rienda suelta a vuestro odio. ¿Acaso no he sufrido bastante que buscáis aumentar mi miseria? Amo la vida, aunque sólo sea una sucesión de angustias, y la defenderé.

Recordad: me habéis hecho más fuerte que vos; mi estatura es superior y mis miembros más vigorosos. Pero no me dejaré arrastrar a la lucha contra vos. Soy vuestra obra, y seré dócil y sumiso para con mi rey y señor, pues lo sois por ley natural. Pero debéis asumir vuestros deberes, los cuales me adeudáis. Oh Frankenstein, no seáis ecuánime con todos los demás y os ensañéis sólo conmigo, que soy el que más merece vuestra justicia e incluso vuestra clemencia y afecto. Recordad que soy vuestra criatura. Debía ser vuestro Adán, pero soy más bien el ángel caído a quien negáis toda dicha. Doquiera que mire, veo felicidad de la cual sólo yo estoy irrevocablemente excluido. Yo era bueno y cariñoso; el sufrimiento me ha envilecido. Concededme la felicidad, y volveré a ser virtuoso.

¡Aparta! No te escucharé. No puede haber entendimiento entre tú y yo; somos enemigos. Apártate, o midamos nuestras fuerzas en una lucha en la que sucumba uno de los dos.

¿Cómo podré conmoveros?; ¿no conseguirán mis súplicas que os apiadéis de vuestra criatura, que suplica vuestra compasión y bondad? Creedme, Frankenstein: yo era bueno; mi espíritu estaba lleno de amor y humanidad, pero estoy solo, horriblemente solo. Vos, mi creador, me odiáis. ¿Qué puedo esperar de aquellos que no me deben nada? Me odian y me rechazan. Las desiertas cimas y desolados glaciares son mi refugio. He vagado por ellos muchos días. Las heladas cavernas, a las cuales únicamente yo no temo, son mi morada, la única que el hombre no me niega. Bendigo estos desolados parajes, pues son para conmigo más amables que los de tu especie. Si la humanidad conociera mi existencia haría lo que tú, armarse contra mí. ¿Acaso no es lógico que odie a quienes me aborrecen? No daré treguas a mis enemigos. Soy desgraciado, y ellos compartirán mis sufrimientos. Pero está en tu mano recompensarme, y librarles del mal, que sólo aguarda que tú lo desencadenes. Una venganza que devorará en los remolinos de su cólera no sólo a ti y a tu familia, sino a millares de seres más. Deja que se conmueva tu compasión y no me desprecies. Escucha mi relato: y cuando lo hayas oído, maldíceme o apiádate de mí, según lo que creas que merezco. Pero escúchame. Las leyes humanas permiten que los culpables, por malvados que sean, hablen en defensa propia antes de ser condenados.

Escúchame, Frankenstein. Me acusas de asesinato; y sin embargo destruirías, con la conciencia tranquila, a tu propia criatura. ¡Loada sea la eterna justicia del hombre! Pero no pido que me perdones; escúchame y luego, si puedes, y si quieres, destruye la obra que creaste con tus propias manos.

 

Me dio una visión de las costumbres, gobiernos y religiones que tenían las distintas naciones de la Tierra. Oí hablar de los indolentes asiáticos, de la magnífica genialidad y actividad intelectual de los griegos, de las guerras y virtudes de los romanos, de su degeneración posterior y de la decadencia de ese poderoso imperio; del nacimiento de las órdenes de caballería, la cristiandad, los reyes. Supe del descubrimiento del hemisferio americano y lloré con Safie la desdichada suerte de sus indígenas.

Estas maravillosas narraciones me llenaban de extraños sentimientos. ¿Sería en verdad el hombre un ser tan poderoso, virtuoso, magnífico y a la vez tan lleno de bajeza y maldad? Unas veces se mostraba como un vástago del mal; otras, como todo lo que de noble y divino se puede concebir. El ser un gran hombre lleno de virtudes parecía el mayor honor que pudiera recaer sobre un ser humano, mientras que el ser infame y malvado, como tantos en la historia, la mayor denigración, una condición más rastrera que la del ciego topo o inofensivo gusano. Durante mucho tiempo no podía comprender cómo un hombre podía asesinar a sus semejantes, ni entendía siquiera la necesidad de leyes o gobiernos; pero cuando supe más detalles sobre crímenes y maldades, dejé de asombrarme, y sentí asco y disgusto.

Ahora, cada conversación de mis vecinos me descubría nuevas maravillas. Fue escuchando las instrucciones que Félix le daba a la joven árabe como aprendí el extraño sistema de la sociedad humana. Supe del reparto de riquezas, de inmensas fortunas y tremendas miserias; de la existencia del rango, el linaje y la nobleza.

Las palabras me indujeron a reflexionar sobre mí mismo. Aprendí que las virtudes más apreciadas por mis semejantes eran el rancio abolengo acompañado de riquezas. El hombre que poseía sólo una de estas cualidades podía ser respetado; pero si carecía de ambas se le consideraba, salvo raras excepciones, como a un vagabundo, un esclavo destinado a malgastar sus fuerzas en provecho de los pocos elegidos. ¿Y qué era yo? Ignoraba todo respecto de mi creación y creador, pero sabía que no poseía ni dinero ni amigos ni propiedad alguna; y, por el contrario, estaba dotado de una figura horriblemente deformada y repulsiva; ni siquiera mi naturaleza era como la de los otros hombres. Era más ágil, y podía subsistir a base de una dieta más tosca; soportaba mejor el frío y el calor; mi estatura era muy superior a la suya. Cuando miraba a mi alrededor, ni veía ni oía hablar de nadie que se pareciese a mí. ¿Era, pues, yo verdaderamente un monstruo, una mancha sobre la Tierra, de la que todos huían y a la que todos rechazaban?

No puedo describir la angustia que estos pensamientos me causaban. Intentaba desecharlos, pero la tristeza me aumentaba a medida que me iba instruyendo. ¡Por qué no me habría quedado en mi bosque, donde ni conocía ni experimentaba otras sensaciones que las del hambre, la sed y el calor!

¡Qué extraña naturaleza la del saber! Se aferra a la mente, de la cual ha tomado posesión, como el liquen a la roca. A veces deseaba desterrar de mí todo pensamiento, todo afecto; pero aprendí que sólo había una manera de imponerse al dolor y ésa era la muerte, estado que me asustaba aunque aún no lo entendía. Admiraba la virtud y los buenos sentimientos, y me gustaban los modales dulces y amables de mis vecinos; pero no me era permitida la convivencia con ellos, salvo sirviéndome de la astucia, permaneciendo desconocido y oculto, lo cual, más que satisfacerme, aumentaba mi deseo de convertirme en uno más entre mis semejantes. Las tiernas palabras de Agatha y las sonrisas animadas de la gentil árabe no me estaban destinadas. Los apacibles consejos del anciano y la alegre conversación del buen Félix tampoco me estaban destinados. Desgraciado e infeliz engendro.

Otras lecciones se me grabaron con mayor profundidad aún. Supe de la diferencia de sexos, del nacer y crecer de los hijos; cómo disfruta el padre con las sonrisas de su pequeño, y las alegres correrías de los hijos más mayores; cómo todos los cuidados y razón de ser de la madre se concentran en esa preciada carga; cómo la mente del joven se va desarrollando y enriqueciendo; supe de hermanos, de hermanas, y los vínculos que unen a los humanos entre sí con lazos mutuos.

 

Era tu diario de los cuatro meses que precedieron a mi creación. En él describías con minuciosidad todos los pasos que dabas en el desarrollo de tu trabajo, e insertabas incidentes de tu vida cotidiana. Sin duda recuerdas estos papeles. Aquí los tienes. En ellos se encuentra todo lo referente a mi nefasta creación, y revelan con precisión toda la serie de repugnantes circunstancias que la hicieron posible. Dan una detallada descripción de mi odiosa y repulsiva persona, en términos que reflejan tu propio horror y que convirtieron el mío en algo inolvidable. Enfermaba a medida que iba leyendo. «¡Odioso día en el que recibí la vida! ––exclamé desesperado––. ¡Maldito creador! ¿Por qué creaste a un monstruo tan horripilante, del cual incluso tú te apartaste asqueado? Dios, en su misericordia, creó al hombre hermoso y fascinante, a su imagen y semejanza. Pero mi aspecto es una abominable imitación del tuyo, más desagradable todavía gracias a esta semejanza. Satanás tenía al menos compañeros, otros demonios que lo admiraban y animaban. Pero yo estoy solo y todos me desprecian.

 

Si accedes, ni tú ni ningún otro ser humano nos volverá a ver. Me iré a las enormes llanuras de Sudamérica. Mi alimento no es el mismo que el del hombre; yo no destruyo al cordero o a la cabritilla para saciar mi hambre; las bayas y las bellotas son suficiente alimento para mí. Mi compañera será idéntica a mí, y sabrá contentarse con mi misma suerte. Hojas secas formarán nuestro lecho; el sol brillará para nosotros igual que para los demás mortales, y madurará nuestros alimentos. La escena que te describo es tranquila y humana, y debes admitir que, si te niegas, mostrarías una deliberada crueldad y tiranía. Despiadado como te has mostrado hasta ahora conmigo, veo sin embargo un destello de compasión en tu mirada; déjame aprovechar este momento favorable, para arrancarte la promesa de que harás lo que tan ardientemente deseo.